domingo, 17 de enero de 2021


«El aire que vemos en las pinturas de los viejos maestros nunca es el aire que nosotros respiramos».

Cabría aclarar muchas cosas antes del inicio del siguiente capítulo, ¿por qué Ignatson Strambotikus estaba sentado delante del escritorio de la decana?, ¿por qué esta lo miraba con ceño enfurruñado y puños cerrados como aguantando una presión interna que desbordaba estallar?, ¿por qué razón llevaba máscara el señor Strambotikus?, ¿por qué la decana, una mujer negra, pelo cano, vestido azul Ralph Lauren, de pico cruzado, cinturón y mangas cortas, no le soportaba? Se deberían dar muchas explicaciones a estos respectos, pero al hacerlo, también se perdería la magia de la narración, por lo que sería mejor, aunque no lo más óptimo, que la propia historia continuara según los acontecimientos y cada cuál descubriera por sí mismo sus verdades a las preguntas.

—Pierde el tiempo sí piensa que aquí impartiremos sandeces —El sillón de la decana se asemejaba al trono de un antiguo rey, el poder basado en la fuerza física había transmutado con el paso del tiempo a la fuerza del intelecto, y, al menos, en aquella universidad los hombres se habían batido en retirada ante la reina decana que sentada sobre su trona imperial encorvaba el torso hacia delante y entrelazaba las manos con rigidez encima del escritorio como si al separarlas pudiera detonar un artefacto nuclear.

Ignatson mecía su silla adelante y atrás, pero su tronco, a diferencia del de la decana, se encontraba recto y la cabeza, aunque bamboleada por el movimiento, seguía con rectitud al resto del cuerpo. En uno de los vaivenes se introdujo con delicadeza, como si su dedo índice fuera un pincel y su cuerpo un cuadro, la falange con lentitud entre el borde de la máscara y la barbilla, y encorvando el dedo como una ganzúa se rascó la punta del mentón.

—El señor Wagen se equivoca. Maldita sea la hora de las becas internacionales. Pues bien, a mí me dan igual.

La vista de Ignatson: suelo, moqueta, azul, quizá ¿sisal o felpa? Escritorio, rojizo, posiblemente caoba plastificada, armazón y patas de polietileno gris.

—Y no piense que es una cuestión de dinero. No se confunda, señor.

Encima del escritorio una placa alargada de madera con cuatro chapas incrustando un latón de simulado oro y serigrafiado en él siglas y un apellido: S. M. Dupré. A la izquierda cuadrado ventanal, doble acristalamiento, y tras la transparente protección los condominios de la reina, edificios del campus y tejados de casas de estudiantes, el cielo, la línea del horizonte y el mar azul eléctrico. Tras la decana y su trona, la pared pintada en miel y en ella tres cuadros colgados, un mueble cajonera alargado con dos posibles estantes tras sus puertas cerradas, a la derecha una librería con puerta acristalada y libros.

—Señor Strambotikus tiene los días, que digo los días, tiene las horas contadas aquí. No voy a permitir que en Trystonia se nos tome el pelo.

Dos cuadros, a lápiz, bosquejos de retratos de la decana. El cuadro, imponentes medidas, marco estilo barroco, dorado. Motivo: paisaje urbano. Inundado de techos picudos y casas de ladrillo rojo, una iglesia al fondo, edificios amurallados, en uno un reloj circular, no de sol, mecánico, un puente de piedra atraviesa el río, el agua de la ensenada refleja los edificios y sobre sus aguas atracan varios barcos, más cerca del espectador dos mujeres en la orilla ataviadas con faldones y cofia. La vista de Delft. Es un Vermeer.

—Firme la solicitud de renuncia —Sin desentrelazar las manos la decana deslizó tres hojas de papel reciclado gris, estaban grapadas, y con la punta de los meñiques las acercó hacia su interlocutor. El tono grisáceo de las páginas se fundía en una molesta lectura con la endeble impresión de varios párrafos numerados y solo al pie una rúbrica en tinta negra ensalzada por la tilde en Dupré y el sello rojo de Trystonia resaltaban sobre el fondo gris de las hojas. De las manos de la decana, todavía entrelazadas como un mazo, sobresalían los meñiques espigados y estos se posaron sobre una cuantía de cuatro cifras sobre la novena cláusula— y lea detenidamente la retribución más que adecuada a este cese injustificado.

Los estantes de la librería contenían un arcoíris de lomos, letras de distintas familias, tamaños, en un pulcro orden alfabético de autor: La vejez y el segundo Sexo, Beauv; Crimen y Castigo, Dosto; Las habitaciones de atrás, Frank; Psicopatología de la vida cotidiana, Freud; El maravilloso viaje de Nils Holgersson, Lager; La mano izquierda de la oscuridad, LeGui; Therese Desqueyroux, Mauri; La montaña mágica, Mann; Sobre el color y la armonía, Ausde…

—¿Me está escuchando señor Strambotikus?
—Falta blanco en su despacho.
—¿Cómo dice? —Por primera vez la decana desentrelazó las manos y ninguna bomba nuclear explotó.
—Blanco. El color. No tiene ningún objeto blanco en el despacho.
—El blanco no es un color.
—¿Y el negro?
—Pero… que más da. Firme aquí —Y le acercó una pluma estilográfica que él ni miró.
—Mi máscara —Ignatson se tocó la tela que le cubría la cara—. Es Blanco Oscuro.
—Ni el blanco ni el negro son colores.
—En Guáltrapa sí.
—No entremos en cuestiones religiosas…
La interrumpió.
—Lingüísticas.
Ella bufó y dijo:
—Me da igual. ¿Hace el favor de firmar o no?
—¿Y las nubes del Vermeer? ¿De qué color son? —señaló al cuadro tras ella. La decana no se giró.
—Son grises.
—No, son blancas. Grises son las hojas de estos papeles —Y con el pulgar de la mano derecha, como si las hojas del documento legal le quemaran, las deslizó por encima del escritorio de vuelta a la decana.
—¿Cómo se atreve?


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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