domingo, 24 de enero de 2021


«... sistema en el que la dirección de los vientos cambia estacionalmente, soplando en una dirección en verano que resulta ser la opuesta en invierno...»


El pulgar apretaba la esquina de la primera página de un dossier de portada plastificada, el legajo jurídico, con el título Contrato de Trabajo emitido por la Universidad de Trystonia, reposaba sobre la mesa. Ignatson mecía la esquina y la página se abombaba, a su lado derecho un armario ocupaba el espacio hasta el techo y pegado a él una cama deshecha con un libro encima de ella. Al lado de la cama, una puerta con la palabra Exit impresa en un fluorescente rectangular encima del marco auguraba la puerta de salida, o de entrada a la habitación, según se entendiese y se mirara; siguiendo el contorno de este viaje de trescientos sesenta grados, otra puerta entreabierta dejaba ver el lavabo y, en esa misma pared, un funcional mueble hacía las veces de cocina, con dos fogones, un horno y una alargada pica, encima un armarito flotante con puertas y un microondas empotrado en él. De nuevo con Ignatson, sobre el escritorio y a la siniestra de él un libro vuelto del revés, lápices dispersos, el mentado dossier, folios en blanco, notas garabateadas a mano, un portátil quedaba a la diestra, apagado y con la tapa bajada, varios USB de distintos colores y tamaños, y, por fin, el medio del caótico conjunto temporal lo coronaba una lamparilla de lente cóncava y cristal verde con dos bombillas picudas que reposaban inactivas, al igual que su hermano tecnológico. La claridad del exterior apenas le sobrepasaba, dejando la mitad del cuarto apenas iluminado. En el exterior, el enajenado mar, a pesar de encontrarse tapado con nubes oscuras, reflejaba los últimos destellos anaranjados del sol que se escondía tras la línea del horizonte. Ignatson se separó del rostro su atrezo facial, la sempiterna máscara blanco-oscura, y con la yema de los dedos se rascó un grano que le había salido en el mentón. Por suerte, la tela más fina alrededor de los ojos le permitía leer la primera página del contrato firmado meses atrás, aunque el descenso lumínico y la traslúcida cortina ocular le apremiaban a encender alguna fuente de claridad auxiliar.

«
La universidad de Trystonia, en el día 7 de…, comparece representada por su afiliado el Dr. Fridtjof Wagen, de aquí en adelante el EMPLEADOR… y, por otra parte, Ignatson Strambótikus con D.N.I. …, de aquí en adelante el EMPLEADO DOCENTE, con cédula de ciudadanía… 

SEGUNDA. OBJETO: De acuerdo al primer apartado expuesto, el EMPLEADOR… el desarrollo de tareas docentes… en calidad de: DOCENTE NO TITULAR INVITADO.

SEXTA. OBLIGACIONES DEL EMPLEADO DOCENTE: se obliga a laborar en jornadas de trabajo de tiempo parcial… y según recoge…

SÉPTIMA. PLAZO: el presente contrato tiene una duración de 365 días, curso académico completo, incluyendo vacaciones y actividades extraescolares incluidas en los dos semestres… 

DÉCIMA TERCERA. TERMINACIÓN: este contrato finalizará cuando el EMPLEADO DOCENTE concluya la ejecución de todas las tareas convenidas a lo estipulado en la cláusula sexta de este contrato…
».
 
Las nubes se tornaron más compactas y negras. ¡Qué fascinante la ambivalencia de los cúmulos! Ora blancos, ora grises, ora oscuros o también negros. Y la lluvia cayó sin avisar, el mar se embraveció como envidioso de los cielos, el viento por su parte mecía furioso las copas de los árboles, sin embargo, por más rabia que mostrara la naturaleza, el efecto hipnótico de las gotas de lluvia golpeando contra el cristal resultaba catártico, pero, a diferencia de la calma de Port Zelandè, la nueva estampa visual le recordaba a la india, al monzón, a aquel día. Apartó a un lado el dossier de léxico jurídico y plantificó en su lugar un libro que, aunque más corto en altura y anchura, presentaba un grosor sin lugar a duda mayor. Apartó los lápices desperdigados en la mesa y los adecentó en un cubilete circular de rejas, el libro lo agarró con la mano izquierda y, con esa misma mano, lo giró sobre sí mismo. A medida que la zurda le daba la vuelta ninguna palabra aparecía en el espacio de la contraportada, ni en el lomo ni tampoco en la gastada portada con rajas verticales, horizontales y en zigzag que denotaban un intenso uso del volumen. Desanudó una fina tira elástica que ataba el conjunto. La primera página en el interior tenía la palabra Diary escrita a mano con un intervalo de fechas separadas con un guion que no se dio tiempo ni a repasar, y con la mano derecha apretó con el pulgar las páginas y estas se sucedieron a gran velocidad, cada página se convertía en un día, el pulgar, convertido en la palanca de una paródica máquina del tiempo, pasaba los días con velocidad y los convertía en meses, los meses en años, el feroz aleteo de la celulosa devolvía borrones de palabras y de un tempus fugit que, aunque no volvería, permanecería escrito hasta el fin último de aquel mundo-libro. Y la oscuridad sobrevino en el cuarto. Afuera no quedaba rastro del sol ni de su claridad, la tormenta atacaba con nocturnidad al pueblo, a la universidad, a la playa y al mar. Ignatson, en un acto reflejo, con la mano izquierda, sin apartar la mirada del volumen y sin soltar con la derecha el libro, encendió la lamparilla y la luz inundó su habitación-casa, tras la ventana, en un centenar de otras habitaciones-casa ocupadas por estudiantes, se repetía el mismo suceso y pequeños puntos brillantes brillaban en la noche. ¡Y algunos dicen que los monzones solo se producen en la India y en el sudeste asiático!
El pulgar separó su contacto de las páginas y la maquina del tiempo se ancló en un momento concreto que, transmutado por la alquimia literaria, reconvertía el tiempo pretérito en una página de celulosa. Las palabras se encontraban escritas en una letra pequeñísima, el inicio del conjunto se encabezaba con una fecha, una latitud y una lista de nombres y apellidos, debajo de los datos de rigor las palabras se apretaban las unas contra las otras, aprovechando márgenes e inclinándose en los bordes, incluso aprovechando los múltiples tachones sobre algunas palabras para escribir sobre ellos. Fijó la vista en una de ellas, Barsaat Ka Mousam, una polisémica palabra Urdú que tanto podía significar monzón como viento como tormenta como una decena más de sustantivos y adjetivos, y en ella y tras ella se encontraba toda una historia. Volvió el rostro y se fijó en el libro que reposaba sobre la cama, un pesado volumen, más gastado y más antiguo que el propio diario que sostenía entre las manos.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 17 de enero de 2021


«El aire que vemos en las pinturas de los viejos maestros nunca es el aire que nosotros respiramos».

Cabría aclarar muchas cosas antes del inicio del siguiente capítulo, ¿por qué Ignatson Strambotikus estaba sentado delante del escritorio de la decana?, ¿por qué esta lo miraba con ceño enfurruñado y puños cerrados como aguantando una presión interna que desbordaba estallar?, ¿por qué razón llevaba máscara el señor Strambotikus?, ¿por qué la decana, una mujer negra, pelo cano, vestido azul Ralph Lauren, de pico cruzado, cinturón y mangas cortas, no le soportaba? Se deberían dar muchas explicaciones a estos respectos, pero al hacerlo, también se perdería la magia de la narración, por lo que sería mejor, aunque no lo más óptimo, que la propia historia continuara según los acontecimientos y cada cuál descubriera por sí mismo sus verdades a las preguntas.

—Pierde el tiempo sí piensa que aquí impartiremos sandeces —El sillón de la decana se asemejaba al trono de un antiguo rey, el poder basado en la fuerza física había transmutado con el paso del tiempo a la fuerza del intelecto, y, al menos, en aquella universidad los hombres se habían batido en retirada ante la reina decana que sentada sobre su trona imperial encorvaba el torso hacia delante y entrelazaba las manos con rigidez encima del escritorio como si al separarlas pudiera detonar un artefacto nuclear.

Ignatson mecía su silla adelante y atrás, pero su tronco, a diferencia del de la decana, se encontraba recto y la cabeza, aunque bamboleada por el movimiento, seguía con rectitud al resto del cuerpo. En uno de los vaivenes se introdujo con delicadeza, como si su dedo índice fuera un pincel y su cuerpo un cuadro, la falange con lentitud entre el borde de la máscara y la barbilla, y encorvando el dedo como una ganzúa se rascó la punta del mentón.

—El señor Wagen se equivoca. Maldita sea la hora de las becas internacionales. Pues bien, a mí me dan igual.

La vista de Ignatson: suelo, moqueta, azul, quizá ¿sisal o felpa? Escritorio, rojizo, posiblemente caoba plastificada, armazón y patas de polietileno gris.

—Y no piense que es una cuestión de dinero. No se confunda, señor.

Encima del escritorio una placa alargada de madera con cuatro chapas incrustando un latón de simulado oro y serigrafiado en él siglas y un apellido: S. M. Dupré. A la izquierda cuadrado ventanal, doble acristalamiento, y tras la transparente protección los condominios de la reina, edificios del campus y tejados de casas de estudiantes, el cielo, la línea del horizonte y el mar azul eléctrico. Tras la decana y su trona, la pared pintada en miel y en ella tres cuadros colgados, un mueble cajonera alargado con dos posibles estantes tras sus puertas cerradas, a la derecha una librería con puerta acristalada y libros.

—Señor Strambotikus tiene los días, que digo los días, tiene las horas contadas aquí. No voy a permitir que en Trystonia se nos tome el pelo.

Dos cuadros, a lápiz, bosquejos de retratos de la decana. El cuadro, imponentes medidas, marco estilo barroco, dorado. Motivo: paisaje urbano. Inundado de techos picudos y casas de ladrillo rojo, una iglesia al fondo, edificios amurallados, en uno un reloj circular, no de sol, mecánico, un puente de piedra atraviesa el río, el agua de la ensenada refleja los edificios y sobre sus aguas atracan varios barcos, más cerca del espectador dos mujeres en la orilla ataviadas con faldones y cofia. La vista de Delft. Es un Vermeer.

—Firme la solicitud de renuncia —Sin desentrelazar las manos la decana deslizó tres hojas de papel reciclado gris, estaban grapadas, y con la punta de los meñiques las acercó hacia su interlocutor. El tono grisáceo de las páginas se fundía en una molesta lectura con la endeble impresión de varios párrafos numerados y solo al pie una rúbrica en tinta negra ensalzada por la tilde en Dupré y el sello rojo de Trystonia resaltaban sobre el fondo gris de las hojas. De las manos de la decana, todavía entrelazadas como un mazo, sobresalían los meñiques espigados y estos se posaron sobre una cuantía de cuatro cifras sobre la novena cláusula— y lea detenidamente la retribución más que adecuada a este cese injustificado.

Los estantes de la librería contenían un arcoíris de lomos, letras de distintas familias, tamaños, en un pulcro orden alfabético de autor: La vejez y el segundo Sexo, Beauv; Crimen y Castigo, Dosto; Las habitaciones de atrás, Frank; Psicopatología de la vida cotidiana, Freud; El maravilloso viaje de Nils Holgersson, Lager; La mano izquierda de la oscuridad, LeGui; Therese Desqueyroux, Mauri; La montaña mágica, Mann; Sobre el color y la armonía, Ausde…

—¿Me está escuchando señor Strambotikus?
—Falta blanco en su despacho.
—¿Cómo dice? —Por primera vez la decana desentrelazó las manos y ninguna bomba nuclear explotó.
—Blanco. El color. No tiene ningún objeto blanco en el despacho.
—El blanco no es un color.
—¿Y el negro?
—Pero… que más da. Firme aquí —Y le acercó una pluma estilográfica que él ni miró.
—Mi máscara —Ignatson se tocó la tela que le cubría la cara—. Es Blanco Oscuro.
—Ni el blanco ni el negro son colores.
—En Guáltrapa sí.
—No entremos en cuestiones religiosas…
La interrumpió.
—Lingüísticas.
Ella bufó y dijo:
—Me da igual. ¿Hace el favor de firmar o no?
—¿Y las nubes del Vermeer? ¿De qué color son? —señaló al cuadro tras ella. La decana no se giró.
—Son grises.
—No, son blancas. Grises son las hojas de estos papeles —Y con el pulgar de la mano derecha, como si las hojas del documento legal le quemaran, las deslizó por encima del escritorio de vuelta a la decana.
—¿Cómo se atreve?


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 10 de enero de 2021

«"¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?", y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron...»

En 2004, Ignatson Strambotikus se alojaba en Port Zelandè, un complejo turístico de cabañas en los Países Bajos. El día nuboso auguraba lluvia, pero salió a pasear de todos modos. De camino por las calles adoquinadas se encontró con un improvisado mercado de libro viejo, una decena de tenderetes, arcones de madera con ruedas, pasamanos y carpas triangulares a modo de techados imitaban a pequeña escala el Portobello Road británico o el Mercado de San Antonio español. Se fijó en el puesto que tenía delante, donde se desparramaban portadas llamativas de títulos rimbombantes y en medio de ellas un libro de color rosa pugnaba por destacar. Lo agarró y se lo acercó en demasía al rostro, no veía nada sin sus gafas, la librera al otro lado de la parada lanzó una mirada de extranjero-pesado-que-mira-mucho-y-no-compra, mientras, ajeno a ella, Ignatson ojeaba la portada en la que un gato caía. La ilustración reproducía la caída del felino en una secuencia dinámica en tres actos: a) cayendo de espaldas, b) girando sobre sí mismo y c) finalmente cayendo de pie. El título, Salva al gato, chirriaba un tanto con la imagen, pues el gato parecía apañárselas bien solito sin salvamento alguno. Al darle la vuelta y leer la sinopsis descubrió el que sería su primer libro sobre guionizaje de películas. El precio marcado a lápiz y en florines en la primera página aludía a un pasado monetario no muy lejano, pero nada acorde con la realidad; así, en esa ucronía temporal, llevó a modo de interrogante el dedo al precio marcado en la antigua moneda y la librera respondió levantando tres falanges. Ignatson movió la cabeza con aquiescencia, se sacó tres euros del monedero y los puso en la mano extendida de la mujer que acogió las monedas con una sonrisa forzada que intentaba borrar la otrora mirada de extranjero-pesado por una de extranjero-que-mira-mucho-y-que-finalmente-compra. Ignatson se puso la adquisición debajo de la axila y volvió a su cabaña. Un auténtico chollo los mercados de libro viejo. Encendió una lamparita y sentado en el escritorio —justo a tiempo, pues empezaba a llover— delante del inmenso ventanal en el que se deslizaban las gotas, leyó el manual con avidez, tomó notas de los entresijos de la industria de Hollywood y caviló sobre apuntes futuros para las clases en su taller de escritura.

La anécdota de Port Zelandè fue diluyéndose con el paso del tiempo hasta la mudanza de 2017, año en el que se mudó a Trystonia donde impartiría clases en la universidad de Idioma Guáltrapa. La universidad le cedía, sin coste alguno para él, una casa remodelada estilo Plymouth años veinte, una suerte, pues la mudanza la costeaba él y los quinientos kilómetros hasta Trystonia le habían salido por una cantidad bastante elevada. Los transportistas, sudorosos y con prisas, se afanaban en coger una caja, cruzar el jardín, traspasar el porche y amontonarla junto a otras, con más desconcierto que orden, en el comedor. En una de las idas y venidas, una caja reventó debido a la presión y un aluvión de libros se desparramó por el suelo. Los trabajadores se quedaron parados, pero Ignatson aireó la mano restándole importancia. Ya los recogeré yo más tarde, anunció. Los hombres no discutieron la orden, se dieron aún más prisa y en media hora cerraban el portón del camión, se despedían cordialmente y regresaban camino de vuelta al lejano hogar. Ignatson acercó una silla al mar de letras y se sentó encorvado sobre la orilla literaria, las manos pescaban los libros que un instante después apilaba en columnas organizadas por temática: estudios literarios, historia, psicología, filosofía, hermenéutica… hasta que apareció un antiguo libro de tapa rosa con un gato e inmediatamente las vacaciones en la cabaña de Port Zelandè se avivaron. Aparcó la libresca tarea de apilar y recuperó una postura más cómoda en la silla. Abrió el Salva el gato en la primera hoja marcada, pues tenía antaño la manía de doblar la esquina superior de los libros para recordar de esa manera pasajes especiales. El autor estadounidense ponía de ejemplo la primera secuencia de una película de Al Pacino para plasmar la importancia de la presentación del héroe en un guion cinematográfico, aunque aseguraba que el efecto resultaba de igual importancia en las novelas; la película de Al Pacino que tantos años después Ignatson aún no había visto no le evocaba ningún recuerdo especial, además, el tono escogido por el autor le disgustaba, un tanto pedante y con información de la que en gran parte disentía. ¡El viejo concepto del monomito y sus derivados que tan bien funcionaba en Hollywood! Eran temas que habían tratado con anterioridad Vogler y Campbell, en sus respectivos libros El viaje del escritor y El héroe de las mil caras. El redescubrimiento de un libro primerizo no siempre resulta halagüeño y las lecturas que Ignatson arrastraba no ayudaban en su magnanimidad para con el gato. En sus cavilaciones tampoco entendía por qué razón había escogido el autor, a modo de ejemplo para Salva el gato, la escena de la película de Al Pacino. ¿No hubiera sido mejor escoger a un joven Christopher Reeve, encarnando a Superman, sobrevolando el aire y acercándose con lentitud hasta las copas de un árbol donde rescataba a un gato blanco ante la atenta mirada de su sorprendida y balbuceante dueña adolescente? Ignatson avanzó más páginas buscando las dobleces en las esquinas de las páginas que su antiguo yo había marcado como puntos de interés. Leyó el método de los pasos, pufff, en desacuerdo, el llamado a la aventura, pufff y pufff, y a medida que pasaba páginas soltaba más y más bufidos. Cerró el libro y miró la caída del gato en tres actos, a) espalda, b) giro y c) aterrizaje. Sobre la tapa le dio un par de palmadas como si lo hiciera en la espalda de un viejo amigo al que le perdonara una ofensa y puso el libro encima de una de las pilas de portadas negras y letras rimbombantes, y sin más demora continuó la labor de pescador literario: separar, ordenar y apilar. Había mucho trabajo por delante, era jueves y empezaba las clases el lunes. Tenía que preparar el Reto Bradbury para sus alumnos.

#RetoBradbury #RBSemana01 #Letraheridos

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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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