Pasó el tiempo y el poblado de Erna se unió a otra horda.
La historia de esta anexión era simple. En aquellos tiempos de cortos linajes y frecuentes batallas, el Kan de la aldea de Erna se encontró desafiado por el líder de un poblado mongol rival... y murió.
El nuevo Kan fue pragmático, incorporó las nuevas adquisiciones sin ninguna clase de vejaciones a su horda, a excepción de toda la familia del antiguo Kan a la cual mató sin dilación.
Erna fue el único en atreverse a preguntar: "Has matado al guerrero, ¿Por qué matas a su familia?"
El nuevo Kan se le acercó lentamente y con una mirada de sangrienta seguridad dirigió su yagatán en dirección a una perra que amamantaba a sus cachorros. El nuevo Kan levantó su arma al aire y de un solo tajo mató a la perra. Uno de los cachorros aulló asustado y se abalanzó con más rabia que peligro contra el caudillo mongol. Un instante después este cachorro también caía fulminado por el tajo mortífero del yatagán del nuevo Kan. Los demás cachorros siguieron la misma suerte. El Kan envainó su espada al cinto y sin decir nada giró sobre sus piernas.
Pasaron dos años. La nueva horda era completamente trashumante. No paraba ni tomaba asiento en ningún lugar. Se alimentaban de la caza y de los saqueos y tributos que indistintamente se cobraban de las tribus campesinas.
Este constante movimiento brindaba a la horda una mayor maniobrabilidad y disminuía la posibilidad de ataques. Además, así cubrían más terreno y poseían mejor control sobre las aldeas tributarias.
Un día llegaron a una aldea mejor armada de lo habitual. Poseía un alto cercado de estacas afiladas y un pequeño foso. Aquel lugar se encontraba en los límites de la marca septentrional y no constaba en ninguno de los mapas de la horda.
Los lugareños se negaron a abrir la puerta. De este modo negaban su pleitesía a sus nuevos señores. Ese gesto marcó el inicio de una cruenta batalla. Cuando la horda llegaba a un poblado mataba a un par de hombres por mera tradición, después los guerreros que quisieran saciar su apetito sexual podían hacerlo con las mujeres de los vencidos, y por último escogían a los niños más fuertes como futuros guerreros.
Pero en este caso sería distinto. Debían morir todos.
La incursión duró una semana. El poblado resistía ferozmente. El ánimo de Bárnabas era sombrío. Su Kan era un buen luchador pero un pésimo estratega. Aquello soliviantaba sobremanera los ánimos del ya no tan joven Bárnabas. Su frustración crecía ante las estúpidas órdenes de su superior.
Al sexto día de asedio, Bárnabas recibió una orden directa de su líder que desobedeció, la maniobra era estúpida y lo exponía a morir con seguridad bajo los yataganes enemigos. Con furia, el Kan ultrajado le lanzó un tajo por sorpresa en la espalda, ataque que pudo esquivar.
Un destello fugaz. Dos yataganes chocando en el aire. Una lucha dentro de otra lucha. Cuchillos escondidos que buscaban la carne. Y un estertor...
El Kan había muerto. Bárnabas se había convertido en el nuevo Kan.
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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia