En la esquina contraria, escondido tras un armario repleto
de libros, un joven con tupé espiaba a Ignatson: «¿Subes o no?». El profesor
Strambotikus, ajeno a la investigación de sus propias acciones, continuaba
comprobando la estabilidad de la escalera. Una bibliotecaria pasó por el lado
del hombre, le saludó e intercambio unas palabras con él. «Por fin», pero para
disgusto del muchacho, después del breve intercambio de palabras, la mujer se
despidió y continuó su camino dirección de la planta baja. «Joder». Ignatson
Strambotikus rodeó la escalera hasta situarse bajo ella, de manera que tras su
espalda quedaban los libros y delante de él la parte posterior de la escalera, en
esa especie de tipi india miró hacia arriba, examinando el herraje que mantenÃa
a la guÃa superior en su sitio, miró fugazmente de un lado a otro,
inspeccionando con agudeza la sala. Zeno se quedó inmóvil y contuvo la
respiración. El profesor, ante la falsa creencia que se encontraba solo y ajeno
a su atento espÃa, de improviso zarandeó violentamente la escalera de arriba a
abajo, hasta que un leve crujido descolocó el herraje de la guÃa superior.
«Coño, ¿qué hace?». El profesor volvió a su lugar de origen enfrente de la
escalera, la intentó mover de nuevo, pero las ruedas del herraje superior se
habÃan salido de la guÃa y el zarandeo de un lado para otro no surtió el mismo efecto
como en la vez anterior. Pasaron los minutos, Ignatson continuaba enfrente de
la escalera y de vez en cuando la asÃa para intentar mover, el crujido se repetÃa
y paraba, miraba al techo, al lugar donde el herraje que él mismo habÃa
descolocado se habÃa salido de la guÃa. «¿A qué juega?». Después de unos
minutos, la misma bibliotecaria volvió cargada con unos libros e Ignatson la
abordó. La mujer miró al techo, depositó los libros que llevaba sobre una mesa de
estudio cercana y asió por los laterales la escalera. Al intentarlo un crujido,
más fuerte que los anteriores, reverberó por la sala. La mujer se dirigió a
Ignatson, este asentÃa y señalaba con un dedo hacÃa la última estanterÃa, se siguió
un intercambio de frases que, por desgracia Zeno no llegaba a escuchar, y
después de algunas frases más la bibliotecaria, con gesto un poco cansado,
asintió y se marchó con los libros. Ignatson no se movÃa de delante de la
escalera. Zeno no dejaba de espiarle sin atreverse a mover, aunque ya llevaba
un rato meándose. Unos cuantos minutos más tarde, la bibliotecaria reapareció
con la técnica de mantenimiento, una mujer corpulenta con mono de trabajo azul,
la mujer ni se dirigió al profesor, examinó la escalera con mirada de cirujano
y se situó, como momento antes habÃa hecho Ignatson, bajo el ángulo que formaba
la escalera con las estanterÃas, de nuevo lanzó una mirada a lo alto, gruñó, se
resituó una vez más delante de la escalera y desde esa posición empujó el
artilugio hacÃa la pared como si fuera una saco de boxeo, por un momento se
escuchó un crujido satisfactorio, no como el tono de los anteriores que transmitÃan
rotura. La técnica se palmeó las manos y con un único movimiento de cabeza se
despidió del profesor y de la bibliotecaria. La bibliotecaria iba a hablar,
pero Ignatson la atajó y volvió a señalar con la mano a la última fila, zarandeó
en un gesto histriónico la escalera y se cruzó de brazos. La mujer se encogió
de hombros, intercambió unas palabras, él negó con la cabeza y continuó en su
postura, con las manos cruzadas delante del pecho y mirando a través de su
máscara hacia el techo. Finalmente, la bibliotecaria se acercó a la escalera y empezó
a subir los travesaños, cuando llegó a la última estanterÃa cogió cuatro libros
y, con ellos en las manos, bajó hasta el suelo. Se los entregó a Ignatson que acercó
el lomo a la cara y debió comprobar los códigos inscritos en el tejuelo, pues
por la inclinación de la cara y la dirección de la tela donde se suponÃa estaban
los ojos no se dirigÃan al centro del lomo, sino abajo, a la esquina donde la pegatina
identificativa informaba del sistema de clasificación bibliotecario. AsÃ, con
los volúmenes en su poder, se despidió de la bibliotecaria que marchó presta
como si hubiera hablado con el mismo diablo; por su parte, Ignatson se marchó
en dirección contraria hacia el único lugar al que se iba escaleras arriba: a
la cafeterÃa de la terraza. Y Zeno marchó tras él.
Zeno llegó con un estudiado retardo respecto a los andares de su objeto de espionaje. Letreros en letras rojas y fondo blanco escritos únicamente en neerlandés anunciaban el lugar donde se encontraban, Universiteitsbibliotheek, es decir, biblioteca universitaria, en concreto la terraza de la misma donde se encontraba además una esplendida cafeterÃa que usaba toda la planta, con grandes ventanales e incluso un aprovechable espacio al aire libre para los dÃas donde el clima acompañase al estudio exterior. Él traspasó el umbral y observó el intenso azul del cielo tras las nubes blancas, inmensas, espaciadas, tanto que dejaban suficiente hueco entre ellas para permitir el paso del sol, una claridad impetuosa que calentaba la piel y la sensación de calidez se veÃa aumentada al no encontrarse en el aire ningún viento molesto. Todas las mesas se encontraban ocupadas por grupos de estudiantes, aunque Ignatson habÃa conseguido agenciarse una pequeña de color naranja, la más alejada de la puerta, un lugar esquinado y cercano a la barandilla, quizá demasiado para alguien como él y por eso el profesor habÃa separado dos palmos la mesa de la baranda protectora. Zeno inclinó la cabeza y miró abajo, no habÃa mucha altura hasta la calle, pero dedujo que para alguien que tenÃa miedo a subirse a una escalera la distancia debÃa ser considerable, aunque la biblioteca solo fuera un edificio de tres plantas. Abajo, un suelo empedrado, como un mar calmo, acogÃa un centenar de bicicletas ancladas como bajÃos reposando en puerto, alzando la vista y si superaba el picudo edificio universitario erigido enfrente de la biblioteca, contenedor de aulas y despachos, el despejado dÃa permitÃa ver la lÃnea del horizonte, la playa y el mar, el verdadero, pues las bicicletas reposaban quietas en su improvisado mar de suelo empedrado en la calle.
Zeno examinó el entorno antes de dar los pasos finales hacia
su objetivo. El lugar que ocupaba Ignatson, la mesa más alejada de la terraza,
se encontraba en un punto de difÃcil acceso, pues alrededor de ella no se
podÃan sentar grupos de estudiantes, como sà ocurrÃa en el resto de mesas,
donde se apretujaban sillas con hasta cuatro o seis estudiantes apiñados en
torno a las escuálidas superficies de colores, pero la mesa de Ignatson no
permitÃa esa agrupación, pues se encontraba encajonada en una esquina, dificultada
por un aparato extractor de aire, o un artilugio similar, y en dicha estrechez apenas
cabÃa la mesa y una silla; un lugar, por otro lado, perfecto para una persona
solitaria, pero no daba lugar a que otro se sentara; sin embargo, pronto
encontró la solución, habÃa un zócalo de hierro sobresaliente en la pared,
debÃa ser un peldaño colocado estratégicamente por el arquitecto para que los
técnicos de mantenimiento se subieran sin problemas al aparato de aire y lo
pudieran arreglar, la superficie no era muy grande, pero él no ocupaba mucho y
ahà podrÃa sentarse un momento y, de ese modo, recostarse al lado del profe. SÃ,
el plan estaba listo. Zeno se alisó el inexistente pelo lateral, inspiró
profundamente, ancló la vista hacia el objetivo, alias El profesor Ignatson
Strambotikus y, con pasos decididos, fue hasta él.
—Buenos dÃas. —Una vez anunciado con el saludo, Zeno se sentó al lado de Ignatson en el escuálido peldaño sobresaliente de la pared.
Ignatson levantó la vista de la mesa, ojeaba un libro
codificado como XI 3.9, una lÃnea vertical y un 43, de tanto observar a su
presa habÃa adquirido el mismo hábito, pero si desviaba la vista del tejuelo podÃa
leerse en el lomo, Gandhara Sculpture Volume I, un volumen que contenÃa
en la portada esculturas de la india clásica. El profesor no respondió, aunque Zeno
supo que lo miraba a través de la máscara de pigmento blanco oscuro, pues la
telilla alrededor de los ojos, más fina que el resto, traslucÃa el movimiento
ocular y, tras ella, se intuÃan unos ojos atentos.
—Buenos dÃas, señor Strambotikus. —Insistió mostrando una
gran sonrisa.
—¿Le conozco? —Cerró el libro, lo apartó a un lado y prestó
su atención al intruso.
—SÃ, soy alumno suyo.
—¡Ah! —masculló Ignatson.
—De Gualtra.
—Eso es obvio. Es la única asignatura que imparto aquÃ.
Zeno calló un momento antes de continuar.
—SÃ, claro, menuda obviedad, ¿verdad? —Pausó un instante la
conversación y sonrió—. QuerÃa decirle que me encanta su clase y que es un
inmenso honor para mà formar parte de ella.
—Está bien.
Ignatson calló y se le quedó mirando fijamente. Forzó una sonrisa,
más histriónica que las anteriores y, por tercera vez, se alisó de nuevo el pelo
raspado en los laterales, además de rascarse la oreja.
—Habrá que estudiar mucho para aprobar una asignatura tan
complicada. No tiene uno la suerte de estudiar una nueva lengua todos los dÃas.
—Asà es.
Las telegráficas respuestas del profesor incrementaban sus
gestos nerviosos, asà Zeno reacomodó la espalda y levantó un poco el coxis de
la estructura, pues empezaba a dormÃrsele esa zona ante la forzada postura.
—Seguro que usted conoce muchos trucos y atajos para poder aprobar
mejor la asignatura.
—El único atajo es el estudio.
—Por supuesto, seguro que sÃ, estudiar, estudiar y más
estudiar. ¿Sabe? Tiene usted toda la razón. Hincar los codos. Justamente aquÃ
los holandeses tienen una expresión para decir justamente eso, pero no la
recuerdo, en fin, que querÃa comentarle que tengo un primo que estudió con usted
en la Universidad de Bellaterra en un intercambio de estudiantes extranjeros,
como hacemos aquÃ. Seguro que se acuerda de él, somos muy parecidos, ¿sabe?, casi
gemelos nos dice la gente, como dos gotas de agua.
—¿A sÃ?
—Claro. Se llama Quinn Papadakis. SegurÃsimo que se acuerda
de él.
—Recuerdo al señor Papadakis.
Ante el reconocimiento del familiar, la floreciente sonrisa en
el rostro de Zeno desterraba el nerviosismo previo y, envalentonado por la
confirmación, acercó su mano al interior de la chaqueta, con exactitud al
bolsillo donde tenÃa un sobre con dos mil euros.
—¡Eso es estupendo, señor Strambotikus! Mi primo me habló
maravillas de usted, me dijo lo atento que era, lo buen profesor que era, siempre
dispuesto a ayudar a los alumnos con problemas de estudio. ¿Sabe a dónde quiero
ir a parar? —Le guiñó un ojo, pero la mueca no tuvo respuesta alguna por parte
del interlocutor que respondió escuetamente:
—Creo que sÃ.
—¿Me puede pasar ese libro?
Zeno señaló al libro con portada de esculturas indias e
Ignatson lo levantó y se lo entregó. Zeno tragó saliva. Abrió el volumen y,
entrecerrando las piernas, lo dejó sin sujetarlo con ninguna mano encima de las
rodillas y el cuádriceps. La mano izquierda agarró el mismo lado de la chaqueta
y lo extendió como si fuera una vela hinchada al viento, tapando asà la lÃnea
de visión de cualquier mirada maliciosa hacia el sobre que estaba extrayendo
del bolsillo interior, sobre que depositó seguidamente entre medio de las
páginas del libro y con la mano derecha libre lo cerró, soltó la chaqueta,
agarró el libro y, con una sonrisa, se lo devolvió; sin embargo, Ignatson no
mostró ningún gesto de querer coger el libro. Ante el imprevisto, lo depositó sobre
la mesa lo más cerca posible al profesor.
—No… ¿No lo coge?
—Claro que lo cogeré.
Pero las palabras contradecÃan la nulidad en los ademanes
fijos y estáticos del profesor, que lo escrutaba con la pose clavada en él.
—¿Hará conmigo lo mismo que hizo con mi primo? Necesito una
confirmación clara de que nos estamos entendiendo: ¿Sabe?
—Por supuesto que sé, pero hay tres condiciones.
—¿Tres condiciones?
—Recoja el libro, por favor.
La expresión de Zeno se turbó, negó con la cabeza, no de
manera premeditada, sino en un gesto automático, y de la misma manera apretó la
lengua contra el interior del labio inferior, la fuerza de la inercia hizo que la
sinhueso saliera disparada y se produjo un inesperado chasquido, guardó la
lengua y se rascó la barbilla en un claro gesto frustrado. Tras el alarde de
nervios recogió el libro con el sobre dentro.
—¿Qué tres condiciones?
El profesor se giró, inclinó el torso y rebuscó en su
mochila negra, que estaba en el suelo en el lado opuesto a donde se encontraba Zeno.
De ella extrajo dos cartulinas rectangulares tan pequeñas como la palma de una
mano, una de fondo blanco y la otra color crema, y le entregó ambas. Zeno las aceptó.
—Primera. No entregará ningún sobre. Hará una entrega de lo
acordado a la cuenta bancaria que figura en el papel blanco.
Zeno asintió y el profesor continuó.
—Segunda. No hará ningún ingreso hasta que me entregue traducida
al inglés, al castellano y al esperanto, la frase escrita en Guáltra que hay en
el papel de color crema.
La curiosidad ante la segunda condición le sedujo y observó de
reojo el galimatÃas de glifos y caracteres que se apiñaban escritos con
bolÃgrafo en apenas cuatro lÃneas sobre color crema. Zeno bamboleaba la cabeza en
un movimiento aquiescente e inconsciente, paseando la vista de la cartulina
blanca a la cartulina crema. Pero…
—¿Y la tercera condición?
—Tercera. Ni se le ocurra en próximas conversaciones usar la
muletilla ¿sabe?. Sea concreto en su lenguaje.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia