Centro: Universidad de Tristonia. Diario médico: Doctor Ignatius B.P. Astrofísico-teólogo, Filólogo Guáltrapa y Artista pixel art. |
«La costumbre es una segunda naturaleza»
Hola, soy el doctor
Ignatius B.P.:
En este diario médico
vengo a relataros mi idiosincrasia dérmica, pretendo dejar un fiel reflejo de
los procedimientos médicos actuales (principios de S.XXI) para las futuras
generaciones de doctores, practicantes, galenos y demás.
En situación, deberé escribir
un previo sobre mi cutis, de una blancura nórdica, y que, ya desde joven, poseía
un color níveo. Este hecho, que embellecía tanto mi persona, era burla de los
niños menos aptos y, desde pequeño, me procuró no diversas bromas de los
infantes compañeros: El Yeti, Copito de nieve, Lecheral. Incluso, el cura de mi
pueblo, con dos aficiones igual de importantes, la confesión y la botella, me
dijo en una ocasión, mientras sus ojos miraban achispados en dirección al bar, «A
ti, Ignatius, a ti no te confieso», en aquel entonces mis preocupamientos
teológicos florecían con fuerza y, preocupado por no recibir las palabras de
redención del páter le pregunté el porqué. La respuesta del santo varón
me anonadó: «Porque pecas». ¿Yo, Ignatius B.P.? Ejemplar canónico de la
pulcritud, persona libre absoluta de pecado, de mácula alguna. Le pregunté
indignado donde pecaba. «Pecas, pecas, pecas... Pecas hasta en el culo», y con
una sonora carcajada el muy bribón se giró en dirección a la taberna.
Pero no querría
extenderme en mis disertaciones de juventud adolescente más allá de remarcar el
hecho de mi piel y mis inextinguibles pecas, dolencia silenciosa de muchos
iguales a mí. Hace unas semanas acudí a los galenos del cuidado de la dermis,
enviado por mi médico de familia y es, en ese instante, donde se inicia este
elaborado informe social-médico-teológico. En todos estos años, mis pecas se
han reproducido sobre mi piel como las patatas crecen en el sembrao de un
labriego (en un principio se me ocurrió un símil acerca de las estrellas del
universo, pero la comparación patatística me pareció más apropiada,
sobre todo por el color marrón y la redondez).
El día P («P» de peca) esperaba
en la sala de espera del hospital mientras leía al bueno de Galdós, en el
momento de más hilaridad, un timbre sonoro y una voz megafónica, indicó
mi nombre y mi próxima entrada al despacho médico. Guardé el adorado libro en
mi mochila y entré a la consulta. Un doctor y una enfermera, sentados en sillas
de plástico, me saludaron muy serios los dos. Acto seguido, la voz de él me
ordenó me desvistiera hasta quedarme en calzones (él dijo calzoncillos).
*Anotación mental: llamar
calzoncillos a la digna prenda de los calzones es algo aborrecible y
propio de estos tiempos de desenfreno gramatical, el calzón, digno heredero del
jubón, debiera ser la única onomástica utilizada para la prenda íntima de todo
hombre y no ese ridículo nombre con terminación en diminutivo (-illo), como si
a los hombres de hoy día les diera vergüenza hablar sobre sus atributos y para
ello debieran usar nombrecitos como calzoncillitos, en clara
merma de los nobles atributos masculinos que protege dicha prenda, pero en fin,
mejor dejo a un lado las lances idiomáticas, pues como podéis leer perturban
con enorme profundidad mi ser.
Al desnudarme, el
blancor de mi piel entró en contacto con la luz solar proveniente desde la
ventana, el reflejo inundó la estancia y deslumbró a ambos profesionales que se
llevaron las manos a los ojos. La enfermera actuó rápida ante tal eventualidad,
fue hasta la correa, situada a un lado del marco de la ventana, y bajó la
persiana. El doctor abrió los ojos con lentitud, pasado aquel momento de estupor
y se levantó de la silla, lanzó un examen ocular previo sobre mi níveo cuerpo,
señalando con el dedo índice aquellos lunares que creía sospechosos de ser
investigados: nivus, lunares, pecas, granitos, protuberancias oscuras, costras alfacentauris,
etc.
La enfermera, con un
rotulador negro en mano, blandiéndolo en total verticalidad, apuntándolo al
techo cual lanza, se acercó hasta mí, y, siguiendo con extremo cuidado las
indicaciones del doctor, pintaba una media luna con una pequeña pirámide en el centro
del vértice curvilíneo, el semicírculo rodeaba cada una de las marcadas pecas
en mi cuerpo. Las señales negras tatuaron mi piel como a un vikingo, mi cuerpo
se asemejaba a uno de esos personajes de videojuegos, series o películas, tal
Dios Kratos de la Guerra, guerrero Nórdico que adoran jóvenes y no tan jóvenes.
El doctor me ordenó
levantar las manos, las levanté. Me ordenó me diera la vuelta, mientras la
enfermera seguía marcando y remarcando, con fuerza desmedida, sobre mi piel; en
ocasiones me daba la sensación estuvieran enfadados el uno con el otro y estuvieran
pagando su malhumor con mi adorable dermis. El médico solicitó a la enfermera
que trajera una camilla y ella, en el mismo tono profesional (¿serio-malhumorado?)
que su compañero, acudió a una sala colindante y trajo una cama-móvil con
ruedas. El doctor me ordenó estirarme boca abajo encima de ella. Como la
mayoría de hombres comprenderán, y esto es debido a recuerdos difíciles de
olvidar de mis tiempos universitarios, cuando un hombre ordena a otro ponerse
boca abajo, le entra (al que se tumba) un sudor frío que le atenaza el cuerpo
sin medida, produciéndole al tumbado una constricción del perineo y del agujero
nombrado por los romanos como anus. Pero continúo, debido a mi fe inquebrantable
en la profesión médica e, intentando borrar los recuerdos universitarios,
obedecí. La enfermera continuaba, al son de los señalamientos del doctor, su
ardua tarea de tatuar mi cuerpo; relajado por la postura adquirida empecé a
bostezar, tenía sueño y de no haber sido por las palabras dichas en tono bajo
por la enfermera me hubiera dormido allí mismo.
La sanitaria dijo: «pinta
mal».
Un escalofrío recorrió
mi espaldamen, el doctor gruñó, como asintiendo, con esa fría
aquiescencia profesional que destilan algunos galenos que ni ante el tumor más
maligno mostrarían el más ligero detalle de asombro. ¿Qué había visto la
profesional médica? ¿Qué examinaban los dos profesionales para que la tensión
en la sala se convirtiera de fría a gélida? ¿Qué tenía en mi cuerpo? Me vino
a la mente la palabra melanoma. ¡Claro, eso es! Es el fin. Las lecciones
aprendidas de teología acudieron hasta mí, visualicé los querubines, la
estratificación católica con su cúspide celestial y, a Dios (sea quien sea),
tendiéndome una mano, por supuesto la palabra hipocondriaco no acudió hasta mí,
eso es propio de gente de baja moral y poco conocimiento. Mi fe ciega en la
observación médica y en el conocimiento teológico más elevado arrastraba el
miedo lejos de mi persona, pero, a pesar de ello, en aquella habitación se
estaba cociendo mi perdición física. Rememoré acontecimientos cercanos y asentí
para mí, lo sabía, lo sabía, por eso me enviaban a una epiluminiscencia que no
había pedido. Escuché como la enfermera palmeaba contra la mano el rotulador y repetía
en tono bajo, «pinta mal, pinta mal», y el gruñido del doctor con cada golpeteo de ella atesoraba
la grave situación en la que me encontraba. Al estar boca abajo solo pude
imaginarme las caras de ambos, el pensamiento del doctor al tener que decirme,
«lo lamento, es incurable», por suerte mi arraigadas creencias me hacían más fuerte en las circunstancias oscuras de la vida. La enfermera se retiró
(debía estar muy afectada) hasta el escritorio, allí debió dejar el rotulador
sobre la mesa, escribo debió pues al estar echado boca abajo en la
camilla mi ángulo de visión era pésimo y solo podía suponer por los ruidos que sucedía. Escuché el típico sonido de una superficie alargada y plástica contra la mesa. Supuse había dejado
su lanza marcadora en el escritorio y continuaba con su «pinta mal, pinta mal» que me
intranquilizaba con enormidad dantesca, estuve a punto de girarme y
preguntarles, «Por el amor del Dios, ¿qué me ocurre? ¿Qué tengo? No se lo callen».
Pero en ese momento volvió la enfermera a los pies de la camilla, por el
rabillo del ojo observé que había cambiado de rotulador, ahora traía un
flamante artilugio de punta roja y, puesta su mano sobre mi pantorrilla, que
segundos atrás había horadado con el rotulador negro, trazó con una caricia
apenas imperceptible por mi sensible piel un nuevo círculo y dijo con una voz triunfal:
«Ahora sí, ahora pinta bien».
Entendiendo de súbito
la situación, me avergoncé, me puse rojo y el médico me preguntó si me
encontraba bien. Aludí que había bebido zumo de tomate y por eso el rubor en mi
rostro. Lo acontecido después fue una martingala burocratotécnica que no merece
narrarse en lo más mínimo. De ese día aprendí valiosísimas lecciones que espero
las venideras generaciones aprendan junto conmigo: a) no hay que hacer
suposiciones y b) el profesional médico, mejor, callado. Válgame el cielo, por San Doroteo.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia