«Un armario, escaparate (en Venezuela y Cuba), clóset (en Hispanoamérica), ropero, placar o placard (en Río de la Plata), es un mueble cerrado por medio de puertas, en cuya distribución interior puede haber estantes, colgadores para perchas y cajones, ideado para guardar cosas».
No había entendido aquella página, una página abierta al
azar, una página finalizada con numerología extraña: emes, equis e íes. No
sentía fuerza en las piernas y, envuelta en su dormidera, y con cierta
reticencia a acercarse a la blancor, deambulaba manteniendo las distancias con
la pesada puerta que ocultaba tras ella el vacío. Le daba miedo acercarse a
ella, pero si el pequeño ser venía de allí, es que, forzosamente, algo debía
haber al otro lado que sustentara sus pasos, ¿por qué no podía ella ver ese
algo?, ¿qué significaba el libro que tenía entre sus manos?, ¿era alguna clase
de pista para salir de allí? En sus prisas por leerlo no había siquiera leído
el título. Era un pesado volumen y al intentar cerrarlo para ojear la portada, el
dedo pulgar se le trabó en una página, en la que leyó lo siguiente en el primer
párrafo.
«[...] Nunca le parecieron sus cantos tan bellos como en
aquella hermosa noche; hasta el mismo ambiente se hallaba lleno de armonías que
recogían el eco de sus canciones.
Cuando terminaron, se abrió de modo rápido la puerta de la casa y alguien, con
paso rápido, marchó hacia ella. [...]»
El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia.
De igual modo que acontecían las palabras tan bellamente
escritas, y recién leídas por ella, la puerta de la habitación se abrió, pero,
a diferencia de la narración, lo hizo de forma lenta, sin ningún ruido ni
melodía. Dejó el pesado volumen otra vez sobre la silla y avanzó sin miedo
hasta la... ¿Blancor? Ya no existía la inmensa nada, en vez de ello, una amplia
sala con un alargado ventanal mostraba el lejano paisaje del lado opuesto de la
casa. No había montañas en esa zona, un verde prado era la antesala de un valle
y un río, presumiblemente el mismo del otro lado, se introducía serpentenado por
el valle, abriéndose paso entre trigales, árboles, caminos y hierba. Miró al
techo, las mismas vigas de su estancia soportaban la parte superior. A mano
derecha había un pequeño vestíbulo donde unas escaleras bajaban a otra planta y,
más allá, una enorme puerta cuadrada que, intuía, no podía abrirse, al menos
por el momento. Había más habitaciones al fondo, a la izquierda, o al menos así
lo intuyó por una puertecilla alejada, y supo que, en el pasadizo entremedio de
esas habitaciones, había una escalera, anclada en el techo que se abría dando
un brinco y estirando del cordel que sujetaba la punta de la escalera, y supo
también que, tras ese acto gimnástico, se escondía la buhardilla, pero le dio
miedo pensar en ese lugar, oscuro, negro, tétrico y decidió tomar las escaleras
hacia abajo. En la planta baja se encontró con un vestíbulo de idéntico tamaño
y proporción que el del piso de arriba. A la derecha había una sala, sin
puertas cerradas en la que entraba muchísima luz por dos ventanales igual de rectangulares
y grandiosos que el de la estancia de arriba. Las paredes se encontraban
rodeadas por una librería inmensa que llegaba desde el suelo hasta el techo.
Miles de libros de distinto grosor, color, forma y relieve se repartían por los
estantes. Una escalera, con rieles y ruedas móviles, permitía llegar a las
estanterías superiores; unos sofás pequeños, con mesitas adosadas a los lados, se
encontraban en medio de la sala; y una alfombra tapizada en forma de flor
coronaba el centro desde el suelo. El olor dulzón de los libros, un sabor
avainillado que surgía de la cantidad de lignina atesorada entre los volúmenes,
se le clavó en la nariz. La tripa le rugió. Tenía hambre, y, no supo cómo, se
encontró atravesando un comedor muy espacioso, con una mesa circular y ocho
sillas, para acabar en la cocina de estantes colgados del techo, con una alargada
mesita pegada a la pared y utensilios repartidos por la encimera en forma de
ele: cuchillos, cucharas, cucharones, tenedores y un sinfín de aparejos más. La
comida, por desgracia, no se encontraba allí, salió de la cocina, atravesó el
comedor y, como si llevara toda la vida viviendo en la casa, cruzó el comedor
hasta llegar a una pequeña alacena donde unos estantes contenían comida envasada,
tarros de semillas, conservas, algo de pan. ¡Imposible resistirse! Rompió una
punta de la barra que sobresalía de un cesto y se lo llevó a la boca. La tripa
le rugió satisfecha. De nuevo, desplazándose como si no fueran sus piernas la
que la llevaran de un lado para otro, dio un extraño giro al comedor y se
encontró en un baño doble separado por una mampara opacada, en la primera zona
había una bañera alargada, de cerámica blanca con grifos dorados y un armarito
colocado en la esquina, una puertecita daba a la siguiente zona, allí estaba el
lavabo, que tanto ansiaba. No más cuñas.
[...] Una vez aliviado su cuerpo, y necesitaba mucho alivio, salió al comedor, la luz del mediodía entraba por otro gran ventanal, ¡sin lugar a duda aquella era la casa de los grandes ventanales!, y la claridad se repartía como un torrente por todas las estancias. Sin pararse a contemplar el bello cuadro que formaba la conjunción iluminada por la claridad solar: mesa y ocho sillas; giró a mano derecha y se encaminó a un vestíbulo. El vestíbulo. Si atravesaba la puerta se encontraría libre, solo debía girar el picaporte. Eso era, girar el picaporte. ¿Y ese guardarropa en la entrada con un doble fondo que contenía unas escaleras que conducían a...?, ¿a dónde conducían esas escaleras? La puerta, la puerta, la puerta. Debía girar el picaporte e irse, pero entró en el guardarropa donde la primera prenda con la que se topó de bruces fue una pequeña chaqueta blanca, debía ser una de repuesto de su anfitrión. ¿Dónde había quedado el picaporte? También pendía de otra percha el mullido abrigo que le había regalado el ser vestido de negro, junto a más prendas de abrigo y algunos zapatos rojos. Apartó con las manos las ropas allí colgadas, tanteó con las yemas la esquina de madera situada al fondo, encontró el anclaje, un pequeño tirador escondido y la pared del fondo se deslizó. El paso era estrecho, bastante frío y húmedo, y de las escaleras circulares adentrándose en la tierra surgía una risa con una voz muy parecida a la suya, ¿parecida?, ¿solo parecida?, ¡era idéntica a su timbre!, misma entonación, cadencia y forma, incluso en la minúscula pronunciación, «ji, ji, ji», «ji, ji, ji». Las carcajadas emitían una felicidad difícil de esquivar, ¿era ella? Le fue imposible no seguir lo que creía su propia voz y, a pesar del frío, algo de miedo y de la humedad, bajó por la escalera de caracol.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Hola, Buhos dias! Tardo pero llego y me voy sorprendida como siempre de la capacidad de relatar que tienes, gracias, Saludosbuhos.
ResponderEliminarEstimados, buhos:
EliminarEspero estéis bien. Gracias por las palarbas, se hace lo que se puede, con la narrativa y con la imagianación. :-p
Ululantes saludos.