domingo, 22 de marzo de 2020

«El talento se forma en la soledad; el carácter, en medio del torbellino del mundo»
Capítulo V. Exlibris.

La tierra tembló y las puntas de los tallos en la hierba se alzaron hacia el cielo succionados por un fortísimo remolino aéreo que emitía destellos blancogrisáceos en todas direcciones. Dos formas semihumanas danzaban dentro de él, un ser bajito y una mujer alta de pelo blanco. Para cuando el pequeño Maelstrom se desvaneció Utla y su acompañante estaban uno enfrente del otro cogidos de las manos.
—¡que... que... mareo! —Soltó las manos de Utla y cayó de rodillas al suelo.
—Tranquila. Tómate tu tiempo. Es normal sentirse mal después de una succión cronotópica.
Con una parte de sus sentidos atrofiados por el vaivén antinatural y con una sensación de vértigo anclada en estómago, garganta y cabeza, lo que realmente le produjo mareo fue escuchar, por vez primera, la voz de su anfitrión. Surgía en un tono dulce, similar a la del ser vestido de negro, su hermano, pero aunque en gravedad sonaban parecidas, la de Utla poseía un timbre más cálido.
—¿hablas?
—Aquí sí.
La redondez de la amorfa cara se estiró hacia los lados, como si, a pesar de no tener boca, le dirijiese una gran sonria. Demasiadas emociones, parpadeó, Utla le tendió la mano y, agarrándole la palma, se dejó ayudar. De nuevo en pie miró en derredor. Se encontraban en una pequeña colina y a lo lejos divisó una ciudad, con fábricas, casas, un granero de forma cónica, un puerto con embarcaciones, algunas a vapor y pequeños edificios extendidos por la ribera del río. Un alargado y enorme puente de piedra cruzaba de lado a lado la caudalosa corriente. El humo negro de las chimeneas empobrecía el paisaje y ennegrecía la visión del entorno.
—¡que lugar más feo!
—Si es un lugar precioso.
Volvió a revisar el lugar, casitas bajas con techos piramidales, la azulosa agua brillaba cuando las nubes permitían a los rayos solares restañar sobre ella, la desembocadura del río moría en la inmensidad del mar, el entorno parecía propio de un cuento de hadas pero por más empeño en observar la belleza, que su anfitrión aseguraba, las columnas de humo negro surgiendo de las fábricas la apartaban de todo pensamiento de beldad.
—¿dónde estamos?
—¿Qué libro cogiste en la biblioteca?

¿La biblioteca? ¡Había buscado un picaporte pero no lo encontró! Se había arrastrado hasta el fondo de un ropero y se había deslizado por unas escaleras en forma de caracol hasta un limbo oscuro, repleto de libros y candiles. ¿El libro? Sí, en su mente, como si las palabras de Utla fueran un resorte mágico, aparecieron imágenes de las ideas que le evocaban aquellos caracteres indescifrables. Un chico joven, travieso y un tanto perverso con los animales. Empequeñecido por las artes mágicas de un duende. Nils, Nils Holgersson se llamaba. Había gansos, muchos, y a lomo de ellos en un proceso migratorio sinfín cruzaban suecia, de sur a norte y de norte a sur, igual que lo hicieran los antiguos colonos que poblaron aquella tierra, pero llegados a este punto existía una complicada mezcla de visiones arremolinadas en su mente, los colonos no formaban parte de Nils, ni de los gansos, ¿por qué vió además imágenes del hermano de Utla, un gallo negro y una chica joven? 

—me confundo.
—Céntrate en el chico.

¿Cómo sabía Utla que estaba pensando en un chico? Tampoco tuvo mucho tiempo de pensar en esa frase, nuevas visiones, tan claras que parecía tenerlas delante, pasaron fugaces por su pensamiento. 
Nils se despedía del ganso. Pasaron un par de años. Nils, con un cuerpo más recio, propio de un adulto, abrazaba a un hombre y una mujer mayores que él, besos en las mejillas, palmadas afectuosas, algunas lágrimas. ¿Eran sus padres? Nils partía de una casa humilde con un cobertizo repleto de animales y marchaba con un grupo de jóvenes a través de las carreteras, apenas pertrechaban pequeños hatillos al hombro y, después de una penosa marcha durante días, llegaron a una ciudad colindante a un río, con fábricas repletas de chimeneas y de ellas un humo negro ascendía hasta el cielo, y, reposando al margen del río, pequeños barcos pesqueros. Pagaron peaje en un puente de piedra que atravesaba el caudaloso río, entraron en la ciudad y, el chico, se puso a trabajar como pescador pero un caudal de agua inundó su visión. Un gallo negro, picotazos y un tesoro. Muchas lágrimas. El hermano de Utla, vestido con su atuendo negro, se sentaba en un banco de madera. Se encontraban en el interior de una taberna, ¿qué hacía él al lado del chico?, le hablaba y, de nuevo, más palmadas. Después la imagen se emborronaba, y el ser vestido de negro se había esfumado, la escena era la misma pero sin él. Nils seguía en la misma posición, estirado medio cuerpo encima de la mesa, con una jarra de cerveza en la mano y los ojos, acuosos, mirando al vacío.

—tu hermano está aquí —Dudó—. por cierto, no me has dicho como se llama.
—Me preocupa más Nils.
—¿por qué no quieres decirme cómo se llama tu hermano?
El pequeño ser zarandeó de un lado para otro la cabeza, la respuesta costó de llegar, como si tuviera algún impedimento en pronunciar el nombre, aunque finalmente respondió:
—Nutla.
—¡oh! utla y nutla, ni que fuérais gemelos o algo así.
—Algo así, pero dime, por favor, ¿dónde está Nils?
—lo vi en una taberna. estaba con nutla. aunque después no.
—¿Mi hermano estaba con él?
—no lo sé. la imagen era bastante... confusa.
—Estimada, debemos averiguar que le ocurre a Nils.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.


domingo, 15 de marzo de 2020

«[...] alzando el candil con todo su aceite, dio a don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado; [...]»


1

Siguiendo las risas avanzaba en medio de la negritud, por suerte, en la pared, talladas en hendiduras semicirculares, reposaban candiles. Cogió uno y continuó con sus pasos.



Una estancia delante de ella contenía cinco hileras de librerías dispuestas en paralelo, sin contar las dos laterales que forraban las paredes, y dentro de ellas miles de libros.



Caminó, caminó y caminó, las estancias se unían unas con otras por mediación de un pequeño túnel, y cada una formaba una forma geométrica distinta a la anterior.



Alzó la cabeza, las risas surgían de un volumen que brillaba con una inmensa luz blanca.

2

Subido a una gran escalera, Utla se encontraba delante de una inmensa librería repleta de volúmenes, entre sus manos reposaba un pesado volumen al cuál le quitaba el polvo con un plumero.


Cruzó las manos delante del pecho, «Espera, espera», y, con mimo, depositó el pesado en el hueco de dónde había salido.




A oscuras, avanzaba con pasos cortos, giró en una esquina, sorteó una hilera de cinco estanterías paralelas con dos adicionales pegadas a las paredes.

«Lo sabéis, me acerco a ella».


De la siguiente sala, de un libro, emanaba una brillante luz grisácea.
3

El ser vestido de negro examinaba un pesado libro entre sus manos.
—¡Maldita, boba! ¿Cuánto tardará? —Estaba sentado en una silla desvencijada, en medio de una habitación destartalada.



El libro empezó a emitir un haz de luz, al principio triangular, después cuadrado, rectangular, hexagonal, así variando en forma y colores.
—¡Bien, bobita, estás cerca!


Encima de la mesa, el pesado libro tembló y una página empezó a emitir luz. Una extraña luminosidad, casi imposible de describir su fulgor.



Se recolocó el sombrero y, con cuidado, abrió el volumen por la página que emitía un intensa luz negra.




«Tú no encuentras los libros,
son ellos los que te encuentran a ti». 


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


lunes, 9 de marzo de 2020

«Un armario, escaparate (en Venezuela y Cuba​), clóset (en Hispanoamérica​), ropero, placar o placard (en Río de la Plata​), es un mueble cerrado por medio de puertas, en cuya distribución interior puede haber estantes, colgadores para perchas y cajones, ideado para guardar cosas».

No había entendido aquella página, una página abierta al azar, una página finalizada con numerología extraña: emes, equis e íes. No sentía fuerza en las piernas y, envuelta en su dormidera, y con cierta reticencia a acercarse a la blancor, deambulaba manteniendo las distancias con la pesada puerta que ocultaba tras ella el vacío. Le daba miedo acercarse a ella, pero si el pequeño ser venía de allí, es que, forzosamente, algo debía haber al otro lado que sustentara sus pasos, ¿por qué no podía ella ver ese algo?, ¿qué significaba el libro que tenía entre sus manos?, ¿era alguna clase de pista para salir de allí? En sus prisas por leerlo no había siquiera leído el título. Era un pesado volumen y al intentar cerrarlo para ojear la portada, el dedo pulgar se le trabó en una página, en la que leyó lo siguiente en el primer párrafo.

«[...] Nunca le parecieron sus cantos tan bellos como en aquella hermosa noche; hasta el mismo ambiente se hallaba lleno de armonías que recogían el eco de sus canciones.
Cuando terminaron, se abrió de modo rápido la puerta de la casa y alguien, con paso rápido, marchó hacia ella. [...]»
El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia.


De igual modo que acontecían las palabras tan bellamente escritas, y recién leídas por ella, la puerta de la habitación se abrió, pero, a diferencia de la narración, lo hizo de forma lenta, sin ningún ruido ni melodía. Dejó el pesado volumen otra vez sobre la silla y avanzó sin miedo hasta la... ¿Blancor? Ya no existía la inmensa nada, en vez de ello, una amplia sala con un alargado ventanal mostraba el lejano paisaje del lado opuesto de la casa. No había montañas en esa zona, un verde prado era la antesala de un valle y un río, presumiblemente el mismo del otro lado, se introducía serpentenado por el valle, abriéndose paso entre trigales, árboles, caminos y hierba. Miró al techo, las mismas vigas de su estancia soportaban la parte superior. A mano derecha había un pequeño vestíbulo donde unas escaleras bajaban a otra planta y, más allá, una enorme puerta cuadrada que, intuía, no podía abrirse, al menos por el momento. Había más habitaciones al fondo, a la izquierda, o al menos así lo intuyó por una puertecilla alejada, y supo que, en el pasadizo entremedio de esas habitaciones, había una escalera, anclada en el techo que se abría dando un brinco y estirando del cordel que sujetaba la punta de la escalera, y supo también que, tras ese acto gimnástico, se escondía la buhardilla, pero le dio miedo pensar en ese lugar, oscuro, negro, tétrico y decidió tomar las escaleras hacia abajo. En la planta baja se encontró con un vestíbulo de idéntico tamaño y proporción que el del piso de arriba. A la derecha había una sala, sin puertas cerradas en la que entraba muchísima luz por dos ventanales igual de rectangulares y grandiosos que el de la estancia de arriba. Las paredes se encontraban rodeadas por una librería inmensa que llegaba desde el suelo hasta el techo. Miles de libros de distinto grosor, color, forma y relieve se repartían por los estantes. Una escalera, con rieles y ruedas móviles, permitía llegar a las estanterías superiores; unos sofás pequeños, con mesitas adosadas a los lados, se encontraban en medio de la sala; y una alfombra tapizada en forma de flor coronaba el centro desde el suelo. El olor dulzón de los libros, un sabor avainillado que surgía de la cantidad de lignina atesorada entre los volúmenes, se le clavó en la nariz. La tripa le rugió. Tenía hambre, y, no supo cómo, se encontró atravesando un comedor muy espacioso, con una mesa circular y ocho sillas, para acabar en la cocina de estantes colgados del techo, con una alargada mesita pegada a la pared y utensilios repartidos por la encimera en forma de ele: cuchillos, cucharas, cucharones, tenedores y un sinfín de aparejos más. La comida, por desgracia, no se encontraba allí, salió de la cocina, atravesó el comedor y, como si llevara toda la vida viviendo en la casa, cruzó el comedor hasta llegar a una pequeña alacena donde unos estantes contenían comida envasada, tarros de semillas, conservas, algo de pan. ¡Imposible resistirse! Rompió una punta de la barra que sobresalía de un cesto y se lo llevó a la boca. La tripa le rugió satisfecha. De nuevo, desplazándose como si no fueran sus piernas la que la llevaran de un lado para otro, dio un extraño giro al comedor y se encontró en un baño doble separado por una mampara opacada, en la primera zona había una bañera alargada, de cerámica blanca con grifos dorados y un armarito colocado en la esquina, una puertecita daba a la siguiente zona, allí estaba el lavabo, que tanto ansiaba. No más cuñas.

[...] Una vez aliviado su cuerpo, y necesitaba mucho alivio, salió al comedor, la luz del mediodía entraba por otro gran ventanal, ¡sin lugar a duda aquella era la casa de los grandes ventanales!, y la claridad se repartía como un torrente por todas las estancias. Sin pararse a contemplar el bello cuadro que formaba la conjunción iluminada por la claridad solar: mesa y ocho sillas; giró a mano derecha y se encaminó a un vestíbulo. El vestíbulo. Si atravesaba la puerta se encontraría libre, solo debía girar el picaporte. Eso era, girar el picaporte. ¿Y ese guardarropa en la entrada con un doble fondo que contenía unas escaleras que conducían a...?, ¿a dónde conducían esas escaleras? La puerta, la puerta, la puerta. Debía girar el picaporte e irse, pero entró en el guardarropa donde la primera prenda con la que se topó de bruces fue una pequeña chaqueta blanca, debía ser una de repuesto de su anfitrión. ¿Dónde había quedado el picaporte? También pendía de otra percha el mullido abrigo que le había regalado el ser vestido de negro, junto a más prendas de abrigo y algunos zapatos rojos. Apartó con las manos las ropas allí colgadas, tanteó con las yemas la esquina de madera situada al fondo, encontró el anclaje, un pequeño tirador escondido y la pared del fondo se deslizó. El paso era estrecho, bastante frío y húmedo, y de las escaleras circulares adentrándose en la tierra surgía una risa con una voz muy parecida a la suya, ¿parecida?, ¿solo parecida?, ¡era idéntica a su timbre!, misma entonación, cadencia y forma, incluso en la minúscula pronunciación, «ji, ji, ji», «ji, ji, ji». Las carcajadas emitían una felicidad difícil de esquivar, ¿era ella? Le fue imposible no seguir lo que creía su propia voz y, a pesar del frío, algo de miedo y de la humedad, bajó por la escalera de caracol.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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