«Alguna vez
se duerme
el buen Homero»
Habíase un lugar:
Recibía el nombre de Ätraby, una prospera villa situada en la desembocadura del majestuoso río Ätran, en el estrecho de Kattegatt, cerca del mar del Norte. En tiempos remotos un honorable señor, del que se ha perdido el nombre, construyó una fortaleza al lado de la ribera del río, de esa manera defendería su población ante ataques enemigos. La responsabilidad del baluarte fue pasada de padres a hijos, y de hijos a nietos, en digna sucesión hasta llegar a Eskil Krak, señor de villa y castillo. Impartía justicia, defendía las tierras y recogía los impuestos. El oro que recogía, pues en aquel tiempo aún no existían las monedas, se almacenaba bajo los cimientos de la propiedad en laberínticos pasadizos que solo los más allegados de Eskil conocían. Estos eran: el propio Eskil Krak; Nils, amigo y fiel caballero (sí, se llamaba como yo); Cecilia, la hermosa hermana de Eskil; y dos mayordomos de los que ni trovadores ni crónicas recogieron su nombre.
Lejos de allí, el duque Erik envidiaba las riqueza de Ätraby. En secreto, reunía tropas para conquistar la villa y asaltar los tesoros del castillo. Ajenos a las mezquindades del enemigo, los días transcurrían plácidos para Nils y Cecilia. La pareja recogía el pago de los impuestos y, con la ayuda de sus dos mayordomos, guardaban la recaudación en las galerías subterráneas situadas bajo el castillo de las que solo ellos conocían el camino. Cuando sus obligaciones se lo permitían, los dos jóvenes daban largos paseos por la linde del río, se regalaban miradas titubeantes, bonitas palabras y reían. Eskil Krak veía con buen interés aquel acercamiento y en su pensamiento edificaba planes para entrambos.
Lejos, el envidioso duque Erik ya había reunido una poderosa hueste y marchó hacia la población de Ätraby. La gente de la villa no opuso resistencia ante el ejercito invasor, lo contrario que Eskil Krak, quién guarnecido tras las murallas aguantaba el asedio con sus fieles, una tropa reducida, pero fiel que defendería tras el interior de las murallas. Dejándose ver desde las almenas díjole a su enemigo: Nuestros tesoros jamás tendrás. El duque rio ante las palabras. Congregó a sus capitanes y, presto, planificó un ataque. Su enorme ansía por adquirir el oro allí guardado, solo se ensombrecía ante la lascivia despertada por la beldad que sabía dentro, la hermana de Eskil, Cecilia. Una primera incursión nocturna acabó con la mitad de los defensores, Nils, malherido, mantenía su posición en la muralla. Eskil Krak ordenó a Cecilia guardar las joyas familiares en los subterráneos junto a la recaudación. El duque Erik forzó un segundo ataque y, a pesar de que sus tropas aún no se habían repuesto, la segunda tentativa sí tuvo éxito. La milicia del valeroso Eskil Krak feneció por las espadas enemigas, igual que lo hiciera el valiente Nils y el propio señor del castillo. Cecilia, en los subterráneos, seguida de sus dos mayordomos, escuchó los agónicos gritos de arriba. Ya no había quién los defendiera. El castillo estaba tomado y Cecilia, al saberlo perdido, mandó a sus dos fieles mayordomos quemar las vigas que apuntalaban la galería.
La historia en este nudo del camino es confusa, se desconoce si los dos mayordomos salieron ilesos o quedaron sepultados al derrumbarse el techo de la galería que, con tanto ahínco, había socavado el incendio. El duque, para su furia, vio ascender las llamas desde el subsuelo. El fuego asolaba el fuerte y nadie podía apagar las malditas llamas. Cuando el galló cantó, al despuntar los primeros rayos anaranjados del día, solo quedaba un hilo de humo ascendiendo hacia el cielo, pero ninguno de sus hombres supo encontrar acceso alguno a los subterráneos y, sin más maldad que avivar, el duque Erik regresó sin ningún tesoro a sus dominios.
Cecilia rezaba en los subterráneos al lado del tesoro. Sin saber el tiempo que llevaba y con la visión desfallecida se le apareció un gallo negro. Este cacareó: «Doncella, un gran tesoro tienes, si morir aquí abajo no quieres, la mitad me entregas». Ella se negó en rotundo, ni una mísera pepita entregaría al innoble espíritu, este, ofendido por la terquedad de la doncella la embrujó con un hechizo de sueño. La muchacha quedó profundamente dormida. El duende se lanzó a la pila de oro, pero el cuerpo de Cecilia aferraba con su cuerpo el montón que, apelmazado y como si fuera una única pieza compacta, no cedió ni una moneda al intruso. El duende intentó despertarla de nuevo, pero fue en vano, pues hay algunos hechizos que una vez lanzados no pueden ser disipados, al menos no por su ejecutor. Y así quedó Cecilia, y hasta que ella no despierte, no habrá nadie: hombre, mujer, duende, espíritu o demonio, que pueda arrebatarle el tesoro que corresponde a los habitantes de Falkenberg.
Se cuenta que el duende se convirtió en un gallo negro y se quedó vagando ad eternum por las galerías, a la espera de algún noble corazón noble que encontrara el tesoro y despertase a la doncella.
Y eso es todo. Se me repite cada maldita noche.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia