«Llegamos al último del juego, al séptimo, en el que
desemboca este Juego Con Palabras. Nos aventuramos en la difícil tarea de
honrar o deshonrar, cada cual lo entienda como prefiera, las figuras de los
leísmos y loísmos».
Don Leísmo lee que te lee cada día, a cada hora, a
cada momento; ya sea una novela, la página de un diario, tal vez un ebook o
incluso las letras de una valla publicitaria.
Ahí está, él siempre, dispuesto a leer. Pero sus
pesares comienzan el día que empieza a fundir los pronombres con los artículos:
le con la, le con lo, y el tumulto de los, las y les.
Se arremolinan de improviso delante de sus anteojos;
aglutinadas de esa manera copiosa, borrosa y caótica que impide su afán lector.
⁂
Consulta
Doctor Bustos, anuncia un
aséptico cartel blanco en letras negras.
—¡Ay! Doctor, leo sin parar, pero le leo todo mal.
—¿A mí me lee mal?
—No, a la lectura. ¿Le
ve? Incluso comienzo a hablarlo mal.
—No se aflija, podemos hallar curar si tiene
paciencia.
—No he sido de tener eso.
—Lo vamos a intentar. Paciencia, madre de todas las
ciencias —alude al refranero el buen doctor Bustos.
—Sí, claro.
Don Leísmo salé desesperanzado de la consulta. Las
palabras continúan conformando una extraña amalgama delante de él. El doctor
Bustos sigue desde la ventana los pasos de don Leísmo, quien se aleja cabizbajo
por la calle. Agarra el teléfono y marca un número...
—!Aló!
—¿Señorita doña Loísmo? Tengo una cura para su aflicción
si realiza todo lo que diré a continuación. Pero antes, anote la siguiente
dirección...
⁂
Mientras, nuestro protagonista, en su piso, solo,
desaseado, inquieto, mirando aburrido las blancas paredes, cruzado de manos
dispuesto a no leer; la levedad le corroe, lo engulle el ansía, la aburrición
le aprisiona, y muchos más adjetivos carroñeros lo
rondan amenazantes.
Imagina con efluvios de tristeza: «¿Cómo conseguiré finalizar
mis lecturas pendientes por culpa de este desvarío?».
Al señor Joyce no le... ¿lo?
importuno, ya leeré Ulises.
Moby Dick, amarrada a un estante, ahí la dejo.
La
insoportable levedad del ser, mi alma,
estancada se queda.
Suerte que dejé el tabaco, Smoking Dead, para otro rato más tardío, también apartada queda.
Con todo el respeto a su Alquimista, don Coelho, le debo guardar luto, aunque sea
momentáneo.
¿Bob Dylan? ¿Desde cuándo se coló este en mi librería?
Cuanto daño lo hace a mi espíritu, pues confundo
las letras con las lyrics.
No le olvido, Olvidado rey Gudú, no la olvido señora
Matute...
Ding, dong...
Las dos notas del timbroso heraldo resuenan impetuosas
en la casa.
«¿Quién viene, en estas horas sombrías, a molestarme?».
Nuestro quejumbroso protagonista acude a la puerta con
desgana, gira el pomo y abre. ¡Oh! Sorpresa mayúscula. Delante suyo una bella
figura de mujer, con escote pronunciado, tremendas gafapasta y paso decidido.
—Soy doña Loísmo, me envía el doctor Bustos. Vamos a
arreglarlos.
—Perdone, ¿a quiénes arreglaremos? —pregunta inocente
don Leísmo.
—¿Arreglarlos? A nosotros. Yo también sufro de un mal
similar al suyo...
Pero no finaliza la frase, atenta a las
directrices del doctor, se lanza encima del desprevenido don Leísmo con un
sinfín de abrazos, arrumacos y con esa tibieza de las letras entrando y
saliendo de sus poros.
Y, ya...
Don Leísmo recupera su salud y gana una fogosa compañera.
Doña Loísmo, bella bibliotecaria, obtiene un compañero huraño, aunque fiel e
igual amante de las letras como ella; y, mientras, en su consulta, el buen
doctor Bustos ríe aquiescente, pues para encontrar la cura, tan simple
como unir a un leísta con un loísta.
Les decimos a todos, lo agradecemos de corazón, hayan
leído el patidifuso caso de don Leísmo, doña Loísmo y su atribulada afección.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia