domingo, 30 de junio de 2019

«Haría cualquier cosa por recuperar la juventud... Excepto hacer ejercicio, madrugar, o ser un miembro útil de la comunidad»

Sergey cerró el libro, el título, De profundis, impreso en una portada sobria, sin imágenes ni otros ornamentos, iba acompañado del nombre del autor: Oscar Wilde.

—¿A qué es terrible?

Su mujer, atareada en el hogar, musitó un sí lejano, Sergey seguía pensando en aquel libro, un extensa misiva de Wilde escrita con lamento en su retiro en la prisión; una triste carcajada se le escapó al pensar en el eufemismo, ¡retiro!, Wilde, aprisionado durante dos años, despojado de todo y todos cuanto le rodeaban. El libro suponía una extensa misiva donde denunciaba los abusos de su antiguo amante, Alfred Douglas, abusos que le llevaron finalmente a prisión. De profundis recogía muchos detalles escabrosos sobre aquella relación homosexual, datos, fechas, lugares, información ávida para cualquier morboso lector. Wilde, sentenciado por un terrible crimen, ser homosexual, tuvo que sufrir escarnios y privaciones durante los dos años de condena. Sergey recapacitó acerca de su máquina del tiempo, ¿para que la tenía sino era para cambiar aquellas injusticias? ¿De que servía tener una máquina del tiempo si siempre se detenía en su uso? Podría volver atrás y liberar a ese gran genio de su tortura, de su torturador y de su oscura tragedia. Wilde podría escribir tantas obras. Se animó al pensar en ello.

—Volveré tarde —Elevó la voz para que su mujer le escuchara.

Su esposa gruñó desde algún lugar oculto de la casa, conocía bien a su marido, frases escuetas y decididas, resultaban impropias en él. Delataban que tramaba alguna artimaña, seguramente relacionada con el salto temporal, pero ambos habían acordado unas normas básicas de connivencia.

A) Ningún cambio posterior a 1970. La tonta precaución evitaría que ella, por ejemplo, no naciera. No es que cualquier cambio anterior a esa fecha no fuera a tener repercusiones, por ejemplo, si mataba a la abuela de su mujer, su esposa no nacería, aunque, claro, él no iba a matar a nadie. En todo caso, la primera prerrogativa reducía considerablemente las posibilidades de que algo negativo cambiara o borrara de la faz de la existencia a aquello que más amaba.

B) Prohibido volver dos veces al mismo instante y lugar. Es decir, Sergey no podía retornar a un lugar y tiempo en el que ya hubiera estado, sobre ese punto ambos estuvieron de acuerdo. No tendría sentido presentarse en un pasado y encontrarse cara a cara con él mismo, intentando convencer a su yo del pasado que no hiciera lo que ya había hecho. En fin, un lío y, en resumen, evitar dos viajes al mismo sitio y fecha.
Por supuesto, la complejidad de abordar un salto temporal implicaba por lo general más pautas y detalles que tenían que resolverse en la espontaneidad misma del salto. En ocasiones, su mujer y él, reñían por decisiones futuras, decisiones que, una vez tomadas por Sergey en el transcurso del viaje, desaparecían de los recuerdos de su esposa, ya que no tuvieron lugar nunca.

Aunque en justa honra, en la mayoría de las ocasiones, ella aprobaba lo que él hacía, prefería en la mayoría de las ocasiones no inmiscuirse en demasía, prefería permanecer al margen, ajena al extraño poder de su marido, y, si ella desconocía, tampoco discutirían.

—¿Te vas?
—Sí.
—¿A salvar el mundo?

Sergey no contestaba cuando las preguntas burlescas de ella le atizaban en los oídos, pero también entendía su malestar, el ejercicio del descontento ante lo que iba a acometer, después de todo, ella, no podía viajar en la maldita máquina, por alguna extraña configuración que desconocían, solo Sergey podía.
Su esposa no levantó la cara de la cacerola, en el interior bullía el agua lentamente, los alimentos troceados saltaban en una nueva receta marinera que ella quería probar desde hacía tiempo. El olió el aromático vaho salado, la olla desprendía esencias de mar, se besaron y marchó, dejando a su mujer con los mejillones, las gambas y el sofrito.



Ajustó el relé, bajó una palanca, los dígitos mecánicos [1891]—obligatorios engranajes físicos pues el tiempo descuartiza los circuitos digitales— mostraban la fecha de la tarde en que Wilde conoció a Alfred, su amante. Se había informado a conciencia, Wilde lo conoció, mediante un amigo común, Lionel Johnson, una tarde en la que un grupo de allegados de Wilde acudieron hasta la casa de Oscar en Tite Street para tomar el té, costumbre británica como tantas otras. Sergey introdujo los pares de coordenadas geofísicas, con sus horas, minutos y segundos, se sentó en la máquina y presionó el último botón. Un desagradable empuje se le ancló en el pecho, seguida de una profunda oscuridad y el consecuente mareo. Un instante después se encontró en pleno Tite Street. Su extenso vestuario, heredado de su padre, quien a su vez lo heredó de su abuelos, le permitía camuflarse en un sinfín de épocas, por la máquina no tenía que preocuparse, era invisible para cualquier persona ajena a su propio tiempo.
¿Desde cuánto tiempo atrás tenía su familia aquella máquina del tiempo? Era una cuestión que le asaltaba de vez en cuando, sobre todo cuando realizaba un salto, pero el tiempo no espera a nadie y hubo de concentrarse en el momento, en aquella tarde de 1891. A lo lejos, divisó a Leonard y Lionel, se acercaban risueños camino de la casa del famoso escritor, ambos charlaban animadamente camino de la puerta guardiana del hogar de Oscar Wilde. Un letrero, de fondo blanco y letras azules, destacado en la esquina de una casa anunciaba la dirección: Tite Street. Sergey escudriñó a la pareja que se acercaba con la atención de un depredador en pos de una presa. Le resultaba tan sencillo modificar, con un simple traspiés, la línea temporal conocida, estropear la sonrisa en el rostro de Leonard, intrigar en la historia y cambiar los acontecimientos Wildenianos. Ello tan solo requería un sucio vaso de madera, roñoso, repleto de vino y un mal traspiés. El ropaje adquirido del guardarropía familiar le ayudaría, vestido como un pordiosero victoriano, se acercó a Leonard y sin mediar palabra, le tiro el líquido rojo que sostenía en la mano, el vino cayó sobre la chaqueta añil de Leonard, la mancha horrible la acompañó un grito de estupor, un insulto y un manotazo apartando al indigente Sergey disfrazado, y de nuevo palabras furibundas. El taimado Sergey interpretaba el papel de un ebrio transeúnte, farfulló una disculpa en un peor inglés y ni se esforzó en vocalizar lo más mínimo, tal y como haría un borracho. El presumido Leonard, tal y como Sergey previó, se disculpó ante Lionel e, iracundo por la mancha y el incidente, se dio media vuelta, marchando encolerizado calle arriba. Wilde marcharía al siguiente día de Londres, las circunstancias que acercaron a Wilde y Leonard no se reproducirían, y, caso de que así fueran, al no ser en el mismo instante y mismo lugar, Sergey podría volver con su máquina y, sin irrumpir en ningún juramento de las leyes temporales erigidas entre su esposa y él, frustraría de nuevo los planes de Leonard.
Wilde merecía ser feliz, convertirse, además de en el gran escritor que sería, en una persona feliz y liberada de, Bossie, alias Leonard, su amante cruel, quien le hubiera llevado a la ruina. Por suerte, el plan de Sergey surgió a la perfección y la fatídica reunión del té había fallido. El viajero temporal sonrió satisfecho cuando retornaba con sus andrajos a la máquina. Los periódicos victorianos ya no recogerían el injusto juicio contra Wilde, el que le hubiera desposeído de esposa, hijos, viviendas y de su amada librería. Ya no tendría lugar. En verdad, lo único lamentable sería prescindir del libro, De profundis, pero el pequeño sacrificio bien valdría nuevas obras futuras del genio irlandés; Sergey estaba seguro de que Wilde escribiría muchas otras obras, alcanzando aún más renombre.



El regreso temporal resultaba mucho más cómodo que la ida, el mareo no se reproducía, la oscuridad se restituía por un leve brillo dorado, como si la vuelta al tiempo natal resultara, de algún modo, lo natural. Sonreía satisfecho, un pequeño cambio en la historia y un genial escritor se salvaba. Tenía muchas ganas de llegar a su hogar y comentarlo con su esposa.

—No te vas a creer a quien salvé —Su voz triunfal no podía esconder por más tiempo la hazaña.

Su mujer, atenta a un guiso de carne mechada, solo asentía sin dejar de mirar a la cacerola. ¡Lástima! Se había ilusionado con las gambas y el guiso marinero, pero es lo que tenía saltar en el tiempo, los pequeños cambios paradójicos que modificaban levemente la realidad alteraban otras pequeñas partes.

—¿A quién salvaste? —Ella no apartaba los ojos de la cacerola, los diminutos trozos de carne, patata y guisantes revoloteaban un instante para volver a sumergirse en el agua en ebullición.
—A Oscar Wilde.
—¿A quién? —La voz de su esposa no transmitía burla, tampoco desdén o sorpresa alguna. Si estaba fingiendo, estaba realizando una actuación impecable. Conocía bien a su esposa y no actuaba bien.
—Oscar Wilde —repitió Sergey no muy convencido, un tanto nervioso, y, ante el genuino alzamiento de hombros de su mujer, lanzó la retahíla de obras más reconocidas del brillante escritor—, ¿El retrato de Dorian Gray?, ¿La importancia de llamarse Ernesto?, ¿El príncipe feliz?

Detuvo la dubitativa enumeración de preguntas, la mención de las obras del escritor no calaba en el estado de ánimo de su mujer, ¿seguía amando la literatura? Un miedo atroz se ancló en su pecho.

—¿Te gusta leer?

Ella se giró molesta por el molesto acoso de tantas preguntas.

—¡Qué tonterías dices! Pues claro que me gusta leer. ¿Qué has hecho en esta ocasión?
La mirada penetrante de su esposa le atravesaba los ojos, hasta algún lugar recóndito de su psique, el posó la mirada sobre su frente, le besó en ese lugar y negó con la mano.
—Nada, nada importante. No te preocupes.
—¿Sergey?
—De verás. Si te gusta leer, eres tan guapa como siempre y cocinas tan estupendamente bien, todo sigue bien.

Se acercó a ella y la besó, esta vez en los labios, el acto pareció atemperar la molestia en el rostro de su esposa, quien volvió a centrarse en el guisado de carne donde el agua bullía en el interior de la cacerola, pero Sergey sintió ese cosquilleo anormal que sentía en algunas ocasiones en el estómago.
Si su mujer, una devoradora de libros no conocía a Oscar Wilde... Se dirigió al comedor, a la inmensa biblioteca que por suerte permanecía incólume e inalterable, tal cual la había dejado antes del viaje temporal. En apariencia, los mismo volúmenes, que él había ayudado a su esposa a colocar años atrás, permanecían de igual modo en las blancas estanterías. Se detuvo en el estante marcado con una graciosa letra uve doble y escudriñó la retahíla de apellidos que empezaban por dicho carácter: Wells H.G., Wharton Edith, Wolfe Thomas, y ¿Wilde?, ¿Dónde estaba Oscar Wilde? Ni un solo volumen del autor reposaba en la estantería y recordó que al menos en la librería disponían de dos: El retrato de Dorian Gray y De profundis. De nuevo, el molesto cosquilleo en el estómago intensificó la opresión. Acudió hasta su ordenador, lo encendió y buscó en la Wikipedia de su idioma al autor. Después de introducir Oscar Wilde la búsqueda no le arrojó ningún resultado, acudió a la Wikipedia en inglés, allí si encontró un pequeño artículo, de no más de seis párrafos, que recogía la obra de Wilde, un listado de sus obras y una meritoria novela, avalada por la crítica, El retrato de Dorian Gray, que sin embargo no había perdurado en el tiempo ni en el ánimo lector, una lástima según reflejaba el articulista, pues las obras de Wilde merecían quedar encumbradas por tratarse de un genio denostado por el paso del tiempo.
¿Qué había hecho?
La pregunta vino acompañada de otra nueva punzada en el estómago. Al salvar a Oscar Wilde de su tormento, también le evitó el oprobio, el escándalo, y la posterior cárcel, pero también esos eventos habían formado parte de la creación de su leyenda. Los hombres que tiempo más tarde recuperarían su figura para la defensa de los valores homosexuales ya no conocían de él por sus escándalos sexuales, su condición había quedado soterrada y Wilde había pasado por la historia como un autor decimonónico más, ahí quedaba todo el legado del genio. Sus obras, al no encontrarse respaldadas por la leyenda, al finiquitar el mediatismo que sobre su persona se cebó y, que ahora en su realidad, no existía, la obra de Wilde no la sustentaba el tiempo. No pasó de la categoría de genio a leyenda, solo era un genio, como tantos otros, arrinconado y conocido solo por los ávidos estudiosos de autores importantes, pero no reconocido por el público mayoritario. Wilde era excelente, así lo recogía el articulista de la enciclopedia inglesa, pero no pasaba de eso. Wilde no se había convertido en la leyenda, y su vida, más apacible, más tranquila, con diez notorios libros más, no había despertado el interés de los lectores contemporáneos. El tejido trágico cosido a su figura y el inexistente escándalo no transfiguró su persona, somos quienes somos y las circunstancias que nos rodean, si cambiamos alguno de los parámetros de esa ecuación llamada vida, ¿qué nos queda? ¿Seguimos siendo quienes deberíamos ser?
Sergey recapacitó, salvo a Wilde de sus penurias pero a costa de su leyenda. ¿Merecía eso? Ya no lo sabría, las leyes temporales pactadas con su esposa se lo impedían. Prohibido volver a un mismo lugar e instante. Y aunque no existiera dicha norma, ¿podría volver al pasado y convencerse a él mismo que no hiciera lo que, con tanto convencimiento, había tramado? Maldita máquina del tiempo, murmuró, solo daba problemas.


 Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 23 de junio de 2019

«Una orgía real nunca excita tanto como un libro pornográfico»


«La etimología de la palabra latina, Sexus, significa literalmente cortar, la evidencia realza la separación física entre el hombre y la mujer; ese corte, también podría atribuirse a los lectores y sus libros, pues una buena lectura podría asemejarse a la orgiástica búsqueda, de mujeres y hombres, de una vida repleta de sexus».

Su primera ocasión fue con un niño de quince años, en medio de tierra de nadie, entre las líneas alemano-rusas de la Primera Guerra Mundial. Boris, se llamaba, el niño que le relató la cruenta guerra entre rusos y alemanes, y el atroz hambre que pasaba por culpa de ella. Le ayudó, durante un tiempo, a buscar las patatas semicongeladas en aquel erial helado. Boris volvió a su casa y él lo depositó en sus recuerdos.
En su segunda incursión, al desenfrenado mundo de los sexus, experimentó con un burro, propiedad de Juan Ramón, no era el animal muy grande, más bien pequeño y peludo, las hebras del pelo le brillaban como la plata, años más tarde, convertido en adulto, todavía recordaría aquellos destellos plateados.
La tercera vez montó a lomos de un ganso por toda Suecia, con otro niño, empequeñecido mágicamente, y, por una vez, un trío acabó bien. Ya más crecido, en 1984, creo, tuvo algunos problemas con su tiránico hermano mayor, George, y sus peculiares mandamientos, una hora diaria de odio y carencia absoluta de lo más vital. Lo abandonó rápido, aunque la corta experiencia lo dejó agotado.
Decenas de años después, preñados sus ojos de toda clase de experiencias, llegó a la conclusión que la vida, sin buenos sexus entre las manos, no era tan grata como la ausencia. 
Durante su dilatada vida devoró, probó y experimentó todo lo que pudo con todos aquellos que hasta él llegaban.
No era en especial un hombre creyente, más bien lo contrario, alejaba de si cuanta teología se acercaba a su persona, por eso le molestó cuando, en sus últimas horas de existencia, estirado en un camastro de hospital, un cura extendió ante su rostro aquel sexus rojo con una cruz blanca estampada. Cerró los ojos, rememoró el cantar de los cantares, una de los pocas ideas teológicas creadas para el disfrute, después la temible oscuridad dio paso al tópico túnel de infinita claridad y, así, pensando en sexus, marchó liber.



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 16 de junio de 2019

«En la universidad de Tristonia conoceréis lo que es estudiar de verdad»
Ignatius B.P.

Dos semanas atrás habíamos comentado, mi esposa y yo, la posibilidad de pasar unos días en algún lugar recóndito, alejados de la urbe, unas minivacaciones merecidas después de la esclavitud laboral. Busqué por Internet y encontré una masía en los Pirineos catalanes, apunté el teléfono y llamé. Me atendió una mujer mayor, iba un poco atareada y me iba diciendo que sí, como quien dice sí a un tonto, anotó mis datos —o al menos eso me dijo— y colgó. Al escuchar el vacío en la línea telefónica tuve el presentimiento que la mujer al otro lado no se había enterado de nada.
Una semana antes de la fecha prevista, volví a llamar para asegurarme que la reserva estaba correcta, en la nueva llamada me atendió otra mujer y, serenándome —me alteraba mucho la falta de profesionalidad—, di mis datos y le pregunté si la reserva era correcta. La nueva mujer lo confirmó, y añadió: «No sé preocupe», pero ese no-se-preocupe sonaba a la típica frase por la que uno sí tiene que preocuparse.


Llegó el día. Partimos en tren, el viaje de dos horas a través de la campiña catalana, en ruta al norte, con un ajustado enlace temporal de quince minutos para tomar el siguiente tren, dirección Vallfogossa, acortaba el tiempo para imprevistos, un solo retraso y perderíamos el enlace. Por suerte no tuvimos ningún percance y lo agarramos sin problemas. El cielo, aunque encapotado por nubes, permitía el paso de la claridad, la hierba, los árboles, algunas vacas, cabras y otros animales que no supimos identificar pastaban por la linde de las vías. Al llegar a Vallfogossa tomamos un autocar, el vehículo cubriría el último tramo del trayecto hasta la masía. Habían transcurrido 6 horas, 33 minutos y 59 segundos. En definitiva, un palizón. No entiendo porque se asocia el concepto descanso a la palabra vacaciones, las casi siete horas de trayecto no me parecían relajantes, en nada un agradable asueto.
Cuando llegamos descubrimos, para nuestro asombro, que la masía tan idílica, tan perfecta, solitaria y agradable en las fotografías distribuidas en la página web, www.masiesambencant.cat, se ubicaba a pie pista de una montaña nevada, plagada de esquiadores. Mi enfado iba en aumento, por sorpresa, mi mujer no se enfadó ante el hecho, se encontraba alegre, e incluso, su entusiasmo, se me contagió, atemperando mi creciente malhumor.
La masía se encontraba cerrada, pero anexa a ella había un bar, deduje que formaría parte del mismo conjunto, entramos, en el interior la misma postal de fuera, los esquiadores atestaban el lugar —¿Por qué odio a los esquiadores de palos fálicos calzados en sus piernas?— El reloj de pared marcaba las seis de la tarde, nos había llevado casi todo el día llegar hasta el maldito lugar, por suerte mi mujer sonreía, ajena a mis pensamientos. La dejé sentada con un café con leche muy caliente, miraba a través de la ventana y observaba la gigantesca montaña nevada que se extendía delante de nosotros, el valle a lo lejos, la sinuosa carretera, no exenta de peligro con tantas curvas, por las que el autocar nos había transportado hasta allí. Me acerqué a la barra y anuncié, a la mujer que estaba detrás, la reserva a mi nombre para dos. La mujer se llevó las manos a la boca y desapareció en la trastienda, más gente empezó a entrar al bar, con sus esquís, botas, bastones y demás parafernalia esquiadora. El gesto de la mujer me dejó intranquilo, me giré y vi a mi esposa tranquilamente sentada, bebiendo de su taza y mirando absorta a algún punto fijo del valle. La mujer del bar reapareció y, sin reparar en mí, como si el anterior diálogo hubiera sido un sueño, atendió a los esquiadores. En ese momento empezó a hervirme algo más que la sangre, una mala ostia creciente me bullía desde las entrañas hasta las mejillas, alcé la mano y le llamé la atención. Cuando se plantó de nuevo ante mí, le insistí que tenía una reserva para dos: "¿Qué reserva?", respondió. El pulso se me aceleró, le expliqué las llamadas, le enseñe el número de reserva y reexpliqué, ya enfadado, mi conversación telefónica con las dos mujeres. Me miró con ojos acuosos, el rostro mezclaba temblor y miedo, aunque no parecía asustada.

—La paranoia del sueño—


Seguía de pie, en la barra, y mi esposa, sentada en la mesa, apuraba los últimos sorbos del café. Sin aviso previo la barra del bar se partió en dos, una parte del habitáculo se transformó en un autocar donde algunos de los esquiadores, sentados en los taburetes de pie, y yo, nos encontramos en el interior de un autocar salido de la nada, la extraña transmutación de parte del bar en autocar no parecía sorprender a nadie más que a mí mismo. El resto de la clientela amparada al otro lado, mi mujer incluida entre ellos, continuaban ajenos al extraño desdoblamiento, bebían sus cafés ajenos al prodigio ocurrido. Aunque sorprendido, mi primera acción fue levantarme de la butaca del autocar donde me encontraba sentado y me dirigí hacia el conductor, un hombre envejecido, surcos muy pronunciados y arrugas más viejas que la propia montaña le recorrían el rostro, la barba blanquigrisienta le pendía un palmo desde la barbilla, la mirada huraña no dejaba de mirar al frente, sus manos agarradas al volante lo movían como el timón de un barco, suave y con precisión. Su voz tosca anunció la siguiente parada: Vallfogossa. El autocar serpenteaba por la curvilínea carretera situada entre escila y caribdis, abismo a un lado, rocas esquistosas al otro. La masía se alejaba de mi visión y mi mujer con ella. Entré en cólera, la indignación sobrepasó la sorpresa inicial, me posé al lado del viejo conductor y, con apremiante brusquedad, me dirigí a él: «Caballero, tenía una reserva», y me respondió, «No lo creo», su tono de duda, entre la burla y la incredulidad, me inflamó. Ni siquiera se había tomado la molestia de mirarme, aunque con la peligrosidad de la carretera no sé si hubiera sido buena idea. Aspiré con sonoridad y le resumí, de muy malas formas, mis dos llamadas, la reserva, el registro efectuado en la página web y, añadí, que si no nos aceptaban pensaba ponerles a parir con todo lujo de detalles, a ellos y a su masía de mierda. El hombre giró el rostro para mirarme, su expresión tosca no marchaba, pero las palabras, más suaves, aludieron a una muerte, la madre de su esposa había fallecido días atrás, no deberían trabajar en aquellas circunstancias, pero la temporada alta les obligaba a ello. Su repentina calma me contagió, la funesta situación me convirtió en el espejo del otro, visualicé a la mujer de la barra, perdida en su perdida y entonces evoqué a mi mujer, sola, no encontrando un lugar para dormir. Le expliqué mi situación, le dije que no me importaba dormir donde fuera, llevaba saco de dormir, cualquier esquina me iría bien, pero que al menos dieran cobijo a mi mujer en algún lugar de la casa, «Se me parte el alma solo imaginar que ella duerme con frío», el hombre continuaba con la vista clavada en mí, sosteniéndola contra nuestra propia seguridad en demasía. El morro del autocar chocó contra el guardarraíl, el parachoques voló partido en cientos de pedazos, el alargado vehículo invadió el abismo, por un momento flotó como un leviatán sobre el cielo con el inmenso valle al fondo, la masía detrás muy alejada y, pronto, la maldita gravedad surgió efecto y nos obligó a tomar la vía de la mezquina verticalidad, en la caída libre la roca esquistosa, puro cuarzo, granito, sedimentos y arcilla, nos guiaba funesta con destellos dorados, precipitándonos al vacío, y, en ese punto indefinido, acababa algo más que las vacaciones.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


lunes, 10 de junio de 2019

«Desconfía del médico joven, y del barbero viejo»
Refrán



—¿Qué decís, princesa?
En montaña nevada.
—¿Qué decís, princesa?
En montaña nevada cubierta con mortaja blanca.
—¿Qué decís, princesa?
En montaña nevada cubierta con mortaja blanca,
perdido el reino, ganada la vida.


