domingo, 31 de mayo de 2020


«Para ser creativo hay que pisar con fuerza las incertidumbres»


No les fue difícil encontrar la taberna. La única calle empedrada de la ciudad serpenteaba siguiendo el trazado del río y, en ella, se encontraban la mayoría de establecimientos abiertos al público. El local, levantado del suelo con puntales de madera, poseía un saliente cartel negro con la palabra «Krog» impresa en letras blancas y tres peldaños de madera salvaban la distancia entre el suelo y la puerta del local. A pesar de su imposibilidad en leer las grafías supo, con ese don innato de comprender sin saber leer, que aquel debía ser el local que con tanto afán buscaba su compañero.

—Estupendo. —Se animó Utla—. Vamos adentro.

Un resorte impulsó al pequeño ser a acelerar el paso, ella se encogió de hombros y le siguió sin esfuerzo, pues una zancada suya equivalía a dos de él. Al entrar vieron algunos corrillos de personas sentadas alrededor de mesas de madera: nada más entrar seis pescadores con petos húmedos y botas altas les dirigieron una mirada hosca pero no dijeron nada, el chico no se encontraba entre ellos; al sortearlos se encontraron con un quinteto de trabajadores vestidos con monos de fábrica y botas manchadas de barro, el chico seguía sin aparecer; en una mesa con libros, cuatro mujeres sentadas, escuchaban con atención como una de ellas leía en voz alta las noticias del Falkenbergs Tidning, un periódico local, y de reojo una de las muchachas les miraba con sonrisa vergonzosa, la curiosa llevaba un pequeño sombrerito de paja blanca y desvió la mirada al fondo del local. Por fortuna, al seguir el mirar de la muchacha descubrió, al fondo del local, la apartada forma solitaria de un muchacho y, con disimulo, sacudió el hombro de Utla en la dirección, el hombrecito asintió: sortearon a un trío de caballeros vestidos con trajes caros que echaban una partida de naipes; solo les separaba del muchacho una mesa con una pareja, un hombre y una mujer, ambos tenían las manos engarzadas el uno en el otro, ella vestía una destacable pamela de plumas y él una gruesa bufanda y un sombrero negro, mantenían una íntima conversación sobre libros, ajenos al mundo; superados los contertulios, en el rincón más apartado y en el que apenas llegaba la luz del exterior, un muchacho taciturno y solitario agarraba con descuido una jarra de cerveza, mentón erguido y mirada perdida al techo, como si en los travesaños de madera encontrara placer, libertad o tranquilidad.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 24 de mayo de 2020


«Un libro es un espejo que pasea por una gran avenida»

Esposa, ¿recuerdas dónde viste por última vez a Nils?

Al escuchar la chanza enarcó las cejas y le respondió:

—¡que graciosito! ¿qué es todo esto? ¿por qué no se asustan al vernos? ¿acaso nos encuentran normales?

Por toda respuesta Utla levantó la mano y señaló al escaparate de la sastrería, de tanto caminar se encontraban enfrente del establecimiento. En su interior se exhibía un variado muestrario de ropajes: faldas, pamelas, mantillas, botines, vestidos con rayas, otros de estilo marinero, sombreritos de paja, algunas cintas de diversos colores y un paraguas abierto en una esquina. Un espejo de pie, alargado y abombado en la punta, encarado hacia la calle, les devolvía su reflejo: un hombre alto, con bombín, chaqueta marrón y bastón, al lado de una mujer más menuda que él, con una falda larga y una blusa blanca estampada con flores.
Alzó la mano izquierda y la mujer del reflejo reprodujo el mismo gesto, sacó la lengua y la dama del espejo copió al acto la misma acción. No podía ser.

—¿somos nosotros?
—Sí, así deben vernos aquí.

Se entretuvo gozosa observando la sinuosa forma que le hacía el vestido a lo largo de ese otro cuerpo que se suponía era ella, observando las diferencias en el vestir, observando los replicantes gestos en la otra: una mujer más bajita, que, a pesar de la diferencia de altura, sí conservaba su misma palidez en la piel; no solo en la dermis había diferencias, la otra tenía el pelo oscuro, largo y recogido en un moño; vestía una blusa, en la que ya se había fijado en un principio, que, además de las flores estampadas en un color apagado, se coronaba con volantes en los hombros; la separación entre blusa y falda se escondía tras un fajín negro ceñido a la cintura que le remarcaba las caderas, un efecto precioso que debía reconocer…

—¿Vamos a por Nils? ¿Dónde estaba?

