martes, 31 de octubre de 2017

«Que no está muerto lo que duerme eternamente; y en el paso de los eones, aún la misma Muerte puede morir»

Estimados,

En este Halloween 2017 os traemos un especial de:
"Relatos de Terror"
... sin apenas terror. ^_^ ja, ja, ja

Abrazos. ^^
«Solo existe el amor» o «La negatividad os hará libres».
¡Vosotros escogéis!

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 29 de octubre de 2017

«Meetup letraheridos 2017-10-29. Dicen que los lectores son personas pacíficas... Vuelan bolígrafos, sillas, algún verso apócrifo de Shakespeare, gritos desgarradores y un implante dental mal arraigado; también hay sangre y narices rotas. El nuevo me dice: ¡Qué intensos! Niego y añado. ¡Hoy ha sido normal!»



Callo, callo.

Porque en el silencio es donde mejor nos expresamos, tú que no puedes escuchar y yo que no puedo hablar.

Callo, callo.

Ámame, pero ámame como solo tú sabes. Hasta que nuestros labios formen un fraternal sello alrededor de ellos, y nuestros abrazos, nuestras caricias y nuestros corazones bailen al unísono de nuestra desesperanza.

Callo, callo.

Porque a pesar de todo, nuestra sangre es la misma, formada por la misma materia, por el mismo sueño.

Callo, callo.

Y sin tener en cuenta tus desplantes consentidos, sigo susurrándote las melodías que tanto te gustaban.

Callo, callo.

Ahora sí, querida hermana,

ya callo...



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


martes, 24 de octubre de 2017

«Guarda silencio cuando no tengas nada que decir, cuando la pasión genuina te mueva, di lo que tengas que decir, y dilo caliente»

Estimados,

La bella durmiente variante Beethoven erótico. 👉👌👦👧

Consigna del meetup literario: cuento clásico de género erótico.

Abrazos.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 22 de octubre de 2017

«¿Dónde estaría el mérito si los héroes nunca tuvieran miedo?»
Tartarín de Tarascón
(Alphonse Daudet)

Habíase un lugar llamado Saltarascón.

No había en esa población un muchacho que saltara más que Saltarín, brincaba de buena mañana, al despertar de la cama, desayunando, mientras iba de camino al colegio, y en vez de caminar como el resto de alumnos, saltaminaba; en la propia aula, sentado, no podía evitar realizar una magistral pirueta cuando la profesora no miraba. De vuelta a casa, nuevos saltos, mientras comía, veía el televisor, se esforzaba con los deberes, rezaba al Dios Salto que está allá arriba en los saltos cielos, e incluso durmiendo, sus eternos brincos lo acompañaban siempre.
—Saltarín —advirtió la profesora un día harta de tanto golpeteo a sus espaldas—. ¡Para de saltar!
—Yo salto.
Y dicho esto, se volvió a casa saltando tan alegre. Cuando llegó allí sus papas se enfadaron mucho por que se había saltado las clases
—¡Saltarín! —dijeron al unísono los papas—. De saltar deberás de parar.
—Yo salto.
Dicha la frase saltó desde el balcón con una gran voltereta, digna de la mejor acrobacia circense, y aterrizó en el suelo. Marchó con una gran sonrisa en el rostro saltando por prados, caminos y bosques.
«¡Auuuuh! ¡Auuuuh!» Sollozaba una pequeña zorra en el suelo, observando a su cría caída en un enorme pozo. «¿Nadie rescatará a mi hijito caído en ese pozo?
—Yo salto.
Tan rápido como dijo esto Saltarín se arrojó al agujero, que poseía más de diez metros de profundidad, agarró al pequeño zorrito entre sus manos y se eyectó hacia la superficie.
La loba lamió a su pequeño y acto seguido atacó con furia a Saltarín, que lleno de sorpresa, esquivó el intento de mordedura con un ágil salto hacia atrás.
—No te fíes, pequeño saltador, de nadie en el camino.
Dichas las palabras, la zorra pareció calmarse un poco, con sus dientes agarró del pescuezo a su pequeño y desapareció entre los arbustos de aquel entramañado bosque.
Saltarín creció, ya era un adulto, que continuaba saltando alegremente por doquier. Salvó a muchos seres en su camino, a una anciana con la casa en llamas, a un niño que cayó a un abismo pero pudo salvar la vida, gente involucrada en un accidente automovilístico que con sus botes consiguió sacar de sus vehículos antes de que explotaran. Más no se detenía en ningún lugar, pues recordaba con amargura las palabras de la zorra.
Saltarín creció cada día un poco más, sus saltos también aumentaban con cada nuevo estirón que su cuerpo daba. Un día saltó tan alto que rozó el sol con sus manos; y con ese leve gesto, sufrió terror, pues de haber empujado un poco más con la mano el astro rey, podría haberlo desviado de su trayectoria cósmica y haber apagado la única luz que recibía su mundo.
Recapacitó, y no quiso saltar tan alto, a menos que alguna circunstancia temporal lo requiriera.
Un día la viento, pues en aquel mundo, a diferencia del nuestro, el transparente elemento era femenino se le acercó en sus habituales paseos por las nubes.
—¿Quieres casarte conmigo, Saltarín? —susurró la viento.
—Yo salto.
Pareció que aquella respuesta, un tanto ambigua por parte de Saltarín -aunque realmente no era de tal ambigüedad y Saltarín conocía muy bien la intencionalidad detrás de ella aunque el resto de nosotros no podamos llegar a intuirla- molestó con gravedad a la dama, quién conjuró huracanes, tormentas, lluvias torrenciales y rayos contra Saltarín.
Desde aquel día, decidió que tampoco saltaría tan arriba, que con saltar por encima de las copas de los árboles sería suficiente diversión, también esperaba no atraer más desgracias, ni a seres tan extraños, ni elevados.
«Salta, Saaalta... saaalta sin parar; salta, saaalta... feliz por aquí... Salta, saaalta... en un salto sin fin». Un ser encapuchado cantaba una rimosa canción de verso blanco, vestía un hábito, que al igual que los versos eran de inmaculado blanco, y escondía el rostro detrás de aquella vestimenta.
Saltarín había envejecido mucho en los últimos tiempos, y aunque sus saltos seguían siendo fabulosos como antaño, ya no poseían la mágica ilusión de cuando crío, quizá fuera por falta de empatía hacia los otros seres, que parecían envidiosos con sus piruetas o quizá fuera solo cosa de él, pues nunca acabó de integrarse del todo entre ellos.
Fuera como fuese, el ser de blanca vestimenta, que además portaba una guadaña y una hoz en las manos, se le acercó a Saltarín con una gran sonrisa en el rostro.
—¡Capo, qué bárbaro, Saltarín! Agarrá mi mano, ayudame a saltá.
—Yo salto.
Y Saltarín se alejó tan alto como pudo de aquel ser que le tendía las manos repletas de armas afiladas, pues en aquel momento intuyó que nada bueno depararía de ayudarle en nada. El ser blanco mostró una sonrisa aún más amplia y comenzó a perseguir a Saltarín por todos los lugares, y él, salta que te saltaras, cada vez saltaba más alto para evitar el contacto con aquel empedernido ser de blanca vestimentas y manos repletas de armas blancas, hasta que...
Un día salto tan alto, tan alto, tan alto, tan altísimamente alto... que escapó del control de la gravedad de su planeta, y flotó en el espacio, siendo engullido por él y viajando en la noche sin fin por todo el universo hasta el próximo salto cuántico.
—Yo salto.

Y Saltarín salteado este cuento ya se ha saltado.

Esto es verdad, y no miento,
y como me lo contaron,
os lo cuento.



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 15 de octubre de 2017

«No crean vuesas mercedes todos los palabros, ni crónicas, que narra un escribiente;
pues calaña de la peor mentira son dichas historias»
          Compré mi actual casa hace diez años. Situada en un barrio periférico en mi ciudad, una urbe reconocida mundialmente, tanto por sus logros como por sus tropelías.
          Al principio me atemorizó la compra y la palabra hipoteca me zarandeaba como el coco a los niños en la cama. Decir que mi poder adquisitivo no era muy grande, era un eufemismo para no querer expresar la cruda realidad de mi situación, además la zona escogida no acababa de cumplir con todas mis expectativas, no obstante, como quedaba cerca de casa de mis padres y de algunos amigos opté por arriesgarme.
          Era un barrio de gente trabajadora, nos levantábamos de madrugada y nos hacinábamos en nuestros ascensores a pie de calle para poder montarnos en esos transportes urbanos llamados metros. En un futuro no muy lejano, los arqueólogos se preguntaran por que nos hacinábamos en el subsuelo de esta manera tan borreguista, e inventaran teorías de todo tipo.
          Pero voy al quid de la cuestión... Al inicio de mi estancia descubrí una increíble costumbre que me sorprendió y desagradó a partes iguales.

          Me refiero a: «El saludo con escupitajo en el suelo».
         
          Recuerdo 1.
          Dos chavales se reconocieron en la lejanía, ambos llevaban camisetas de tirantes y pantalones tejanos cortos hasta la rodilla. Uno portaba seis pendientes en la oreja izquierda y mostraba una complexión delgada. El otro llevaba estampada en su camiseta azul las letras MILF y poseía una envidiable musculatura cultivada en el gimnasio. Ambos sortearon los coches mal aparcados, los contenedores de basura y se acercaron el uno al otro con desmedidos gritos.
          —Chirlaaa, ¿cómo vaeso? ¿ya te han petao el ojete?
          —Paco, maricón, ven paquí gualtrapón.
          De suerte, deducí que eran amigos. Yo me encontraba caminando por un lado de la acera mientras observaba de manera disimulada la escena. Entonces, ocurrió de repente, cuando los dos amigos se encontraron a dos palmos de distancia. Se produjo un característico sonido de succión, el regurgitar de sendas gargantas y finalmente el escupitajo en el suelo.
          Después se abrazaron, manteniendo la efusividad inicial y continuaron charlando mientras yo me alejaba con una profunda sensación de asco.

          Recuerdo 2.
          Aquel día salí pronto de trabajar, eran las siete y media de la tarde, y aún había claridad en el exterior. A principios de Junio el astro rey comenzaba a declinar con más lentitud y nos regalaba una preciada hora extra de luz.
          Crucé por medio de un parque camino de casa, cuatro pequeños árboles daban una escasa sombra, sin embargo, a pesar de su escasa frondosidad resultaban providenciales en época estival. En medio, una salvadora fuente y un par de banquitos de madera monopolizados por gente mayor.
          Observé a Saturnino, un anciano vecino de mi vivienda. Un hombre de ochenta y tantos años sentado en uno de los bancos de madera, vestía boina, camisa de manga corta y un bastón de reluciente madera.
          —Caballero. —Me saludó—. ¿A dónde va con tanta prisa? —El anciano reclamó mi atención levantando su bastón.
          Me acerqué a él, presto a devolverle el saludo y entrechocar las manos. Pero al aproximarme, y sin previo aviso, succionó, regurgitó y acto seguido escupió en el suelo a escasos centímetros de mis pies. Me quedé detenido por un segundo. Saturnino clavó sus pupilas en las mías y vi en su rostro cierto aire de desconcierto, como de quien espera algo que no sucede. Recuperé la templanza, estreché su mano y le saludé. Estuvimos conversando unos minutos y después marché a casa.
          Tenía al hombre por un viejito culto, educado, pero ese escupitajo en el suelo me dejó anonadado. En fin, debía ser cosa de la edad y no le di más importancia.

          Recuerdo 3.
          Mi barrio era una gran montaña donde empinadas cuestas alejaban a los extranjeros que venían a visitarnos. Los primeros moradores debieron encontrar muy seguro edificar aquí sus hogares, pues ni el diluvio universal ni las plagas bíblicas conseguirían llegar tan alto.
          Sin embargo, para los conocidos y familiares acercarse a mi barrio se convertía en una serie de pruebas atléticas, coronadas con sudores y jadeos insoportables, que evitaban ante cualquier invitación mía.
          De este hecho se hicieron eco las autoridades locales y con el paso de los años impusieron atisbos de civilización. En algunos lugares estratégicos instalaron escaleras mecánicas que nos permitieron sortear las dificultades del terreno.
          Aquel día estrenaba uno de aquellos prodigios de la modernidad, y subía por una de ellas en dirección a mi hogar. De repente, escuché de nuevo aquel sonido tan típico del pre-gargajo, la succión, el ruido gutural y la posterior acción de escupir. Por el sonido tan grave deduje que sería otro amable viejecito, de voz enronquecida, piel ajada por la edad y laringe destrozada por ron cacique, tabaco negro o algún producto similar.
          Con disimulo me giré para observar a quien tenía detrás de mí. Mi sorpresa fue inmensa al descubrir a una jovencita, de no más de veinte años, hermosa y bien arreglada mirando en mi dirección. En aquella escalera mecánica no había nadie más, así que solo aquel bello ángel podía haber realizado tan gutural acción. De nuevo, mi estupefacción ante aquel hecho me dejó más que anonadado.
          Hombres, ancianos y ahora una chica. ¿Es que todo el mundo escupía en mi barrio?

          Recuerdo 4 y final.
          La reunión de vecinos transcurría animada. Habíamos acudido más de la mitad y por una vez había quorum. Todo un logro si se tenía en cuenta que la media de personas por reunión era de cuatro y en total vivíamos más de treinta personas en el inmueble. La alegre convocatoria ya estaba tocando a su fin.
          Saturnino se recostaba tranquilo en una esquina, apoyando las dos manos en su bastón que le servía de agradable soporte para sus cansadas piernas. El resto de vecinos estaban especialmente alegres. Entonces, sin previo aviso, Saturnino alzó su bastón, como siempre que deseaba reclamar la atención sobre alguien, y posó sus ojos sobre mí.
          —Perdonad mi intromisión queridos convecinos, pero antes de finalizar la reunión, debemos comunicarle lo que hemos hablado —Esto lo dijo mientras me observaba fijamente y el resto de vecinos posaban en silencio sus miradas en mí.
          «¿Qué sucede aquí?», me alarmé. «¿Qué me querrán transmitir?», volaba veloz mi pensamiento por la autopista de mi imaginación.
          —Estimado —dijo Saturnino con voz melosa— eres un hombre educado. Además eres un buen vecino, amable, atento, sin embargo debemos hacerte notar una desagradable falta en tu comportamiento.
          Asentí expectante y con curiosidad por saber. «¿Qué es lo que había dejado de hacer que pudiera molestar a aquellas personas?»
          —Verás, pues el caso es que jamás escupes, ni al despedirte, ni al saludar.
          Por un momento no supe si reír ante lo que escuchaba.
          —Debes saber —continuó Saturnino con voz serena—, que esta tradición está muy arraigada en este barrio. Yo te he escupido infinidad de veces y no me has devuelto el escupitajo. Incluso mi nieta, una jovencita muy tímida te escupió el otro día para saludarte en las escaleras y ni contestaste.
          —Pero... escupir es asqueroso —chillé casi al acto.
          Los vecinos se miraron alarmados los unos a los otros. María Eugenia, la de la tercera planta exclamó: «Santo Jesús», a la par que se santiguaba. Martín Escudero, el del ático, murmuró: «¿A dónde iremos a parar?". Perico, mi vecino de planta, tampoco pudo dejar de expresar su indignación: «La juventud de hoy...».
          —Comprendo —anunció Saturnino, que lejos de enfadarse mostró una sonrisa tierna y gesticulando con las manos solicitó silencio a los presentes—. Pero debes relajar tu anticuado sistema de valores. Lo que es incorrecto para unos es síntoma de educación para otros. Aquí, la buena conducta de urbanidad es escupir en el suelo antes de saludar. ¿Verdad que si acudes a una casa japonesa te descalzarás antes de entrar? ¿O si comes en Nepal lo harás con las manos? ¿O comerás hormigas cuando te las ofrezcan en un ágape en Colombia? Todas esas situaciones, de normal desagrado en nuestra cultura, son típicas muestras diarias de una urbanidad propia. No pienses en ellas como un simple tema de gusto o disgusto, es una cuestión de respeto.
          Saturnino no dijo nada más. Yo no respondí. El resto de vecinos dio por concluida la reunión marchando cada uno a su casa.


          Saturnino me saludó a lo lejos en el parque. Me acerqué a él como de costumbre. A un metro de distancia recogí aire con fuerza, tragué saliva y, con un estrepitoso regurgitar en mi laringe, escupí el fluctuante liquido al suelo.
          Mi vecino sonrió alegre y realizó la misma acción al instante. Presto, me entrechocó la mano con una sonrisa paternal dibujada en el rostro.


  

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martes, 10 de octubre de 2017

«Nuestro primer recopilatorio digital listo para descarga gratuita en la plataforma LEKTU»

Estimados,

Cine de ayer y de hoy en nuestro canal aquiescente de youtube (clica aquí para ver el vídeo).

Por supuesto, si deseáis apoyar el blog comprando un ejemplar en Amazon, sois bienvenidos:


#lektu

Abrazos. ☺️☺️☺️☺️☺️
«Solo existe el amor»


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domingo, 8 de octubre de 2017

«Y llego a los campos y extensos recintos de la memoria, donde están los tesoros de innumerables imágenes tomadas por los sentidos.
Allí también me encuentro ‘conmigo mismo’ y me acuerdo de mí y de qué hice, cuándo y dónde y de qué modo estaba afectado cuando lo hice […]
Y de allí viene la capacidad de pensar, construir imágenes del pasado y prever el futuro»


Me encuentro en un vasto campo de ensueño, lo último que recuerdo es haber leído un tomo del maestro Hipona, antes uno de Freud y antes de ese uno de Jung. ¿Estoy soñando? No lo sé.
Solo veo ante mí una inmensa galería de espejos cuasi infinita. Me rodean por todos lados, por todas partes: grandes, pequeños, ovalados, cuadrados, hexagonales, redondos, oblongos y hasta verdiazules...
Conforman una reflejada amalgama de mí con formas inimaginables e, incluso el suelo que piso, lo forma un gran espejo de reflejos multicolores. Riela mi forma onírica de maneras que desconocía, alargada, amplia, expansiva y, sobre todo, escurridiza. Este pensamiento no es una creación original de mi psique, pues la mayoría de recuerdos perviven de manera soterrada en nuestro inconsciente, lo que creemos fresco, original, creativo, no es más que un plagio involuntario almacenado en esta extraña antesala de la memoria; quizás provenga de Alicia en el país de las maravillas, o de aquel personaje de mi infancia llamado Bermudillo, o tal vez de una olvidada película de magia y fantasía protagonizada por un musculoso actor alemán de apellido impronunciable.
Mientras mi onírica sombra se aleja de mí, ajena a mis propias divagaciones, me deslizo discretamente por la inmensa sala. Me fijo en un espejo, hay una imagen, no soy yo. Ella acostada a mi lado. El reflejo de antaño evoca el olor de su pelo, los sentimientos, esos nervios anclados en la boca de mi estómago y la incipiente erección.
«Hola cariño, buenos días», mi formula matutina habitual. Ella se da la vuelta y sonríe. La sonrisa queda enquistada en el espejo para siempre. A su lado otro espejo de forma cuadrada, con esquinas puntiagudas y afiladas, me devuelve otra imagen. Ella se levanta cortante con la vida y apaga su enfado conmigo respondiéndome al, "Hola cariño, buenos días", con un seco «Déjame dormir». Efluvios de tristeza se mezclan en la melancólica imagen del pálido reflejo del segundo espejo.
Avanzo por la sala, un nuevo espejo —no acaban nunca—, el tercero en discordia forma una extraña silueta fálica. Todo es negrura. Revivo la desesperación del deseo, ya no poseo el tiempo de utilizar mi repetida formula de despertar. Unas manos buscan hambrientas el objeto de mi deseo. Siento, siempre a través del espejo, el tacto caliente de falanges en mi abdomen. El espejo muestra una oscuridad parcial, atenuada por un ligero brillo de luz que entra por una rendija, la claridad de unos ojos entrecerrados. Las manos continúan exploradoras, chiquitas pero fuertes, el espejo refleja un leve temblor proveniente de algún lejano lugar. Entonces, una explosión lumínica emerge de su superficie y una luz blanca, cegadora, hambrienta, tan antigua como el tiempo, ahoga la negrura del reflejo.
¿Acaso el siguiente espejo tendrá de nuevo relación con mi alcoba?
No. No es así porque...
Entonces despierto.
«Buenos días», digo en la habitación vacía, en voz queda, invocando a la nada. Y convivo por unos segundos con la solitaria soledad pleonástica, una reverberación onírica que sacude con fuerza mi cuerpo, mis recuerdos y otras partes de mi ser más elevadas. Algo en mi interior, la intuición superior me dicta que no existen dos espejos iguales, dos redundancias memorísticas en mi psique. Para mi pesar, sí las hay. Relaciones iguales, tratos iguales, malos comportamientos programados de idéntica índole.
Así, de esta manera, se crea un nuevo espejo mnémico que evocará por siempre, en mi vasto salón de espejos, la esencia de mi soledad. El propio lugar formará parte de un nuevo espejo en una redundancia infinita hasta mi muerte.
  



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domingo, 1 de octubre de 2017

«Meetup letraheridos.
2017-09-30.
Consigna: Narrar un cuento clásico según un género literario obtenido de forma aleatoria. La papeleta, escrita a mano, que me tocó en sorteo contenía la palabra "erótico"».
S. Bonavida Ponce


            Talía, dormida por un profundo hechizo, me espera al final del torreón. Recuerdo las palabras de Hada Madrina y me fijo en la escalera de caracol. Los peldaños, demasiados para mi ansia, me separan de la joven; pero no impiden a mi corazón desbocado, peldaño tras peldaño, ascender en busca de su salvación.
            Al fin, llego a lo más alto. Abro la vieja puerta de madera que cruje ante mi empuje y Talía, una durmiente bella, me espera estirada en el lecho de piedra.
            Me acerco. Desde mi elevada perspectiva observo la esbelta figura, senos que conforman una ligera protuberancia, pelo largo que retiro con el dorso de mi mano y entonces me fijo en los labios carnosos. Mi dedo índice recorre la superficie ovalada de la boca, después acaricio la mejilla con el mismo dedo y recupera el color. La palma de mi mano masajea el cuello, arriba, abajo. Un leve suspiro surge de la bella garganta. Mi mano abandona el rostro para deslizarse, por encima del vestido, hasta la altura de los senos. El vestido es suave, muy fino y mi dedo nota el pezón endurecido al contacto; no pretendo ser grosero, por eso mi otra mano, acude presta al otro pecho y, disculpándose por la tardanza, pellizca con dura suavidad el pezón gemelo.
            Arquea la espalda y emite un pequeño jadeo, pero continúa sin abrir los ojos. Mientras abandono una de mis manos a los envites de los senos, deslizo la otra en la desesperada búsqueda del despertar. La mano, la que baja, se introduce por el interior de la falda. Extiendo toda la palma por la covacha baja y, al igual que las antiguas lavanderas, froto con ahínco mano contra roca; prestando especial atención en el mágico dedo corazón. Arriba. Abajo. En círculos. Y otra vez vuelta a comenzar. Jadea ella, jadea sin parar. Hasta que en un momento de dicha, apoya la cabeza contra la piedra, arquea de forma desmedida la espalda y exhala un pequeño grito, pero continúa sin despertar.
            De repente, un olor, un fulgor y un estruendo mágico; retiro las manos del cuerpo de Talía.
            —¿Se puede saber qué haces? —pregunta Hada Madrina.
            —Lo que me dijisteis. Un manoseo.
            —¡Un beso! Dije un beso.




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