Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Cabría aclarar muchas cosas antes del inicio del siguiente
capítulo, ¿por qué Ignatson Strambotikus estaba sentado delante del escritorio
de la decana?, ¿por qué esta lo miraba con ceño enfurruñado y puños cerrados
como aguantando una presión interna que desbordaba estallar?, ¿por qué razón llevaba
máscara el señor Strambotikus?, ¿por qué la decana, una mujer negra, pelo cano,
vestido azul Ralph Lauren, de pico cruzado, cinturón y mangas cortas, no le
soportaba? Se deberían dar muchas explicaciones a estos respectos, pero al
hacerlo, también se perdería la magia de la narración, por lo que sería mejor,
aunque no lo más óptimo, que la propia historia continuara según los
acontecimientos y cada cuál descubriera por sí mismo sus verdades a las
preguntas.
—Pierde el tiempo sí piensa que aquí impartiremos sandeces —El sillón de la decana se asemejaba al trono de un antiguo rey, el poder basado en la fuerza física había transmutado con el paso del tiempo a la fuerza del intelecto, y, al menos, en aquella universidad los hombres se habían batido en retirada ante la reina decana que sentada sobre su trona imperial encorvaba el torso hacia delante y entrelazaba las manos con rigidez encima del escritorio como si al separarlas pudiera detonar un artefacto nuclear.
Ignatson mecía su silla adelante y atrás, pero su tronco, a diferencia del de la decana, se encontraba recto y la cabeza, aunque bamboleada por el movimiento, seguía con rectitud al resto del cuerpo. En uno de los vaivenes se introdujo con delicadeza, como si su dedo índice fuera un pincel y su cuerpo un cuadro, la falange con lentitud entre el borde de la máscara y la barbilla, y encorvando el dedo como una ganzúa se rascó la punta del mentón.
—El señor Wagen se equivoca. Maldita sea la hora de las becas internacionales. Pues bien, a mí me dan igual.
La vista de Ignatson: suelo, moqueta, azul, quizá ¿sisal o felpa? Escritorio, rojizo, posiblemente caoba plastificada, armazón y patas de polietileno gris.
—Y no piense que es una cuestión de dinero. No se confunda, señor.
Encima del escritorio una placa alargada de madera con cuatro chapas incrustando un latón de simulado oro y serigrafiado en él siglas y un apellido: S. M. Dupré. A la izquierda cuadrado ventanal, doble acristalamiento, y tras la transparente protección los condominios de la reina, edificios del campus y tejados de casas de estudiantes, el cielo, la línea del horizonte y el mar azul eléctrico. Tras la decana y su trona, la pared pintada en miel y en ella tres cuadros colgados, un mueble cajonera alargado con dos posibles estantes tras sus puertas cerradas, a la derecha una librería con puerta acristalada y libros.
—Señor Strambotikus tiene los días, que digo los días, tiene las horas contadas aquí. No voy a permitir que en Trystonia se nos tome el pelo.
Dos cuadros, a lápiz, bosquejos de retratos de la decana. El cuadro, imponentes medidas, marco estilo barroco, dorado. Motivo: paisaje urbano. Inundado de techos picudos y casas de ladrillo rojo, una iglesia al fondo, edificios amurallados, en uno un reloj circular, no de sol, mecánico, un puente de piedra atraviesa el río, el agua de la ensenada refleja los edificios y sobre sus aguas atracan varios barcos, más cerca del espectador dos mujeres en la orilla ataviadas con faldones y cofia. La vista de Delft. Es un Vermeer.
—Firme la solicitud de renuncia —Sin desentrelazar las manos la decana deslizó tres hojas de papel reciclado gris, estaban grapadas, y con la punta de los meñiques las acercó hacia su interlocutor. El tono grisáceo de las páginas se fundía en una molesta lectura con la endeble impresión de varios párrafos numerados y solo al pie una rúbrica en tinta negra ensalzada por la tilde en Dupré y el sello rojo de Trystonia resaltaban sobre el fondo gris de las hojas. De las manos de la decana, todavía entrelazadas como un mazo, sobresalían los meñiques espigados y estos se posaron sobre una cuantía de cuatro cifras sobre la novena cláusula— y lea detenidamente la retribución más que adecuada a este cese injustificado.
Los estantes de la librería contenían un arcoíris de lomos, letras de distintas familias, tamaños, en un pulcro orden alfabético de autor: La vejez y el segundo Sexo, Beauv; Crimen y Castigo, Dosto; Las habitaciones de atrás, Frank; Psicopatología de la vida cotidiana, Freud; El maravilloso viaje de Nils Holgersson, Lager; La mano izquierda de la oscuridad, LeGui; Therese Desqueyroux, Mauri; La montaña mágica, Mann; Sobre el color y la armonía, Ausde…
En 2004, Ignatson Strambotikus se alojaba en Port Zelandè,
un complejo turístico de cabañas en los Países Bajos. El día nuboso auguraba
lluvia, pero salió a pasear de todos modos. De camino por las calles
adoquinadas se encontró con un improvisado mercado de libro viejo, una decena
de tenderetes, arcones de madera con ruedas, pasamanos y carpas triangulares a
modo de techados imitaban a pequeña escala el Portobello Road británico o el
Mercado de San Antonio español. Se fijó en el puesto que tenía delante, donde
se desparramaban portadas llamativas de títulos rimbombantes y en medio de
ellas un libro de color rosa pugnaba por destacar. Lo agarró y se lo acercó en
demasía al rostro, no veía nada sin sus gafas, la librera al otro lado de la
parada lanzó una mirada de extranjero-pesado-que-mira-mucho-y-no-compra, mientras,
ajeno a ella, Ignatson ojeaba la portada en la que un gato caía. La ilustración
reproducía la caída del felino en una secuencia dinámica en tres actos: a)
cayendo de espaldas, b) girando sobre sí mismo y c) finalmente cayendo de pie.
El título, Salva al gato, chirriaba un tanto con la imagen, pues el gato
parecía apañárselas bien solito sin salvamento alguno. Al darle la vuelta y
leer la sinopsis descubrió el que sería su primer libro sobre guionizaje de
películas. El precio marcado a lápiz y en florines en la primera página aludía
a un pasado monetario no muy lejano, pero nada acorde con la realidad; así, en
esa ucronía temporal, llevó a modo de interrogante el dedo al precio marcado en
la antigua moneda y la librera respondió levantando tres falanges. Ignatson
movió la cabeza con aquiescencia, se sacó tres euros del monedero y los puso en
la mano extendida de la mujer que acogió las monedas con una sonrisa forzada
que intentaba borrar la otrora mirada de extranjero-pesado por una de extranjero-que-mira-mucho-y-que-finalmente-compra.
Ignatson se puso la adquisición debajo de la axila y volvió a su cabaña. Un
auténtico chollo los mercados de libro viejo. Encendió una lamparita y sentado
en el escritorio —justo a tiempo, pues empezaba a llover— delante del inmenso
ventanal en el que se deslizaban las gotas, leyó el manual con avidez, tomó
notas de los entresijos de la industria de Hollywood y caviló sobre apuntes
futuros para las clases en su taller de escritura.
La anécdota de Port Zelandè fue diluyéndose con el paso del tiempo hasta la mudanza de 2017, año en el que se mudó a Trystonia donde impartiría clases en la universidad de Idioma Guáltrapa. La universidad le cedía, sin coste alguno para él, una casa remodelada estilo Plymouth años veinte, una suerte, pues la mudanza la costeaba él y los quinientos kilómetros hasta Trystonia le habían salido por una cantidad bastante elevada. Los transportistas, sudorosos y con prisas, se afanaban en coger una caja, cruzar el jardín, traspasar el porche y amontonarla junto a otras, con más desconcierto que orden, en el comedor. En una de las idas y venidas, una caja reventó debido a la presión y un aluvión de libros se desparramó por el suelo. Los trabajadores se quedaron parados, pero Ignatson aireó la mano restándole importancia. Ya los recogeré yo más tarde, anunció. Los hombres no discutieron la orden, se dieron aún más prisa y en media hora cerraban el portón del camión, se despedían cordialmente y regresaban camino de vuelta al lejano hogar. Ignatson acercó una silla al mar de letras y se sentó encorvado sobre la orilla literaria, las manos pescaban los libros que un instante después apilaba en columnas organizadas por temática: estudios literarios, historia, psicología, filosofía, hermenéutica… hasta que apareció un antiguo libro de tapa rosa con un gato e inmediatamente las vacaciones en la cabaña de Port Zelandè se avivaron. Aparcó la libresca tarea de apilar y recuperó una postura más cómoda en la silla. Abrió el Salva el gato en la primera hoja marcada, pues tenía antaño la manía de doblar la esquina superior de los libros para recordar de esa manera pasajes especiales. El autor estadounidense ponía de ejemplo la primera secuencia de una película de Al Pacino para plasmar la importancia de la presentación del héroe en un guion cinematográfico, aunque aseguraba que el efecto resultaba de igual importancia en las novelas; la película de Al Pacino que tantos años después Ignatson aún no había visto no le evocaba ningún recuerdo especial, además, el tono escogido por el autor le disgustaba, un tanto pedante y con información de la que en gran parte disentía. ¡El viejo concepto del monomito y sus derivados que tan bien funcionaba en Hollywood! Eran temas que habían tratado con anterioridad Vogler y Campbell, en sus respectivos libros El viaje del escritor y El héroe de las mil caras. El redescubrimiento de un libro primerizo no siempre resulta halagüeño y las lecturas que Ignatson arrastraba no ayudaban en su magnanimidad para con el gato. En sus cavilaciones tampoco entendía por qué razón había escogido el autor, a modo de ejemplo para Salva el gato, la escena de la película de Al Pacino. ¿No hubiera sido mejor escoger a un joven Christopher Reeve, encarnando a Superman, sobrevolando el aire y acercándose con lentitud hasta las copas de un árbol donde rescataba a un gato blanco ante la atenta mirada de su sorprendida y balbuceante dueña adolescente? Ignatson avanzó más páginas buscando las dobleces en las esquinas de las páginas que su antiguo yo había marcado como puntos de interés. Leyó el método de los pasos, pufff, en desacuerdo, el llamado a la aventura, pufff y pufff, y a medida que pasaba páginas soltaba más y más bufidos. Cerró el libro y miró la caída del gato en tres actos, a) espalda, b) giro y c) aterrizaje. Sobre la tapa le dio un par de palmadas como si lo hiciera en la espalda de un viejo amigo al que le perdonara una ofensa y puso el libro encima de una de las pilas de portadas negras y letras rimbombantes, y sin más demora continuó la labor de pescador literario: separar, ordenar y apilar. Había mucho trabajo por delante, era jueves y empezaba las clases el lunes. Tenía que preparar el Reto Bradbury para sus alumnos.