Ufff, que fastidioso el hombrecillo, por una vez que disfrutaba.

—no sé, parecía una taberna.
—Busquémosla.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 10 de mayo de 2020


«Las ideas están exentas de impuestos»


—¿Qué les trae hasta la villa? —El más alto de los dos hombres continuó con las preguntas mientras el compañero transcribía las respuestas en una libreta rectangular de hojas rugosas y aspecto acartonado.
—Negocios.
—¿De que tipo?
—Pesca.

El escribiente también repetía las respuestas en una hoja suelta, igual de acartonada que los folios de la libreta.

—¿Situación civil?
—Casados. Ella es mi mujer.

¿Su mujer? La risa no le surgió porque se encontraba muy nerviosa. Por otro lado, las preguntas del hombre vestido de negro surgían mecánicas, no se encontraba ni alterado ni sorprendido y, ni él ni su compañero, daban muestras de sorpresa. El hombre que no hablaba, pero que sí escribía, dejó por fin su tarea,  y empapó un tampón de madera en una cajetilla con tinta roja que llevaba en la mano. Con el tampón en la mano lo estampó al vuelo en la hoja y un sello redondo con la figura de un águila rojiza de perfil rubricó el papel. Estiró la mano en una acción igual de mecánica que llevaba efectuando por cada persona en la cola, y, sin girarse, en una coreografía burocrática síncrona, su compañero agarró la hoja y se la presentó al hombre y a la mujer.

—Una corona por persona. Si quiere entrar artículos de exportación debe solicitar la correspondiente licencia en el ayuntamiento. Este papel le exime, a usted y a su esposa, de nuevos pagos aduaneros. Muéstrelo a los funcionarios cada vez que se le requiera en el puente. Vayan con Dios.

Utla se quitó el sombrero y ella pudo apreciar desde la altura que los separaba la inmensa calva, pero los interlocutores no miraban abajo, sino más arriba, como si el sombrero no se encontrará por debajo de sus miradas y el cuerpo de Utla se extendiera unos centímetros más arriba de su ser. Su compañero esposo, despreocupado, giró el sombrero e introdujo la mano derecha en su interior. Aquel gesto fue lo único que levantó una mueca de sorpresa en ambos hombres, sorpresa que desapareció cuando les entregó dos monedas con el perfil en relieve de un hombre barbudo y con letras escritas en el reborde, «Oscar II […]», letras que no pudo leer debido al rápido intercambio: moneda por papel.

El puente quedaba atrás y una calle ancha, la única adoquinada en la población, se extendía ante ellos. Deambulaban con paso calmo por la calle, sobrepasaron el granero de forma cónica situado a la izquierda del puente, este se erigía cerca de un edificio blanco de apariencia robusta. Continuaron el camino y se acercaron hasta a un par de tiendas que se alojaban en los bajos de un edificio: una sombrerería, un zapatería, un colmado, una sastrería. Al final de la calle reconoció en la construcción de techo empinado, coronada por una aguja gigante, la iglesia, la misma que había visto bajando por el caminito de las afueras. Las campanas tañeron, la reverberación del sonido grave la atravesó y las madres con niños agarrados de la mano se afanaron al escuchar el repiqueteo. Alguno de los pequeños, igual que su homónimo en el puente, se les quedó mirando embelesado, pero el rápido trasiego de las madres, estirando de sus hijos en dirección a la escuela, no les daba el tiempo a los infantes para ensimismarse ante la extraña pareja. ¿Nadie reparaba en ellos?
Utla la sacó de su observador mutismo.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 3 de mayo de 2020

«Todos somos niños al principio (Alla är vi barn i början


Un tráfico considerable congestionaba el puente de piedra repleto de carros, caballos y hombres. Al verse envuelta entre otras personas cayó que, hasta ese momento, no había pensado en su indumentaria, ni en la mucho más extraña apariencia de Utla. Sus divagaciones se aceleraron cuando, siguiendo a Utla en su segura marcha, se pusieron a esperar tras una mujer y un niño que esperaban tras una larga cola. La retahíla de personas estaba presidida por dos hombres vestidos con chaqueta negra, camisa blanca y unos corbatines finos y alargados. El más alto de ellos alzaba la mano y, con ese gesto, detenía a todo aquel que quisiera cruzar el puente, inmediatamente lanzaba una pregunta y la mayoría de personas mostraba un papel acartonado. El más alto lo examinaba con atención y entonces permitía atravesar a quién se lo había enseñado. Aunque el proceso era rápido, mostrar el papel, revisarlo y aprobarlo, la espera la carcomía. ¿Qué pensarían de su acompañante sin rostro?, ¿y de ella? Ni siquiera había reparado en ello mientras bajaban tan alegres por el camino. La mujer enfrente de ellos avanzó cuando los que estaban delante, y los que a su vez estaban delante de los que estaban delante, avanzaron. De esa manera, uno por uno, los eslabones de la cadena humana dieron en un unísono desorden un par de pasos y la cola avanzó. La mujer tiraba con fuerza del niño cogido de su mano que, enjugascado en imaginarios juegos no paraba quieto, la mujer bufó y enseñó con desdén el papel a los dos hombres mientras con la mano sacudía al niño que la desquiciaba.

—Hijo, estate quieto, que me vas a volver loca.

El pequeño, zarandeado como un muñeco y sumado al propio movimiento de su juego, volteó involuntariamente el cuerpo ante el brusco exceso de la madre y, en ese instante, al encontrarse cara a cara con la extraña pareja extendió los ojos de manera desorbitada y abrió la boca. La estaba mirando fijamente a los ojos y, fugaz, pasó a mirar a Utla quedándose en este estado boquiabierto. Ella intuyó que el pequeño levantaría la mano y la señalaría con su dedo índice minúsculo, pero la madre se giró, los miró, a ella y Utla, sin apenas fijarse en ellos, y le endiñó un sonoro capirotazo en la coronilla a su pequeño antes de conminarle a andar.

—¡No molestes a estos señores y tira adelante! ¡Será posible que con nada te me enbobas! Venga. Venga. Que llegas tarde a la escuela.

El niño se enderezó y prosiguió el camino, arrastrado con ímpetu por su progenitora, pero de vez en cuando giraba la cabeza hacia atrás, mirándola fijamente a los ojos y pasando la mirada de ella a Utla sin cerrar la boca.
Aunque la atenazaba la mirada del pequeño, una nueva amenaza se cernía sobre ellos, les tocaba el turno y, de los dos hombres, el más alto, les preguntó:

—Nombre y apellidos.

Un helor, anclado en el vientre, subió poco a poco hasta acogotarle la nuca, ¿esa sí que era buena?, ¿apellidos? Si ni siquiera sabía su nombre. Miró a Utla con una mirada preocupada, su bajito acompañante giró el cuello, encarando el rostro ausente de todo vestigio facial en su dirección y lo abombó, en ese habitual gesto suyo, como si simulara una sonrisa. Al instante encaró el rostro hacia a los hombres. Para extrañeza de ella los miraban a ambos del modo más normal, como si él no fuera un enanito sin cara y ella no fuera vestida de manera tan diferente al resto de mujeres que cruzaban por el puente. De hecho, solo el niño que se alejaba con su madre había mostrado estupor. Al mirar a su alrededor y examinar a los adultos que transitaban por allí, se fijó que ninguno de ellos dirigía miradas extrañas hacia ellos. Estaban preocupados en sus quehaceres y los situados detrás de ella, en la cola, tampoco mostraban aspavientos como sí mostró el pequeño.

—Slubtap Smvbübpson y Asa Assarson —respondió Utla.

Al oír la invención se quedó quieta y muda como una estatua. ¿Qué les pasaba a aquellos dos? ¿Es que no veían que el enanito no tenía rostro? Tragó saliva y desvió la mirada y, para evitar ningún rubor, enfocó su atención en una palabra: Asa. El nombre le gustó. Sería bonito tener un nombre como aquel.

—¿Es la primera vez que visitan Falkenberg?
—Sí.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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