domingo, 28 de julio de 2019


«El hombre es la suma de sus fantasías»

A Jewett le molestó que Annie no recolocara el libro, una vez acabado de leer, en el estante que le correspondía de la librería.

—Querida, ¿podrías hacerme el favor?

Annie se tapó la boca con la mano, y Jewett observó en su compañera, a través del espacio entre las finas falanges, como se le curvaba la comisura del labio en una sonrisa maliciosa. Annie desapareció de la estancia sin decir nada, pero huyó, como una niña juguetona, acompañada de una casi inaudible risa traviesa. Jewett le llevaba solo cinco años, pero le molestaba actuar como la hermana mayor o, peor aún, como una inexistente madre. Jewett enarcó las cejas, enarboló un bufido por bandera, se levantó de la silla de su escritorio y se dirigió al pequeño ejemplar abandonado por Annie en la silla y, así, se fijó en el título, Naná, y en el autor, Émile Zola.

«Que cosas de leer, mi Annie», pensó Jewett mientras se ruborizó. Suerte que Annie no estaba, su compañera se hubiera percatado del aumento de color en las mejillas y le hubiera lanzado alguna pícara gracieta que, sin lugar a duda, la sonrojaría todavía más.

«Naná. Una prostituta, nada menos. ¡Que cosas!», iba devolverlo a la estantería, pero lo abrió y estuvo leyéndolo un rato. Después lo depositó sobre su propio escritorio.


—¿Te gusta? —preguntó Annie a la par que acompañaba la cuchara a los labios y tragaba un líquido amarillento, una sopa de puerros, preparada por ambas para cenar.

Dos velas alumbraban el austero comedor y las sombras creaban efectos sinuosos en los rostros y figuras de las dos mujeres. La pregunta tomó por sorpresa a Jewett, quien bajó su cuchara sin llegar a probarla.

—Aún no la he probado —dijo mirando su plato—. Como habrás podido comprobar.
—No, bobita mía —rio Annie ante la seriedad de la otra—. Digo, sí te gusta Naná —Annie mostró aquella sonrisa maliciosa que enervaba tanto a Jewett.
—Que lecturas, querida, por favor. Ya podrías leer a los clásicos.
Las palabras le surgieron atropelladas y, aunque en la mirada de Jewett no había desprecio, sí había un poso de algo más indescifrable.

—Je, je —A la risa de Annie le precedió una sonrisa y pronto, a la risa confidente, la acompañó una mirada penetrante clavada en los ojos de su compañera—. Pero también la estás leyendo.

Jewett se ruborizó y, apresuradamente, se llevó una cucharada a la boca.


—Jewett, Jewett —La voz de Annie surgió premurosa de su habitación.

Jewett caminaba por el corredor sosteniendo una vela, iba camino de su propia habitación, cuando escuchó la repetición de su nombre. Acudió a la puerta entornada de la habitación de Annie e introdujo medio cuerpo en el umbral de la puerta.

—¿Qué te ocurre ahora? —La pregunta de Jewett quiso ser molesta, pero no le salió el tono.
—Tengo mucho frío.
—Te acerco otra manta.

Un pequeño silencio, el cuerpo de Annie tembló bajo las sábanas y la manta.

—¿Por qué no dormimos abrazadas? Como aquella vez.

Jewett se estremeció. La vela creaba extraños claroscuros en la habitación, sobre todo en los bajos de las sábanas de Annie, donde las sombras subían de abajo a arriba, como oscuras manos que quisieran agarrar el cuerpo de su compañera. No dijo nada y se quedó de pie observando el tembloroso cuerpo de su compañera y las sombras que danzaban desde el suelo hasta el techo.

—Por favor, Jewett, sé buena y apiádate de mí, tengo mucho mucho frío.


Jewett dio un paso, después otro, alcanzó con lentitud la linde del camastro. Las sombras, ante la cercanía de la vela, huyeron de la cama. Depositó la vela en la mesita de noche, descorrió la manta y la sábana, el cuerpo de Annie se estremeció un poco, solo el tiempo en que Jewett tardó en acurrucarse a la espalda y taparse de nuevo con el ropaje de cama. Annie cerró los ojos, también Jewett, quien giró la cabeza y de un bufido apagó la vela. Rodeadas como estaban de oscuridad, Jewett no pudo ver la sonrisa maliciosa formada en el rostro de su compañera, una sonrisa que, sin lugar a duda, la hubiera enervado mucho.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 21 de julio de 2019

«Una carta no se ruboriza».



«En 1971, Edgardo Antonio Vigo, uno de los pioneros del arte-correo en Argentina, creó un personaje ficticio llamado Otto von Mach. Vigo enviaba cartas a este personaje a direcciones inventadas en países remotos. Las cartas enviadas le eran devueltas, quedando registrado en cada sobre el itinerario realizado por la misma, su entrada y salida de los diferentes países, las fechas, los informes del cartero que rezan “Destinatario desconocido”, “Dirección inexistente”, etcétera».


Tomé la idea prestada de Edgardo y cada mes, en un estricto intervalo bisemanal, me lancé a la tarea de escribir una misiva a una dirección aleatoria. A diferencia del escritor argentino, aproveché las nuevas tecnologías brindadas por el vasto internet, escogía ubicaciones existentes en Google Maps y seleccionaba en el mapamundi, un país al azar de alguno de los que tuvieran una extensa población de hispanos hablantes: Filipinas, Argentina, México, Perú, España o Estados Unidos. Me alejaba de las grandes urbes pobladas y me fijaba en las pequeñeces del extrarradio, en las minúsculas calles situadas en los arrabales de los núcleos urbanos. Una vez fijada una zona, indagaba en los evocadores nombres del callejero, daba un aumento, hasta obtener un número identificable e inmediatamente sobrevenía la parte más aburrida, detectar la zona y obtener su respectivo código postal.
En el interior de la carta viajaba la misma historia, repetida en esencia con ligeras variaciones, escrita y reescrita en cada ocasión con una vetusta máquina de escribir, una Olympia con un carácter desvencijado, la letra zeta, que, en el momento de imprimirse en la hoja en blanco, se torcía de manera extraña:

«Querido padre, ¡feliz día de tu cumpleaños! No me conoces. Mi madre me dijo que habías muerto. No fue hasta hace poco, a raíz de leer el diario de mi fallecida madre que descubrí acerca de tu existencia. Es por ello que me animo, en esta escueta misiva, a escribirte y desearte felicidad en tu próximo cumpleaños. No deseo extenderme más, pues no sé si todavía vives en esa dirección o si deseas recuperar los lazos que nos unen. En todo caso, feliz cumpleaños de parte de tu hijo».

Mi padre murió cuando apenas era un bebé, no recuerdo su cara, una cirrosis se lo llevó, de más adulto falleció mi madre, y ya obtuve el graduado cum laude en orfandad. La Olympia, con su molesto defecto en la zeta, formaba un particular recuerdo de mi madre que la usaba a menudo y, a partir de datos reales de mi vida como huérfano, recreaba la farsa irreal donde un hijo descubría la existencia de su padre perdido, visos irreales enmascaraban el intrigante asunto recreado en mi morbosidad.
Cada dos semanas me dirigía a una oficina postal. En total, trece oficinas distintas para no levantar sospechas. Certifiqué cada una de aquellas cartas, a pesar del dispendio adicional que suponía, pero de esa manera conocía los detalles e, igual que Edgardo, recibía indicaciones de rutas, caminos y giros por los que habían viajado. Al encontrarse certificadas en todas se incluía mi dirección.


En siete años, con sus 168 cartas, la mayoría fueron devueltas y las que no, supuse, habían sido perdidas. En ningún caso había recibido contestación. No, al menos, hasta ese día, en que recibí respuesta a una de ellas.

«Hijo, hijo estimado. Qué gusto saber de ti. Tu existencia me era desconocida, no pude imaginar por un momento que yo y tu madre... Nos conocimos hace años, en el pueblo, yo trabajaba en el verano, en los campos y estuvimos un par de veces juntos, ya sabés, era muy bonita, con su larga melena morena y su lunar cerca de la oreja, aunque estuve solo tres meses y cuando después marché afuera del pueblo, a seguir trabajando, anduve muy perdido por Europa y tiempo después acabé en Argentina... No sabía, no pude imaginar. Me gusta ver que aún conservas la vieja Olympia de zetas rotas que le regalé. Por favor, me gustaría cartearme contigo. Abrazos afectuosos, tu padre. O.V.M.».

Leí la carta tantas veces seguidas que perdí la cuenta. Mi verdadero padre había muerto de cirrosis, ¿de qué pueblo hablaba? ¡Qué yo supiera mis padres siempre habían vivido en la ciudad! Giré la carta de envío ordinario para averiguar el remitente, pero solo indicaba una dirección argentina, Imorigue du Crayón, el anverso no incluía ningún nombre de persona. En el interior había incluido una copia de mi carta original mecanografiada. ¿Qué me estaba contando aquel hombre de siglas O.V.M? Esas siglas, ¿me recordaban a algo? Sí, caí en la cuenta, Otto von Mach, el personaje de Edgardo. ¿Alguien me estaba devolviendo la broma? Pero si era una estúpida gracieta, ¿cómo sabía el modelo de mi máquina de escribir? ¿Acaso el fallo del carácter zeta era un defecto de fábrica reconocible en las Olympias que yo desconocía? Pero, ¿cómo acertó el color del pelo de mi madre? Quizá se había arriesgado aventurando la tonalidad y, llevado por una apostada aleatoriedad, haber acertado de casualidad, pero ¿también era casualidad el lunar en la oreja? Mi padre, mi verdadero padre existió, murió de cirrosis, no era el hombre detrás de la carta. ¿Cómo lo había hecho? Y mientras dudaba del prestidigitador al otro lado, el juego ya no me pareció tan gracioso.


No volví a enviar cartas, tampoco me llegó ninguna nueva misiva de ningún lugar remoto. No pienso mucho en aquella carta. Intento olvidarla. Una broma muy bien elaborada, una broma al estilo Edgardo. En este planeta siempre hay algún jodido gracioso que sabe preparar bromas de mejor mal gusto que las de uno mismo.



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 14 de julio de 2019

«A mi parecer existe una enojosa tendencia a un exceso de cultura, lo cual conlleva un rechazo a la cultura, de la misma forma que la sobreinformación suscita la desinformación»


—Buenas, ¿la oficina de desinformación ciudadana?
—Quizá.
La irresoluta respuesta la acompaña un funcionario vestido de blanco detrás del mostrador.
—Querría preguntar una cosa del alquiler de mi casa y...
—Disculpe, ¿solicitó hora previa?
Arquea las cejas, ¿cita previa?, ¿cita previa? En el lugar no hay ni un alma, aparte del funcionario y él.
—Pues no, no la saqué, pero no hay nadie.
—Tenga. —El hombre detrás del mostrador le extiende un papelito con una letra y un número. «X-45»
—Pero si no hay nadie. —Insiste con la cara desesperada.
—Espere ahí. — Sin inmutarse, el funcionario levanta la mano y señala detrás de él—. Le llamarán.
Al girar el cuello observa por el rabillo cuatro filas de sillas, un mar de plástico azul burocrático. Se dirige hacia allí sin decir nada, toma asiento, lanza un bufido malhumorado y cruza las manos a la altura del pecho. La pantalla de plasma de la oficina de desinformación muestra una extraña lista de números y letras que no parecen seguir una secuencia concreta, A-78, M-09, I-55, E-13, R-44, D-13, letras y números que conforme pasa el tiempo desaparecen para dar lugar a otros nuevos. Después de una corta espera de dos horas anuncian el X-45 en pantalla. Se levanta y deja el papel en el mostrador, pero antes de pronunciar una palabra, el funcionario se le adelanta.
—¿Algún caso de calvicie en su familia?
—¿Cómo dice?
—¿Viene a informarse sobre el alquiler de su hogar, cierto?
—Sí.
—El estado ha previsto que, según real decreto POE-P-2021-4763, toda persona que acuda a una oficina de desinformación a preguntar sobre bienes inmuebles deberá presentar un informe médico sobre el estado capilar familiar.
—No entiendo.
El funcionario suspira. Le dirige una mirada condescendiente.
—Las personas con calvicie con cargas capilares-familiares están exentas de ciertos tributos, para aplicar el desgravamen solicitamos un informe médico.
Él se encoge de hombros, el pelo le llega hasta debajo de las orejas, tuerce la boca en un gesto elocuente de hastío.
—Vale, pero me da igual el desgravamen, mi pregunta...
—No puede darle igual. La aplicación del desgravamen es obligatoria en caso pertinente. ¿Ha tenido canas alguna vez?
—¿Qué tiene que ver eso?
—Las canas aseguran una longevidad capilar y no dan derecho al desgravamen.
—No, no tengo canas.
—Ya, ya veo. Para su edad debería tener alguna. ¿Se ha hecho algún estudio capilar recientemente?
—Oiga, yo solo quería saber sí...
—Si no responde deberé tomar nota que rehúsa responder a un funcionario público y se le aplicará un cargo a su consulta.
Un nuevo bufido ciudadano.
—No, no me he hecho ningún estudio capilar.
—¡Comprendo! —El funcionario teclea algo en su ordenador. La impresora imprime un folio con el sello del estado—. Acuda a este centro, según le observo y con los síntomas descritos podría aspirar al desgravamen en menos de un año.
—¿Qué insinúa? —Se lleva la mano a la coronilla y arquea los ojos como si intentará verse el pelo.
—Si acude al centro antes de dos semanas tendrá un descuento del 60%. Por fortuna para usted, creo que se le podrá aplicar el desgravamen.
Asiente con la mirada ida, lee el folio con la dirección, se rasca la cabeza y aprieta con fuerza los dedos contra el cuero cabelludo.
—Pues... gracias.
—Gracias a usted por acudir a la oficina de desinformación.

«Joder, yo solo quería preguntar por unas humedades. ¿Me voy a quedar calvo?»

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


lunes, 8 de julio de 2019

Boletín Letraheridos Junio de 2019

Estimados,

Descargar aquí.

Quinto boletín de nuestros amigos #Letraheridos.
«Boletín Letraheridos (005) Junio-2019».

65 páginas con recomendaciones de libros, relatos y textos e informes gráficos.

Además, en esta ocasión, tenemos el placer de haber adquirido y de habernos deleitado con el minilibro Palomitas de Juan Pablo Fuentes, organizador y amigo del boletín letraheridos.




Abrazos, estimados. 😻


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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Mis lecturas en GoodReads

Libros de S. Bonavida Ponce

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