«Dedicado a mi amigo Henry Slim»
Tengo vértigo. No es algo particular ni único. Recuerdo el
momento exacto de su adquisición. Tenía menos de diez años. Mis tías de
Venezuela venían a casa de vacaciones. Un día, mi padre decidió invitarlas a la
Sagrada Familia mientras mi madre nos esperaba fuera del recinto y alegaba que
no le gustaban las vistas desde arriba. Así que mi padre, mis dos tías y yo, ascendimos
por el ascensor. Recuerdo el enrejado circular de la cabina, un espacio amplio
y, si mi memoria infantil no me engaña, diría que la ascensión la formábamos
una treintena de personas hacinadas en aquel ataúd cilíndrico. Para cuando
llegamos al límite vertical de ascensión, dispuesto por la limitación del
edificio, nos apeamos. Quedaban unas tortuosas escaleras de caracol hasta el puente
más alto, el que une la torre central con la más alta.
Llegamos. «Mira abajo», señaló mi padre con mis dos tías al lado y le hice caso. La
perspectiva disminuida de las cosas, las diminutas personas eran pequeños puntos
huidizos, los coches de juguete circulaban como controlados por una precisión
mecánica por el asfalto, el desconocido terrado naranja de las casas, las copas
de los pinos recreaciones en miniatura de los verdaderos árboles, vuelos de
pájaros similares a amebas, un parque con un minúsculo lago. Demasiado...
demasiado extraño, confuso, perturbador. Mi visión se convirtió en una imagen
borrosa y cerré los ojos. Me acuclillé en el puente. Ya no pude mirar abajo. En
ese momento descubrí que tenía vértigo. No hace falta narrar el penoso
descenso, pegado a la escalera de caracol viendo a través de los estrechos
ventanales el delirio de mi mareo.
Hace poco, mi gran amigo Henry se compró un sistema de
realidad virtual y me mandó unos vídeos por guatsap. Por las indicaciones en el
vídeo, el sistema se componía de un casco con lentes y unos mandos para las
manos. Un cable conectaba el casco a la potente tarjeta gráfica de su ordenador
y esta, a la par, enviaba la señal de los mundos renderizados a las gafas y al monitor
del ordenador. Gracias a ese truco podía grabar lo que veía y, al estilo de los
Gamers de Youtube, enviar la grabación a quien quisiera. En el
vídeo, una demo introductoria de las posibilidades del sistema, había un
espacio de baldosas infinitas —estilo Matrix— y delante de él un menú flotante con
distintas opciones. Todo muy impresionante. La demo servía para introducir al
usuario con los controles visuales y, sobre todo, con los táctiles. El casco se
le acoplaba al cráneo y le tapaba los ojos, y en cada mano un mando.
La primera escena. Un planeta extraño con una sobrecogedora luna
gigante en el firmamento y el extraterrestre de turno saludándole.
Impresionante. Los detalles trazados sobre el renderizado mundo eran
exquisitos. El movimiento enfrente de él una gozada, el ser de piel aceitunada
y viscosa le miraba con sus grandes ojos. Parecía tan asustado como su
interlocutor.
La segunda escena. Una caravana futurista y un robot pequeño,
volador y de mirada amigable, le enseñaron las capacidades de los controles
táctiles. Recoger objetos, lanzarlos, apuntar, disparar, apretar.
En la siguiente demo la visión se apareció abruptamente desde
lo alto de un rascacielos. El escenario recordaba a una ciudad de corte steampunk.
Mi amigo soltó un: Ostia. No era para menos. Se encontraba a centenares
de metros del suelo. Él también tiene vértigo. A pesar de la seguridad que me
ofrecía el visionado del vídeo desde mi cómodo sofá, intuí el peligro en la
altura, el vértigo causado por la increíble recreación de la perspectiva, los inmensos
rascacielos recortados por la tenue luz del anochecer, un puente, similar al de
Brooklyn, y coches de juguete transitando por él, a la izquierda un tranvía
avanzando por unos raíles suspendidos del suelo por columnas de acero y la
visión del lejano asfalto, solo intuido metros más abajo. La visión me recordaba
a la Sagrada Familia. Henry acabó el vídeo con: «Un
día me visitas y te enseño la realidad virtual. Es la caña, amigo». Me quedé pensando en esa altura. No es para tanto. No es
real.
Su experiencia me recordó a una de las primeras exhibiciones
de cine de los hermanos Lumière. Un tren acercándose a la estación y, leyenda o
no —seguro que personas impresionables hay en todos los tiempos y lugares—,
algunos espectadores se asustaron y causaron algún revuelo. ¿Cómo no se iban a
asustar si era la primera vez que experimentaban ser arrollados por un tren?
Pensé en ese símil, en esa primera visualización y en esta recién nacida
realidad virtual. Estamos en los inicios de la virtualidad y, al igual
que nuestros coetáneos del siglo XIX, nos asustamos por la falta de
experiencias previas, por ser, para nosotros, demasiado novedoso el sistema.
Nuestros futuros coetáneos, del siglo XXI, pensarán que nadie de nuestra
generación se asustó al ver la realidad virtual por primera vez, pero errarán,
igual que nosotros lo hacemos con los espectadores decimonónicos.
Mi amigo y yo concertamos una quedada para un día de febrero.
Compré el billete de tren y bajé hasta su casa. Tomamos unos vermuts, comimos y
pasamos a su Sancta Santorum. En la sala me esperaban el potente
ordenador de sobremesa con la tarjeta gráfica de última generación, el casco con
gafas incrustadas y los dos controles táctiles. Me acopló el casco en la cabeza
fijándomelo con una tuerca, me puso los mandos en las manos y activó la demo, la
misma que días atrás me había pasado en vídeo.
No es lo mismo narrarlo que verlo. La realidad virtual es una
experiencia vital que es imposible reproducir por ningún medio: visual, narrado
o escrito. Es imposible porque ninguna descripción o vídeo consigue el honor de
la experiencia en primera persona. Para entenderla solo es posible vivirla.
Mi amigo activó el sistema.
La sala de baldosas infinitas apareció ante mí.
Impresionaba, pero no asustaba. Después vino el extraterrestre. Ver el paisaje
de ciencia ficción con la inmensa luna y el suelo extraño bajo mis pies me
emocionó. Estaba en otro mundo. Después jugué con el robot en la caravana y me
acostumbré a los mandos. «Ahora te pongo los rascacielos,
amigo. No te asustes». Esa advertencia me confirmaba
que mi amigo era consciente de mi mal de alturas. Tenía su vídeo grabado en mi
mente. Cada detalle. No me iba a impresionar. No era real.
Fundido a negro, un escaso silencio de carga y... allí
estaba.
El sonido del viento a gran altura y los ruidos de una
inmensa urbe me rodeaban. Suspendido en una viga de hierro, con una barandilla
a mi derecha, miraba los altísimos rascacielos enfrente de mí. Se me aceleró el
corazón. No era real, pero fue asomarme al vacío y cualquier vislumbre de
irrealidad desapareció. Cerré los ojos. Temblé. «¿Estás
bien, amigo?». Insistió Henry. Le respondí que
había cerrado los ojos. «¿Lo quito?». No, aún
no. Volví a abrir los ojos. El inmenso paisaje urbano, una ciudad con
rascacielos de los ‘50, acero y piedra, miles de alargados ventanales incrustados
en el edificio. Inspiré, no osaba apartar la mirada del refugio seguro que era
el rascacielos y que me servía de guía para no mirar abajo. Empecé a sudar. Me forcé
a asomar la cabeza, un ligero movimiento que el sistema detectó. Apenas incliné
la cabeza a un lado del andamio, y, al igual que en la Sagrada Familia hace
años, mi visión se difuminó. Intenté apoyarme en la barandilla de mi derecha,
pero mi mano y la barandilla no se encontraban en el mismo plano. A mi mano del
mundo real le era imposible apoyarse en un objeto que solo mis ojos veían, un
objeto que no estaba en este otro lado de la realidad. La disruptiva sensación
acabó de colapsarme, no caí al suelo —al suelo real en la habitación de mi
amigo— porque precipitado volví a cerrar los ojos. Mi amigo se anticipó y pasó a
la siguiente escena. Sentí mi corazón desbocado en lo más profundo de mis tímpanos.
Lo demás no es digno de remarcar.
Ha pasado una semana y todavía recuerdo
el vacío. La inmensidad. El miedo. Aún no consigo creerme que algo irreal
produzca un miedo tan real. Me gustaría creer que, de repetir la experiencia,
no pasaré miedo, pero me engaño. Lo irreal, bien maquillado y aderezado, es tan
pavoroso como lo real. Tengo que repetir.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Chist, entre nosotros los ascensores me dan un poco de miedin, de claustrofobia! Y ni hablar de las escaleras mecanicas, puf!!
ResponderEliminarEstimados buhos: Cada uno con sus miedos, hay que respetar las fobias, después de todos, también nos hacen experimentar sensaciones nuevas.
EliminarRecuerdo un capítulo de expediente X con un final en las escaleras bastante inquietante.
Ululantes saludos.