domingo, 21 de julio de 2019

«Una carta no se ruboriza».



«En 1971, Edgardo Antonio Vigo, uno de los pioneros del arte-correo en Argentina, creó un personaje ficticio llamado Otto von Mach. Vigo enviaba cartas a este personaje a direcciones inventadas en países remotos. Las cartas enviadas le eran devueltas, quedando registrado en cada sobre el itinerario realizado por la misma, su entrada y salida de los diferentes países, las fechas, los informes del cartero que rezan “Destinatario desconocido”, “Dirección inexistente”, etcétera».


Tomé la idea prestada de Edgardo y cada mes, en un estricto intervalo bisemanal, me lancé a la tarea de escribir una misiva a una dirección aleatoria. A diferencia del escritor argentino, aproveché las nuevas tecnologías brindadas por el vasto internet, escogía ubicaciones existentes en Google Maps y seleccionaba en el mapamundi, un país al azar de alguno de los que tuvieran una extensa población de hispanos hablantes: Filipinas, Argentina, México, Perú, España o Estados Unidos. Me alejaba de las grandes urbes pobladas y me fijaba en las pequeñeces del extrarradio, en las minúsculas calles situadas en los arrabales de los núcleos urbanos. Una vez fijada una zona, indagaba en los evocadores nombres del callejero, daba un aumento, hasta obtener un número identificable e inmediatamente sobrevenía la parte más aburrida, detectar la zona y obtener su respectivo código postal.
En el interior de la carta viajaba la misma historia, repetida en esencia con ligeras variaciones, escrita y reescrita en cada ocasión con una vetusta máquina de escribir, una Olympia con un carácter desvencijado, la letra zeta, que, en el momento de imprimirse en la hoja en blanco, se torcía de manera extraña:

«Querido padre, ¡feliz día de tu cumpleaños! No me conoces. Mi madre me dijo que habías muerto. No fue hasta hace poco, a raíz de leer el diario de mi fallecida madre que descubrí acerca de tu existencia. Es por ello que me animo, en esta escueta misiva, a escribirte y desearte felicidad en tu próximo cumpleaños. No deseo extenderme más, pues no sé si todavía vives en esa dirección o si deseas recuperar los lazos que nos unen. En todo caso, feliz cumpleaños de parte de tu hijo».

Mi padre murió cuando apenas era un bebé, no recuerdo su cara, una cirrosis se lo llevó, de más adulto falleció mi madre, y ya obtuve el graduado cum laude en orfandad. La Olympia, con su molesto defecto en la zeta, formaba un particular recuerdo de mi madre que la usaba a menudo y, a partir de datos reales de mi vida como huérfano, recreaba la farsa irreal donde un hijo descubría la existencia de su padre perdido, visos irreales enmascaraban el intrigante asunto recreado en mi morbosidad.
Cada dos semanas me dirigía a una oficina postal. En total, trece oficinas distintas para no levantar sospechas. Certifiqué cada una de aquellas cartas, a pesar del dispendio adicional que suponía, pero de esa manera conocía los detalles e, igual que Edgardo, recibía indicaciones de rutas, caminos y giros por los que habían viajado. Al encontrarse certificadas en todas se incluía mi dirección.


En siete años, con sus 168 cartas, la mayoría fueron devueltas y las que no, supuse, habían sido perdidas. En ningún caso había recibido contestación. No, al menos, hasta ese día, en que recibí respuesta a una de ellas.

«Hijo, hijo estimado. Qué gusto saber de ti. Tu existencia me era desconocida, no pude imaginar por un momento que yo y tu madre... Nos conocimos hace años, en el pueblo, yo trabajaba en el verano, en los campos y estuvimos un par de veces juntos, ya sabés, era muy bonita, con su larga melena morena y su lunar cerca de la oreja, aunque estuve solo tres meses y cuando después marché afuera del pueblo, a seguir trabajando, anduve muy perdido por Europa y tiempo después acabé en Argentina... No sabía, no pude imaginar. Me gusta ver que aún conservas la vieja Olympia de zetas rotas que le regalé. Por favor, me gustaría cartearme contigo. Abrazos afectuosos, tu padre. O.V.M.».

Leí la carta tantas veces seguidas que perdí la cuenta. Mi verdadero padre había muerto de cirrosis, ¿de qué pueblo hablaba? ¡Qué yo supiera mis padres siempre habían vivido en la ciudad! Giré la carta de envío ordinario para averiguar el remitente, pero solo indicaba una dirección argentina, Imorigue du Crayón, el anverso no incluía ningún nombre de persona. En el interior había incluido una copia de mi carta original mecanografiada. ¿Qué me estaba contando aquel hombre de siglas O.V.M? Esas siglas, ¿me recordaban a algo? Sí, caí en la cuenta, Otto von Mach, el personaje de Edgardo. ¿Alguien me estaba devolviendo la broma? Pero si era una estúpida gracieta, ¿cómo sabía el modelo de mi máquina de escribir? ¿Acaso el fallo del carácter zeta era un defecto de fábrica reconocible en las Olympias que yo desconocía? Pero, ¿cómo acertó el color del pelo de mi madre? Quizá se había arriesgado aventurando la tonalidad y, llevado por una apostada aleatoriedad, haber acertado de casualidad, pero ¿también era casualidad el lunar en la oreja? Mi padre, mi verdadero padre existió, murió de cirrosis, no era el hombre detrás de la carta. ¿Cómo lo había hecho? Y mientras dudaba del prestidigitador al otro lado, el juego ya no me pareció tan gracioso.


No volví a enviar cartas, tampoco me llegó ninguna nueva misiva de ningún lugar remoto. No pienso mucho en aquella carta. Intento olvidarla. Una broma muy bien elaborada, una broma al estilo Edgardo. En este planeta siempre hay algún jodido gracioso que sabe preparar bromas de mejor mal gusto que las de uno mismo.



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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