—Recordadme, querido.
En cueva cerrada.
—Recordadme, querido.
En cueva cerrada al refugio del viento.
—Recordadme, querido.
En cueva cerrada al refugio del viento,
padre no sabe, madre no entiende.


Nadie encontró al bufón y a la princesa, huyeron en una noche de luna llena, al amparo de las estrellas, protegidos con manto de amor se perdieron, en época de nieves, en la montaña infinita. El Rey buscó a su joven hija, los soldados como perros de presa rastrearon incansables, pero ni hombres, ni bestias, jamás ser alguno, halló pista sobre el bufón ni la princesa.
Pasados los años, en ocasiones, en noches frías de luna llena con nieve en las montañas, se escuchan ecos en el valle, ¿la voz de la princesa? ¿La risa del bufón? El ulular lejano se asemeja a sus voces, las viejas callan, los jóvenes no creen.


—¿Qué decís, princesa?
—Recordadme, querido.


   

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 2 de junio de 2019

«El levante las mueve, y el poniente las llueve»



Recuerdo la primera vez que vi ese árbol, debió ser hace diez años, ¿alguna vez estuvo erguido? ¿Nació así? Su deformidad, su extrañeza, le confería una preciosidad única, atrayente, casi mágica.

No se mostraba erguido como otros de su especie, las ramas altas y frondosas no apuntaban al cielo, no buscaban la ansiada libertad celeste, el ramaje terrenal rozaba el suelo en una caricia tierna a la amada tierra.

En este tiempo fui y vine, me alejé y me acerqué, estuve en muchos lugares y en uno solo, pero por más que viajara no vi nunca árbol alguno que sus ramas tocasen el suelo, no al menos en la manera que lo hacía mi viejo amigo de Torredén; ni las ramas de chopos, sauces, cedros o banianos, por citar unos pocos, emulaban su antiverticalidad. Todo él, recostado, a modo de cadalso torcido, un retrato surrealista que, a pesar de la poca estética en un árbol, robaba las miradas de cuanta persona se fijaba en su figura.

No sé si le quedaban muchos años, o pocos, su apariencia física no demostraba lo uno ni lo otro, aunque cada año mostraba con orgullo su ramaje verde, caduco, que reflorecía con cada nueva primavera.

Hace dos días —tomé la foto el 23 de abril, Sant Jordi, aunque este escrito lo hilvané dos días después— me dirigía a la Ciudad Condal, mi inevitable devenir, camino a la estación, me conducía por delante de mi amigo. El rucurucu insistente alojado en mi pensamiento, «hazle una foto», esas pequeñas cosas que dejas pasar. Saqué el móvil y se la tomé, unos hombres en un café cercano me miraron con una sonrisa extraña, ¿burla o simpatía?, o quizá es que ellos ya habían tomado esa foto hace tiempo. En la foto, no muy bien tomada, solo se apreciaba su pose, deslucido de su verdadero encanto natural, por suerte su extraña anatomía refulgía: «¿y si un día no te vuelvo a ver?», pensé.

¿Por qué me es imposible quedarme callado en la soledad de mis pensamientos? Una cháchara infernal, un devenir de arrolladora incontinencia mental, una inutilidad propia de la gente pobre con contenidos vacíos de existencia. ¿No podía quedarse acallado el nihilista que hay en mí mientras, simplemente, miraba a mi amigo? Maldita sincronicidad cósmica, ley de atracción o ¿premonición?, no importa el término barato de esta pobre filosofía new age descafeinada de principios de siglo. La gente pobre tiene pensamientos filosóficos pobres, es la amarga realidad de estos tiempos.

Una semana después el ayuntamiento podó y troceó a mi amigo, vi sus restos, pequeñas virutas y troncos apilados, descansaban en un rincón de la acera, su vacío en el lugar de su nacimiento se me antojaba un crimen del que formaba parte, una tristeza me invadió, contuve una lágrima. ¡Debo estar loco! Dejo escrito lo que no me atrevo a verbalizar, es un insulto pensar.

Adiós, querido amigo, ya no veré tus ramas retorcerse en el suelo, ni acariciaré de nuevo tu tronco, medio caído, recostado en tu eterna siesta que mi memoria evocará hasta mi último aliento, ahora ya puedes descansar en paz, árbol querido, árbol amigo.



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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