domingo, 31 de marzo de 2019

«El caballito de madera salió al galope hacia las cuchillas de la cosechadora»

Llegó hasta mí, hará unos meses, el libro de un estimado compañero de letras, me refiero a mi buen rauchense, Juan Esteban Bassagaisteguy.

Debe esta población argentina, Rauch, sentirse honrada con semejante ciudadano, pues resulta todo un regalo leer sus relatos de terror con los horrores oscuros, los monstruos infernales o la simple perfidia humana que pueblan sus páginas.

Juan nos regala, a través de las páginas de su antología, un terror nada frecuente, un terror descarnado, un terror cruel en ocasiones, mezquino, con personajes cercanos y temores que lo son aún más, por la cercanía y la rabia con la que desmadeja las situaciones y las complicaciones humanas ante el abismo de lo incomprensible.

Recuerdo un relato en especial, y hay muchos que me gustaron, pero quizá este, por tener a un protagonista español, y por esa simple proximidad lectora hacia lo propio, fue el que más me gustó, me refiero a Un muerto en el ropero.


Muchísimas gracias, Juan, por este regalo.
S. Bonavida Ponce


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 24 de marzo de 2019

«Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido»


Se fijó en ella sin parpadear, de porte noble, rostro marmóreo y piel esculpida en la blancor de las estrellas, así apareció, Lucía Palladi, en la gran sala del napolitano castillo dell’Ovo. El esplendor de la marquesa de Bedmar, que bien podría parecerse a un excelso cadáver revivido, una belleza exótica venida a la vida, «la Muerta», como más tarde la llamaría, resplandeció nada más entrar en la enorme estancia. La antecedía un séquito curioso de barones, duques, doncellas y familiares de todo tipo de linajes, entre ellos algunos malvenidos parvenus, personas con una recién adquirida cartera millonaria, nuevos fashionables carentes del fino porte que poseía Lucía.
Promovido por la ansiedad, nuestro protagonista y Lucía, según protocolo, se presentaron por mediación de terceros. Los amarmolados suelos de la estancia reflejaron las primeras sonrisas y el aire transportó las primerizas fórmulas de rigurosa cortesía, intercambiaron linajes, títulos e impresiones, frases por lo general estudiadas y aburridas. Hasta que...
—¿Sabíais, mi buen Juan, que Virgilio aseguró que bajo los cimientos de este castillo se esconde un huevo mágico? —Lucía tosió, y aunque el gesto afeó su rostro, su interlocutor jamás podría haber pensado tal cosa de ella.
Él negó con la cabeza, extasiado ante las palabras, el porte, la pálida belleza y el candor con el que narraba la leyenda.
—Así es —continuó con una sonrisa—, y sin ese huevo bajo nuestro pies, este castillo sería destruido y con él toda Nápoles.
Él asintió realmente interesado, pero sus ojos traicioneros bajaron hasta el escote de Lucía, escote escondido detrás de una hilera de fina pedrería cosida al tul del vestido, un arco invertido donde los deseos del protagonista se perdían en imaginaciones veladas, ella sonrió, le permitió su espacio.
—¿Podríamos cartearnos? —preguntó, de improviso, recuperado el aplomo.
De nuevo, una nueva sonrisa, ¿cómplice?, con un pasmo de sabia perplejidad reflejado en aquellos ojos mayores que los de él, casada en segunda nupcias, viuda, de nuevo soltera.
—Tal vez en otra ocasión... —Ella le ofreció la mano a modo de despedida.
A pesar del inicial desplante, hablaron durante el tiempo que les fue concedido en Nápoles, pues el reino de las dos Sicilias no se prestaba a la durabilidad. Los platónicos amigos dieron buena cuenta de los encuentros en castillos, paseos por la bahía, en casas de campo. Más tarde él abandonó Nápoles, mas no la impronta de la belleza de Lucía, que por respeto a su memoria transmutó el apodo, «la Muerta», por el de «La Dama Griega». Los sibilinos ecos de sociedad, escritos en parcas palabras en noticiarios dañinos, repetían el secreto a voces de la belleza cadavérica de Lucía: enferma de tuberculosis. Años más tarde se reencontraron, él acompañado de su esposa, más joven, ella de su esposo, un conde o duque, no importaba el rango. Pudieron hablar unos momentos y resurgió entre risas el manido tema del huevo mágico. A pesar de sus respectivos compañeros, de la enfermedad de ella, de nuevo, Lucía sonrió como en la sala dell’Ovo años atrás. Sin venir a cuento él recordó el día de su boda, evocó los vivos y ardientes romances con otras, y miró con profusión a los ojos de Lucía. Se despidieron con cariño. Tres años más tarde Lucía moría. Él llegó a pensar, en algún momento de su existencia, que era la mujer a la que más había querido.




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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 17 de marzo de 2019

«El arte parece ser el empeño por descifrar o perseguir la huella dejada por una forma perdida de existencia»

La conocí por vez primera a la edad de ocho años. Teníamos un gato en casa, lo llamábamos Calcetines, y, aunque no era mayor, una afección cardiaca le envejeció la vida. Calcetines deambulaba cansado por el hogar, con la lengua fuera, agotado. Daba pena verlo. Un día mis padres marcharon a comprar, Calcetines se arrinconó en el comedor, empezó a toser a intervalos regulares, como hacía de vez en cuando, aunque en aquel ataque emitía tosidos más graves, más estertóreos. Entonces, sin previo aviso, cayó fulminado al suelo, me levanté asustado del sofá, pero me paré en seco cuando la vi; una señora, vestida con un entallado traje marengo me daba la espalda. No había parpadeado desde que me había puesto en pie, pero ella, por alguna clase de prodigio, había aparecido de la nada sin  que yo me diera cuenta. Su elegante perfil se contoneó al dar un par de pasos hacia Calcetines y, por un instante, se quedó quieta, intuí que ignoraba mi presencia aunque conocía de ella y, así, los tres seres quietos que conformábamos aquel atípico lienzo hogareño, nos encontrábamos en el salón de casa; La señora de Marengo, Calcetines tumbado en el suelo y yo. La señora se agachó y desde el suelo giró la cabeza, se llevó el dedo índice a la boca, tenía las uñas pintadas de negro y sonrió. No dije nada. Cuando la señora volvió a posar su mirada sobre Calcetines, la acompañó con una caricia, para mi sorpresa Calcetines se levantó de un brinco, la saludó con un maullido histriónico, como los que emitía en los buenos tiempos, lanzó el cuerpo contra el de la señora, con cabeza y hocico como ariete, y pude escuchar un fuerte ronroneo proveniente de nuestro gato. Ella le seguía rascando detrás de la cabeza, sin que Calcetines ofreciera resistencia, lo agarró con las manos, lo alzó y lo acunó. Él seguía ronroneando en las manos de la extraña mientras sus ojos me dirigieron una mirada felina repleta de cariño y, de igual manera que apareció, ambos, desaparecieron de súbito. Al llegar mis padres, mi madre miró a la esquina, lloró mucho, mi padre llamo al veterinario, este llego media hora más tarde, puso a Calcetines en una bolsa y se lo llevó....


Años más tarde la reencontré. Pedaleábamos el grupo de amigos del pueblo, íbamos por el camino alto de Vall de Polsa, una senda estrecha que serpenteaba la montaña cercana a la población de mis abuelos. Gerardito, un amigo del grupo, un tanto intrépido, derrapaba con temeridad suicida en las curvas, pavoneándose ante las chicas de su destreza, ellas reían, y otros lo mirábamos entre envidiosos y preocupados. No es que fuera un camino peligroso, de haberlo sido los padres nunca nos hubieran dejado practicarlo, pero Gerardito conseguía que las acciones más inocuas se convirtieran en ritos plagados de peligrosidad. En una curva no calculó bien la distancia de frenada, y, él y su bicicleta, salieron despedidos de la senda, para precipitarse por aquel giro del camino. No había mucha altura hasta abajo, por suerte el camino se enroscaba a la montaña proporcionando poca altura entre niveles, con la caída le esperaba, a lo mucho, un dedo, una nariz o, quizá, una pierna o mano rota. Al acercarnos al borde vimos su cabeza empotrada contra una piedra y un hilillo de sangre se le escapaba de la sien. Desde nuestra altura, al principio incrédulos, observamos como el pequeño reguero rojo se escapaba de la cabeza de nuestro amigo, manchando la roca sin detenerse; entonces Sara comenzó a chillar. Yo iba a bajar, a auxiliar a mi amigo, pero entonces vi como Gerardo se reincorporaba de un salto desde la piedra, a su lado, una mujer elegante le preguntaba algo, él la saludó, reconocí en la silueta que contenía el ajustado traje a La señora de Marengo, mi vieja conocida. Gerardito y ella hablaban animadamente, mi amigo levantaba enérgico las manos, con sus aspavientos parecía explicarle, orgulloso, su salto en bicicleta y la posterior caída. Ella asentía, y, en uno de esos gestos aquiescentes, la señora giró la cabeza hacia mí y, mirando directamente a mis ojos, me sonrió. Sara, una de nuestras amigas, comenzó a chillar el nombre de Gerardo, Inma también lloraba y se sorbía los mocos, Pedro apenas inició un tortuoso descenso, el que yo mismo debería haber iniciado por el terraplén para ir a ver a nuestro tendido amigo. La señora de Marengo inclinó levemente la cabeza, apretó la comisura de los labios, como forzando un silencio que me invitaba a callar, de nuevo, no dije nada. Ante mi mutismo y total inexpresividad, se giró hacia Gerardito y le sonrió, él cogió la mano, quien continuaba realizando gestos alegres con la cabeza, movía la boca y, en un suspiro, ambos desaparecieron. Una hora después la ambulancia llegaba, los camilleros taparon el cuerpo de Gerardito con una sábana y, con la silenciosa procesión de padres, cargaron el cuerpo en el vehículo.


Tenía treinta y dos años. Me encontraba sentado en una silla de la cafetería AIER, un local frecuentado del centro donde solía pararme a tomar un café, degustaba así el día, leyendo un periódico dominical. Era un día nublado y las oscuras nubes amenazaban lluvia, alcé la taza y sorbí el brebaje parduzco, al bajar la mano, La señora de Marengo se encontraba delante de mí, vestida con su característico vestido grisáceo, que en aquella ocasión lucía un tono más azulado, y la sempiterna sonrisa en el rostro. No dije nada. Giró la cabeza y miró en derredor, a todas las personas del local, se llevó coqueta un dedo a la boca y, en un gesto impetuoso de cabeza, me animó a salir del local. Por un instante la miré, los pelos de la nuca se me erizaron, como había pagado la cuenta me puse rápido la chaqueta y, sin más dilación, sin apenas mirar a aquella mujer, ni aunque fuera de soslayo, salí apresurado a la calle. Apenas di siete pasos cuando, a punto de voltearme, un tremendo estruendo me sacudió, sentí una inmensa opresión en la espalda y, ¿el aire?, me empujó tan fuerte que di con mi cuerpo en el suelo, rasqué con la barbilla el asfalto, sentí el sabor de la sangre en mis encías y un pitido muy agudo penetraba el interior de los oídos. Únicamente veía piernas a mi alrededor, guijarros y cristales en el suelo, el pitido remitía, escuchaba voces, muchas personas a mi alrededor, un hombre y una mujer me agarraron de los brazos y me sentaron en un banco. Una multitud se aglomeraba a la entrada de la cafetería, «...rrorismo», llegué a escuchar. Una inmensa nube de humo surgía de AIER, la puerta de entrada reventada y las cristaleras destrozadas, ahora escuchaba sirenas de ambulancias y coches policiales a lo lejos que se acercaban cada vez más rápidos. Enfoqué la vista y me percaté, en medio del humo, de los cristales rotos, de las mesas y las sillas calcinadas, de las miles de astillas repartidas por el suelo, hecho añicos todo el mobiliario, mientras La señora de Marengo abrazaba a los contertulios, que reían animados entre ellos y con ella, alegres se sentaban en imaginarias sillas que no existían, se apoyaban en mesas inexistentes y tomaban refrescos en tazas que tampoco estaban allí, la señora les daba palmadas en los hombros y les acompañaba en sus risas. «¡Mire aquí! ¿Cuántos dedos ve?», me dijo la voz de una mujer vestida de blanco, mientras levantaba tres falanges de la mano y me dirigía un molesto haz de luz directo a mi pupila; parpadeé, levanté también tres dedos de mi mano y no dije nada. Cuando volteé la cabeza hacía la cafetería, en su interior, ya no había nadie.


Podría enumerar al menos una decena más de veces que tuve encuentros con La señora de Marengo, pero el relato de esta extraña amistad se podría resumir con la única vez que me habló...


Los créditos finales de una película ascendían en el televisor de mi solitario hogar. La vida no me había proporcionado pareja, ni hijos, aunque era un cincuentón feliz y, estirado en el sofá de mi casa, disfrutaba el visionado de una antigua película de los años noventa. «¡Interesante el giro final, ¿verdad?», me sobresalté, La señora de Marengo, sentada a mi lado en el sofá, sonreía mientras me miraba fijamente a los ojos. No dije nada. Señaló con su índice a las letras de final de créditos, y añadió, «La chica fue violada y asesinada por el padre». ¿Violada? ¿Por el padre? ¿Por qué decía aquello? Le repliqué que no tenía sentido, que el padre de la chica, había sido un buen padre, que se preocupaba por ella, que seguramente la muchacha había desaparecido fruto de aquella mala amistad que era William o su amigo el cerrajero, pero La señora de Marengo cruzó las piernas con lentitud, soltó una diatriba de porque ciertos acontecimientos, debidamente ocultos por la hábil directora, podían dar a entender que el cadáver de la muchacha se encontraba enterrado debajo de la casa paterna, que el personaje del padre había manipulado a todos, engañando hasta tal punto al espectador, por obra de la sibilina trama, que la audiencia en general pasaba por alto importantes pistas. La señora de Marengo, a modo de Sherlockhoniano epílogo, levantó el dedo y espetó, de manera arrolladora, que los múltiples detalles conducían inevitablemente a aquella conclusión. Pensé detenidamente lo que argumentaba, el sótano, el peluche que los policías nunca encontraron, el desaparecido amigo sospechoso, el cerrajero sobre quien recaían todas las sospechas y, que, sin embargo, no cuadraba con el resto de las pistas, el ineludible cabo suelto del final, ambiguo, descorazonador, con la policía bajando la cabeza y alejándose de la casa paterna sin encontrar a la desaparecida hija, y con la certeza en el aire que cualquiera en el pueblo podría haberla hecho desaparecer, pero no, no era cualquiera, el cúmulo de pistas que, de manera muy ambigua, apuntaban al padre, se encontraban flotando por doquier, a la vista de un espectador sagaz y, entonces, repasando las palabras de La señora de Marengo, me di cuenta que tenía la razón, la pista que pasó por alto la policía, el rastro de huellas que no coincidían, el pelo del peluche en la chaqueta... Me reí muy alto, resultaba cristalino ver como el director había jugado con los espectadores, una trampa dentro de otra trampa, un ardid de muñecas rusas muy astuto para desviar la atención, reí de nuevo, agradecí a la mujer la atenta visión, el descubrirme, con todo su esplendor, el gran final de esa película. Ella me sonrió sosegada, apoyó la palma en mi hombro... y volvió a sonreír.


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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


lunes, 11 de marzo de 2019

«Tal es el fin de todo el condicionamiento: hacer que cada uno ame el destino social, del que no podrá librarse».

Blanco, negro y el gris, con todos los degradados imaginables, eran los únicos colores que dominaban aquel mundo. Chaquetas blancas o negras, pantalones con rayas grises, infinidad de ellas, gafas acarbonadas, peinados alzados al aire con asquerosas espumas blancuzcas; incluso, en ese devenir, se eliminaron palabras, verde cambió a griserde y los prados pasaron a tener un color grisáceo que evocaba al antiguo color, pero sin emularlo, por supuesto, con el tiempo, la cantidad tonal de gris venció a la proporción del antiguo color, también el mar ya no era de azul sino blanzul, algo más blanco que nada, que reflejaba el variante cielo, blanco despejado o negro tormenta.

Todo el cambio no ocurrió de repente, el efecto a escala mundial llevó años, pero la verdadera base se asentó en el ~Edicto Color Final~. La ley, casi de orden mundial, se efectuó cuatrocientas cincuenta años atrás, exactamente desde este mismo día a tener en cuenta; en él se abolieron colores que perturbaban a una gran parte de la población, pues la mayoría de personas, en los lustros previos al edicto, habían adquirido una dolencia, acromatopsia blefaramialgia, una anomalía en la visión, consistente en la dolencia a visionar cualquier color que no fuera, blanco, negro o gris. Una enfermedad congénita que, por alguna clase de azar o desazón planetaria, había proliferado en los recién nacidos de los últimos diez años e, incluso, se recrudeció en los dos últimos, volviendo más sensibles las células fotoreceptivas de las retinas de todos aquellos que la padecían.
El desenlace, obvio, motivó el sabio decreto, más conocido con las siglas ~ECF~.
~ECF~ no acabó de inmediato con la supurante amalgama multicolor que, otrora, imperara en la vasta tierra: desde el norte hasta el sur, desde el este hasta el oeste, desde el epicentro a la estratosfera, y unos millares de kilómetros más, hasta llegar, incluso, a los sendos satélites, G-S1 y G-M2, que orbitaban en ruta geoestacionaria.
El cambio no fue fácil, los cambios nunca lo son, se tuvieron que reprimir —de manera violenta— ciertas manifestaciones, rebeldías de algunos aprensivos que se hacían llamar discriminantes positivos, rebeldes egoístas a favor del color y en contra de aliviar el padecimiento de sus congéneres. Aducían estúpidas consignas tales como: «el color es diversidad», «los colores son tu patria», «nacimos de un estallido de color», y similares proclamas sicodélicas nacidas al albur de un movimiento pos-jipicolorista. Movimiento detenido y erradicado gracias a la acción global conjunta de muchos líderes.
El segundo paso, gracias a los avances genéticos, un alarde de la ciencia, alteró la síntesis aditiva de color en las tonalidades cutáneas, eliminando aquellos pigmentos que no fueran de la familia del blanco, negro o gris —obviamente, en todas sus dicotómicas variantes—. Nada de amarillos, marrones, castaños, aceitunados (¿llegaron a existir?), verdilampiños u otras variantes dérmicas. No más.
La moda con el tiempo impuso el gris, quizá por ser el que más variantes ofrecía —si acaso, a aquella paleta pálida-oscura, podría llamarse variedad—, entre el populacho. Los mandatarios de alto rango se reservaron el negro para sus vestimentas, fueran oficiosas o privadas y, únicamente el blanco, lo vestían presidentes, doctores —magnas cums laudes— o eruditos, que santificaban con tan brillante color, su poder, conocimiento o simple superioridad.

¡Recordad, recordad el gran ~ECF~!
¡Loor! ¡Loor! ¡Loor!
¡Larga vida al blanco, negro, gris! 


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jueves, 7 de marzo de 2019



letraherido, da
1. adj. Esp. Que siente una pasión extremada por la literatura.



Este es el boletín que nuestro colaborador, S. Bonavida Ponce, maqueta bimensualmente.

Forma parte del club de lectura-escritura Letraheridos y contiene recomendaciones lectoras, relatos y estadísticas.


En formato PDF, epub, mobi y azw3.




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lunes, 4 de marzo de 2019


«El claro de luna convierte al hombre más civilizado en un primitivo»


El sueño fue largo, aunque empezaba con un ligero destello y un sinfín de situaciones que no recuerdo, pero sí recuerdo una escena en particular, debía tener algo de importante o, simplemente, ser de las últimas. En ocasiones atribuimos una importancia desmedida a cosas que no la tienen, en todo caso, al despertar, recordé esa escena...


Vivíamos en una casa, apartada de las ciudades, de poblaciones grandes o pueblos, la vivienda, de dos plantas, construida según el estándar rural, poseía pesadas rocas en el interior de sus paredes, en torno a ella se desparramaba un prado inmenso que la envolvía con un mar verdoso de resplandeciente césped y a lo lejos, se adivinaba, un bosque poco frondoso.
El caso, además, es que había alguien más con nosotros, ¿un guardés de la casa? Fuera quien fuera, nos dijo que al norte se encontraba la zona donde las cosas parecían más grandes...
Con afán curioso, caminamos hacia allí; el norte no quedaba tan lejano, un camino de tierra, repleto a los lados de ese mar de pequeños tallos verdes, trazaba un agradable rumbo. Más lejos, la silueta del bosquecillo adivinado, se aproximaba; este se situaba por encima de nosotros, con un terraplén que lo alzaba a un metro o dos del suelo, además, una separación medianil, el típico montículo separador elaborado con argamasa y piedras de la zona, profundizaba aún más en esa frontera invisible entre prado y bosque...
En aquel momento nos fijamos en la luz del atardecer, caía por encima de nosotros con una extraña tonalidad y nos envolvía sin tocarnos, allí donde nos encontrábamos, pues donde nos hallábamos no alcanzaba la luz, la lejana montaña del sur tapaba, con su alargada sombra, el paso de los rayos solares. La sombra resultaba agradable.
El ángulo de inclinación del sol, ya muy bajo, emitía sus rayos hasta la separación de piedras y más allá, pasado el montículo y se adentraba en el bosquecillo. Así, los mortecinos rayos del atardecer, iluminaron a una hiena gigante que apareció entre el ramaje del bosque, colmillos alargados, con los que tú, te asustaste y te agarraste con fuerza a mi brazo. De repente me encontré atónito ante el tamaño del animal, que por algún motivo, envuelto en aquella luz del atardecer le hacía brillar, y el aura, su envolvente aura, tan brillante, le engrandecía por encima de nosotros. La figura de la bestia, por suerte, no miraba hacia nosotros. Al principio, la enorme hiena no parecía agresiva, más bien distraída, absorta en algún quehacer rutinario y, solo pasado un instante, en el que la observábamos muy quietos, miró hacia donde estábamos. Levantó el morro, olisqueó el aire y de un brinco trazó un arco desde el bosque, superando el montículo, y aterrizando en el campo de hierba; avanzó, estudiaba el terreno en nuestra dirección con sumo cuidado, pisando con cuidado cada brizna, como si una trampa oculta le esperase, en vez de, nosotros dos, dos dóciles presas, dos humanos más asustados que temibles.
Estabas muy asustada, tu respiración se aceleró, no decías nada, recordé las palabras del guardés... El lugar donde las cosas parecen más grandes... parecen...
Sacudí lo dedos con cierta violencia, quería interponerme entre el animal y tú, enseguida comprendiste el origen de mi agitación, quería protegerte y, aunque temerosa, soltaste mi mano. El animal abrió las fauces y me enseñó los colmillos, abandonado ya el pacífico rol de ser indefenso, continuaba avanzando. Nos acercamos el uno al otro pero yo, con estudiados pasos, me acercaba con más lentitud. ¿No sería la proyección lumínica, la luz en torno a él, lo que lo convertía en una bestia? Recordé los espejismos, una vibración producida por el calor, la refracción de la luz y, la culpa, la culpa de unos ojos que se dejan engañar.
La hiena se adentró en el interior de la sombra que proyectaba la cúspide de la montaña, allí estaba esperándola, sin salir de mi zona, al instante, empequeñeció delante de mí, ya no tenía los grandes colmillos grandes, ni las enormes patas, ni las aterradoras garras, incluso su estructura ósea menguó a pasos agigantados, en inversa proporción a sus propios pasos, minúsculos, que la acercaban a mí. Levanté las manos encolerizado y gruñí tan fuerte como pude...
Los ojos del animalillo, de un amarillo tenue, revolotearon por la cuenca, corrí hacia él, con las manos levantadas, como vi hacer a mi padre una vez hace años delante de un perro salvaje; la hiena, ya perdida toda su peligrosidad, se dio media vuelta, pero, y este es el detalle importante de todo sueño protector, en vez de girar la bestia sobre sus propios pasos y retornar a luz —quizá para retomar su tamaño—, huyó hacia el este, siguiendo el contorno de la sombra que proyectaba la montaña, sin que la luz, en momento alguno, la tocara... Parece... Parecía...
Me volví con alegría, estabas llorando, aunque también se te dibujó una sonrisa esperanzadora en el rostro; esperándome con las manos agarradas en el pecho, en medio del césped verde, con ganas de volver a casa, antes de que la luz se fuera definitivamente...




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