«Como marioneta dirigida por manos inexpertas, camina calle abajo dando
traspiés, se le doblan las rodillas, recupera el equilibrio y prosigue su
marcha vacilante».
Parte VI
Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba de Herta Frankel
Locomoción: Humana
Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba de Herta Frankel
Locomoción: Humana
Según la anotación en el mapa, la siguiente tumba, la de
Herta Frankel, quedaba en una esquina situada en el cuadrante en el que nos hallábamos.
El pequeño mapa fotocopiado en blanco y negro seguía siendo nuestro guía
principal, a pesar de tener en nuestro poder una copia a color de mayor tamaño
entregada por uno de los guardeses del cementerio, en el primigenio mapa teníamos
anotados la ruta de los cuadrantes más cercanos que contenían más cantidad de tumbas.
Para dibujar la mejor ruta aplicamos una variante necrológica de la teoría de
grafos para cementerios, así obtuvimos el recorrido más óptimo.
Siempre me gustó simplificar y mejorar las tareas, por elementales
que fueran. En un pasado, que se me antoja lejano, mi otro yo fue
informático y es en pequeños detalles como este que aflora ese vestigio de mi
ser(gio). Durante el paseo me dio por reflexionar en mi modus operandi: ¿cómo
a una mente más cercana a la ciencia le da por la literatura? ¿Dos antípodas
del conocimiento? Pero como me dijo Montse en una ocasión: «no hay que creer en
el falso mito de desasociar la ciencia de la literatura pues muchos científicos
se convirtieron en inmejorables escritores». Si me paraba y ejercitaba la memoria
acudían a mi algunos autores: Chéjov y Doyle (médicos), Asimov (químico), Carroll
(matemático). Ellos demostraron que las distintas disciplinas del saber humano podían
mezclarse para ofrecer nuevos frutos de conocimiento.
Con mis divagaciones sobre ciencia y literatura erré el
camino. Montse me intentó ayudar, pero no conseguíamos ubicar nuestra posición
en el mapa. Anduvimos un rato con más de 29º grados en los hombros y, de nuevo,
aunque concentrado, equivoqué el camino mientras pensaba en Herta Frankel, exvecina
de mi antiguo barrio. Mientras seguíamos perdiéndonos por aquellas callejuelas
rememoré mi vida en mi antiguo barrio.
Durante 13 años viví en el barrio del Carmelo, entre el
reino de La Teixonera y Horta, recuerdo la primera presentación de mi novela,
en el Centro Cívico de La Teixonera, no saco a colación este hecho de manera
gratuita, al lado del centro cívico se encontraba una plaza (todavía está), estrenada
pocos años atrás: la Plaza de Herta Frankel. Apellido y nombre, a cuál más extraño,
que se te quedaban grabados en la retina, en el tuétano y en lugares
posiblemente más profundos. En el tiempo que viví en el barrio no se me ocurrió
preguntar a nadie quien era aquella señora, pero la sonoridad onomástica poseía
una fuerza tan difícil de esquivar que me perseguía en mi cotidianidad urbana
al pasar una y mil veces por aquel lugar, para ir a coger el metro, para
dirigirme al trabajo, al mercado, para ir a tomar unas copas con mi amigo Henry
Slim y como un eco se te quedaba grabado en el subconsciente. La plaza de Herta
Frankel, plaza de Herta Frankel, Herta Frankel. Por eso, la noche anterior al
viaje, cuando vi el nombre de Herta en el mapa y acudió todo ese riachuelo de recuerdos,
de mi antiguo barrio, marqué con bolígrafo su tumba en el mapa. Entre Montse y
yo habíamos pactado que solo señalaríamos en el mapa escritores o poetas, por
eso, al no ubicar en su memoria a la señalada Frankel como poeta o escritora preguntó:
«¿escritora?». «No», le contesté, «vivió en mi barrio». «¿Y quién era?». Me
encogí de hombros: «No sé, pero fue vecina mía».
En el presente, la tumba de mi exvecina se resistía a aparecer
y presas del azar nuestros pasos nos llevaron hasta una curiosa tumba de una
familia de gitanos amurallada con un doble cristal impoluto. Detrás del
material traslúcido, limpio como si lo hubieran acabado de frotar, pendían en
un mármol letras de estilo neón con los retratos de algunos de los fallecidos.
En la misma pared colgaban centenares de rosas de un brillante rosa pálido. La
estética de la tumba desentonaba con la sobriedad del entorno, resaltaba
alegre, con mucho desparpajo, en medio de la seriedad que nos rodeaba, así que paramos
por curiosidad. Al poco continuamos ruta revisando el mapa con cuidado,
examinando por enésima vez el mapa, para ver si interpretábamos el laberíntico
complejo de callejuelas, escaleras y tumbas.
Y mientras Herta seguía sin aparecer, nuestro caótico
devenir nos acercó, sin buscarlo, a otra tumba extraña. No era una tumba al
uso, un bloque de piedra rectangular, en posición horizontal, del que se
alzaban formas cuadradas en dirección al aire. La distancia entre la docena de cuadrados
era uniforme y tan solo una línea diagonal alteraba el diseño tan cuadriculado.
Por un momento me recordó al plano de una ciudad. «¡Mira qué tumba más extraña!»,
comentó Montse, descubridora inicial de aquella maravilla. Asentí y seguía
pensando en la intención del escultor, como si este hubiera moldeado en la roca
un mapa aéreo en formato 3D, una escultura extraída de una visión urbana de
callejuelas vista infinidad de veces en Google Maps. Me dispuse a tomar
una foto de aquella extrañeza mientras Montse bordeaba el conjunto y, cuando
estaba tomando la foto, en el otro extremo del bloque escuché la animada risa
de ella. Sorprendido por su repentino estado de ánimo me dirigí hacia ella y
leí el cartelito al que miraba sin dejar de reír, entonces reí yo también:
«Tumba de Ildefons Cerdà i Sunyer». Aquella tumba no podía estar mejor
esculpida, Cerdà implantó el modelo reticular de calles barcelonés, tan
práctico y útil que ha sobrevivido hasta nuestros días, la plasmación de
aquella idea quedaba representada de manera magistral en su tumba con el mismo
esquema que él instauró para la Ciudad Condal.
La larga búsqueda de Frankel continuaba. Descansamos bajo la
sombra de un árbol, sus ramas nos cobijaron mientras bebíamos algo de agua. Nuestras
frentes chorreaban sudor, creo recordar eran las 12:00, a pleno sol, y nosotros
tan contentos con nuestras tumbas. Al pararme, más sosegado, observé en la
esquina de la calle un poste indicador con flechas que señalaban calles y
tumbas. Cada indicador contenía en ocasiones, además del nombre de la calle a
la que señalaba, un número bastante grande en la punta de la flecha. Ese número,
dentro de un círculo de colores, me hizo recordar el mapa dado por el guardés,
donde también había números en colores en el interior de redondeles. Le pedí a
Montse que sacara el mapa del guardés y lo extendimos, cada uno de una esquina,
entre los dos. En nuestro mapa en blanco y negro no se podían apreciar colores
pero ante la visión del mapa en color todo cobraba sentido, nos habíamos guiado
por puro instinto, el mapa del guardés añadía una información básica para guiarse
con corrección en el laberíntico cementerio de Montjuic. Ambos señalamos el círculo
coloreado con un número dentro. Nos miramos con una sonrisa, era mucho más sencillo
llegar a las tumbas si combinabas los nombres de las calles del cementerio con aquellos
recién descubiertos números indicados en los postes. Pero nos dimos cuenta de
otro hecho todavía más importante y aquí viene el quid de la cuestión, el mapa
en color marcaba con excelencia la posición de las fuentes. Me refiero a las
típicas construcciones urbanas de donde sale agua cristalina de sabor
metalizado que hay diseminadas por todo el recinto. Los surtidores del vital
líquido estaban perfectamente indicados en el mapa. Y gracias a los tres
elementos, calle, número y fuente cualquiera podía triangular de manera inequívoca
la localización de una tumba. Entonces entendí que nos habíamos guiado casi por
intuición, llegando a todas y cada una de las tumbas, por lo que posé rápidamente
la vista en la cruz de Herta: calle, número y fuente. Ahí estaba, con la triada
de información al fin interpretaba correctamente las señales (ni que fuera un
chamán) y entendí que habíamos dado vueltas en círculos intentando encontrar a
mi exvecina, cuando tan solo había que levantar la vista del mapa y ver el
entorno. «Ya está», sonreí, Montse también sonrió, «Nos ha costado», pero ahora
ya sabíamos que no nos volveríamos a perder.
A pesar del bochornoso calor, en pleno mes de julio, recorrer
las callejuelas de nuestro querido cementerio nos proporcionaba una felicidad
maravillosa. Resolver la ubicación exacta y descifrar bien las indicaciones había
subido nuestra moral. Seguimos el número, giramos en la fuente de sabor metalizado
—lo reconozco, bebí en ella— y enfilamos rumbo a la tumba de la familia Kaps,
es decir, de Herta Frankel y su esposo, Arturo Kaps.
Allí estaba, tomé una fotografía para inmortalizarla, una
cruz color ónix con reborde blanco y una guirnalda de rosas rojas coronaba su
cúspide. De Frankel solo sabía que habíamos coincidido en el espacio vecinal
del barrio del Carmelo, aunque no en su temporalidad. Herta murió antes de que
yo me afincase en el barrio. Tenía muchas ganas de llegar a casa y buscar las sorpresas
me depararía investigar sobre mi exvecina temporal y sobre el nombre de la
familia Kaps. De paso, ¿descubriría algo interesante sobre mi exbarrio?
[Futuro. Wikipedia
proveerá]
«Herta Frankel y su marido, Arturo Kaps, formaban parte de un grupo de titiriteros, conocidos como Los Vieneses. Huían de la segunda guerra mundial que asolaba el continente europeo y se instalaron en el que, más tarde, se convertiría también en mi barrio, el Carmelo-La Teixonera. No es que sea el mismo barrio, Carmelo y Teixonera forman entidades administrativas diferentes, pero para la gente de la zona es como si fueran la misma cosa. Herta Frankel, además de titiritera, era una ventrílocua bastante famosa en los años sesenta, incluso salía en la televisión y muchas de sus propuestas artísticas se concibieron en el Carmelo. Me alegré mucho al saber que mi antiguo barrio había albergado, no solo a un escritor reconocido como Juan Marsé, sino también a esta mujer. Imaginé a la pareja huyendo de los horrores de la guerra, afincándose en ese barrio de trabajadores e inmigrantes que ha sido el Carmelo, me emocioné y me apené, me resultó triste conocer toda esta información cuando hacía ya un año que me había mudado. La gentrificación no perdona pero tampoco es que importe mucho, pues en cualquier vivienda o en cada cambio de domicilio donde he ido me he aclimatado de lo mejor. La mejor maleta solo necesita de buenas sonrisas y el hogar de una persona reside donde va su corazón, mucho más ahora, que me acompaña un corazón tan bello y encantador como es el de Montse».
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia