«El hombre es la suma de sus
fantasÃas»
A Jewett le molestó que Annie no
recolocara el libro, una vez acabado de leer, en el estante que le correspondÃa
de la librerÃa.
—Querida, ¿podrÃas hacerme el favor?
Annie se tapó la boca con la mano, y Jewett
observó en su compañera, a través del espacio entre las finas falanges, como se
le curvaba la comisura del labio en una sonrisa maliciosa. Annie desapareció de
la estancia sin decir nada, pero huyó, como una niña juguetona, acompañada de
una casi inaudible risa traviesa. Jewett le llevaba solo cinco años, pero le
molestaba actuar como la hermana mayor o, peor aún, como una inexistente madre.
Jewett enarcó las cejas, enarboló un bufido por bandera, se levantó de la silla
de su escritorio y se dirigió al pequeño ejemplar abandonado por Annie en la
silla y, asÃ, se fijó en el tÃtulo, Naná, y en el autor, Émile Zola.
«Que cosas de leer, mi Annie», pensó Jewett
mientras se ruborizó. Suerte que Annie no estaba, su compañera se hubiera
percatado del aumento de color en las mejillas y le hubiera lanzado alguna
pÃcara gracieta que, sin lugar a duda, la sonrojarÃa todavÃa más.
«Naná. Una prostituta, nada menos.
¡Que cosas!», iba devolverlo a la estanterÃa, pero lo abrió y estuvo leyéndolo un
rato. Después lo depositó sobre su propio escritorio.
⁂
—¿Te gusta? —preguntó Annie a la par
que acompañaba la cuchara a los labios y tragaba un lÃquido amarillento, una
sopa de puerros, preparada por ambas para cenar.
Dos velas alumbraban el austero
comedor y las sombras creaban efectos sinuosos en los rostros y figuras de las
dos mujeres. La pregunta tomó por sorpresa a Jewett, quien bajó su cuchara sin llegar
a probarla.
—Aún no la he probado —dijo mirando su
plato—. Como habrás podido comprobar.
—No, bobita mÃa —rio Annie ante la
seriedad de la otra—. Digo, sà te gusta Naná —Annie mostró aquella sonrisa
maliciosa que enervaba tanto a Jewett.
—Que lecturas, querida, por favor. Ya
podrÃas leer a los clásicos.
Las palabras le surgieron atropelladas
y, aunque en la mirada de Jewett no habÃa desprecio, sà habÃa un poso de algo
más indescifrable.
—Je, je —A la risa de Annie le
precedió una sonrisa y pronto, a la risa confidente, la acompañó una mirada
penetrante clavada en los ojos de su compañera—. Pero también la estás leyendo.
Jewett se ruborizó y, apresuradamente,
se llevó una cucharada a la boca.
⁂
—Jewett, Jewett —La voz de Annie surgió premurosa de su habitación.
Jewett caminaba por el corredor
sosteniendo una vela, iba camino de su propia habitación, cuando escuchó la
repetición de su nombre. Acudió a la puerta entornada de la habitación de Annie
e introdujo medio cuerpo en el umbral de la puerta.
—¿Qué te ocurre ahora? —La pregunta de
Jewett quiso ser molesta, pero no le salió el tono.
—Tengo mucho frÃo.
—Te acerco otra manta.
Un pequeño silencio, el cuerpo de
Annie tembló bajo las sábanas y la manta.
—¿Por qué no dormimos abrazadas? Como
aquella vez.
Jewett se estremeció. La vela creaba extraños
claroscuros en la habitación, sobre todo en los bajos de las sábanas de Annie, donde
las sombras subÃan de abajo a arriba, como oscuras manos que quisieran agarrar
el cuerpo de su compañera. No dijo nada y se quedó de pie observando el tembloroso
cuerpo de su compañera y las sombras que danzaban desde el suelo hasta el
techo.
—Por favor, Jewett, sé buena y apiádate
de mÃ, tengo mucho mucho frÃo.
Jewett dio un paso, después otro, alcanzó
con lentitud la linde del camastro. Las sombras, ante la cercanÃa de la vela,
huyeron de la cama. Depositó la vela en la mesita de noche, descorrió la manta
y la sábana, el cuerpo de Annie se estremeció un poco, solo el tiempo en que Jewett
tardó en acurrucarse a la espalda y taparse de nuevo con el ropaje de cama.
Annie cerró los ojos, también Jewett, quien giró la cabeza y de un bufido apagó
la vela. Rodeadas como estaban de oscuridad, Jewett no pudo ver la sonrisa
maliciosa formada en el rostro de su compañera, una sonrisa que, sin lugar a
duda, la hubiera enervado mucho.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia