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"En esta tierra en la que nací existe un día donde se regalan libros y rosas."
Desde esta línea en adelante esta entrada contiene la versión EXTENDIDA del relato.
“Maldito trabajo”, piensa quejicosamente Puckel mientras apoya la cara en el cristal del vagón. El hollín cubre parte de su arrugada mejilla izquierda; y una gota de grasa negruza reposa olvidada en su barba. Para sumarse a sus problemas, una desconsiderada rasta salta vigorosa enmedio de su ojo derecho. Gruñe. Da un fuerte soplido a aquel rebelde pelo suyo, pero este sigue sin apartarse de donde se ha estacionado. Finalmente su regordete dedo índice aparta de un empujón la molesta trenza. Debería cambiarse el peinado, debería...
Una niña le mira fijamente boquiabierta interrumpiendo sus pensamientos. Odia a las personillas pequeñas. Le regala una mueca terrible. La niña, visiblemente asustada, se abraza fuerte a su madre, que no comprende el nerviosismo de su hija. No obstante, la cobarde curiosidad impele a la cría a seguir escudriñando aquel rostro. Ahora Puckel, con una sonrisa aquiescente mira malevolamente satisfecho a la cría y le muestra pícaramente la lengua. Pero... sacrilegio... la chiquilla le responde de igual manera.
¡¡Que horror!! Que falta de respeto, por el sagrado árbol de espino, piensa Puckel. Si su santa familia originaria de escocia, hubiera imaginado tan solo por un segundo las vulgares atrocidades que habrían de padecer sus descendientes, ya hubieran pensado seriamente en emigrar a una ciudad como Barcelona allá por 1900... ¿ o era 1910 ?
El trabajo en las minas era duro, si, claro, tenía que reconocerlo. Pero allí al menos, un esforzado trabajador podía quizás en un golpe de suerte encontrar unas pepitas de oro y quedarselas... al menos eso es lo que aseguraba la tradicional leyenda familiar. ¿ Porque escogieron una ciudad como Barcelona ?
Recapacita: ‘¿ Que parada es esta ? Ay, maldita niña, casi me hace perder mi parada.’ De un salto se apea del vehículo. El blanco vehículo cual carruaje, lanza el habitual y molesto pitido de seguridad antes de cerrar sus puertas y darse a la fuga. ‘Alguién habrá que le haga caso’, sonrie Puckel. Gruñe de nuevo, para animarse silba una antigua canción escocesa, Auld Lang Syne, se la enseñó su abuelo, sirve para levantar el ánimo y despertar la lluvia. Bueno, su abuelo siempre decía muchas cosas. De un brinco salta a las vías. El andén esta prácticamente vacio, aunque a decir verdad, nadie repara en su presencia nunca. Lentamente comienza a internarse en la oscura boca del túnel siguiendo los raíles, sigue silbando ’...en los viejos tiempos...’
Camina un centenar de metros en penumbra. La falta de luz no es problema para sus acostumbrados ojos. Internandose por aquel hueco secreto, atraviesa una bifurcación medio derruida que a duras penas se sostiene sobre una columna que antaño emulara un pilar románico. Avenida de la luz, reza un pequeño cartel de desgastados colores anclado en la pared. El polvo se acumula en los bordes superiores. Es irónico que una estancia situada a diez metros bajo tierra pueda llamarse avenida de la luz. En ocasiones piensa si acaso la raza humana estará completamente alienada. La estancia es pequeña. Él no necesita grandes espacios, justo en el medio una olla de hierro preside la improvisada alcoba.
Rufus, Obe y Tita se acercan vigorosamente a recibirle. Gruñe. Después de las personillas pequeñas, lo que más le desagrada son los cuadrúpedos. Rufus le lame la cara con su rosada y aspera larga lengua. Mientras Obe y Tita le regalan un cariñoso empellón de cabeza. Su regordeta nariz llega a la altura del hocico de Rufus, un viejo mastín abandonado. Le es imposible imaginar como encontrarón esos estúpidos cuadrúpedos el acceso a su Sancta Santorum. Al principio les asustaba con muecas, terribles gritos, alardes de palmas. Pero fue en vano, al cabo de un par de días Rufus se acercó con más hambre que miedo y se quedo acostado en el suelo de la sala. Completamente impávido ante las vacias amenazas. Ese día le ofreció una patata caliente que el can devoró con entusiasmo. Al día siguiente, Obe y Tita, unos pequeños Terriers, con la misma insigne estrategia corrieron la misma suerte.
Los tres chuchos se deshacen en zalameras carantoñas alrededor suyo. Para ser perros abandonados son extremadamente silenciosos o quizás es que en el fondo de sus almas conocen la tercera molestia de Puckel, los ruidos. Su mano acaricia suavemente los hocicos de cada uno de ellos, por orden de antiguedad. Los tres podencos se vuelven locos de alegría. Rufus tose pesadamente rompiendo el júbilo general. Esta muy enfermo. Si hubiera aparecido dos meses antes... Puckel se dirige a la pared norte. Cuatro baules equidistantes reposan junto al tabique principal de la estancia. En el primer baúl guarda sus escasas ropas, en el segundo los utensilios de su trabajo, en el tercero algo de comida. El cuarto jamas ha sido abierto en presencia de ojos extraños. Espera que siga así por infinidad de lustros.
Un reguero de agua simula una cascada al colarse por una pequeña cavidad. La improvisada alcoba posee infinidad de oquedades desde donde se puede oler el exterior. Puckel intuye la lluvia, la bajada de la temperatura, el olor a tierra mojada. Sino fuera por el estado del pobre Rufus se encontraría animado. Abré el tercer baúl, saca cuatro patatas, un apio y una cebolla. Esta noche van a celebrar la venida de las primeras gotas de lluvia. ‘ Benditas sean’ piensa. La olla esta llena de un agua cristalina. Añade el apio regalo de Hans, el amable tipo irlandés que reside bajo la parada de Correos en idéntica situación a la suya (todo el mundo sabe el mutuo odio que se profesan irlandeses y escoceses). Gruñe y se enfada al recordar a Hans. A cambio él le regalo un martillo. Como odia a ese irlandes.
Engulle su patata, mientras realiza un repaso mental sobre sus quehaceres en su trabajo cotidiano de mañana. 'Hay un intercambiador algo oxidado cerca de Lesseps. Los técnicos siempre se olvidan de revisarlo'. Sigue su memoria. 'Un reguero de salitrosa agua se filtra cerca de la parada de Barceloneta'. Si no pone orden en esos menesteres un día sucederá una desgracia. Todo lo que pasa en esos túneles es un compromiso familiar adquirido. Su sagrado contrato, guardado en el interior del cuarto cofre, lo indica claramente. Recuerda. 'Honorable Casa de Puckel & Puckel: se hará cargo... bla, bla, bla... en el devengo de los años del estado de túneles, raíles...mil bla,bla después... Firmado: Señor bla, bla bla. Barcelona 1919'. En fin, un trabajo de índole familiar casi ad eternum, a menos que se cumpla una de las condiciones de la letra pequeña. A saber: a) Puckel muera. b) los túneles del metro de barcelona desaparezcan. 'Improbable Puckel' le dijo en una ocasión su padre. Gruñe. Su familia poseyó otrora el contrato de las minas de Crawford Moor. Aquellos preciosos túneles ahora extintos apuntalados con la vida de miles de robles. Nuestros mayores... Gruñe.
Rufus tose más fuerte. Justo se estaba acabando su patata. Que felicidad en su rostro escasos minutos antes. La muerte merodea cerca. Rufus se recuesta encima de sus cortas piernas. Le lanza una languida mirada. No es fácil la vida cuando te abandonan. Ahora respira con más dificultad. Puckel le acaricia suavemente el lomo, rasca sus caidas orejas. Apoya delicadamente su mano en su hocico. 'No sufras más buen perro.'
Obe y tita permanecen recostados en el suelo sin decir nada. Pesarosamente Puckel se levanta. LLeva algo en sus manos. Se dirige hacía el cuarto baúl con cierto esfuerzo. Lo abre. Murmura para sus adentros: ‘Cuantas almas muertas por la estupidez humana. Descansa corazón de dragon muerto en tu hogar por el infame caballero. Descansa última raíz de Mandragora, así tal hagas corazón de lobisome...’
Puckel ya no gruñe mientras deposita amorosamente el corazón de Rufus en el baúl.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.