En el café,
después de siete años corriendo juntos, le pregunté al fin su nombre. Ella
respondió y replicó realizándome la misma pregunta. Una tardía presentación es
mejor que ninguna, y en aquella pequeña cafetería italiana estuvimos hablando
largo rato hasta que se nos hizo muy tarde. Apenas recuerdo sobre que hablamos,
en mi mente guardo la maravillosa sensación de la mágica conexión mutua, cuando
dos personas coinciden en el tiempo, en el espacio, en el amor y en nada más. Nos
habíamos enfriado e íbamos a salir de aquel encuentro con un resfriado o algo
peor.
Aunque debo ser
sincero con vosotros, antes he dicho que no recordaba casi nada de aquel
encuentro. No es exactamente cierto, si recuerdo mi última pregunta, pues me
costó mucho realizársela, «¿Estas enferma?», le pregunté con pena mientras
señalaba su preciosa cabeza sin rastro de pelo alguno. Ella rió animadamente. «No
bobo», contestó, «esto es por una apuesta con una amiga». La miré asombrado. «¿Qué
clase de apuesta hace cortar a una mujer su bonito pelo largo?» le pregunté realmente
asombrado. Ella no podía parar de reír y yo seguía sin entender porque estaba
tan contenta de no tener pelo. Entonces se calmó. «Verás», me dijo, «mi amiga se
apostó conmigo que si me cortaba el pelo al cero, y el tonto del dorsal
1008 me invitaba a un café, ella también
se cortaría el pelo». El tonto del dorsal 1008 era yo. Me reí mucho con aquella
apuesta y pensando, que por mi culpa, otra mujer a la que no conocía de nada
también se quedaría calva por una temporada. Aquella imagen me hizo soltar una espontánea
carcajada, y entonces, sin poder remediarlo, me uní a su contagioso festival de
alegría. Nuestras mentes se rozaron por un breve lapso de tiempo, mientras reíamos
como niños, al compás de un antiguo juego.
Por desgracia era
tarde, y el camarero muy amablemente nos invitaba a marchar.
Por suerte para
mí ella cogió la iniciativa, al igual que en las carreras, siempre un paso por
delante.
«Vente a mi casa», me sonrío, «nos duchamos, cenamos y seguimos hablando».
«Vente a mi casa», me sonrío, «nos duchamos, cenamos y seguimos hablando».
La verdad sea
dicha, aquella noche no hablamos mucho. Tampoco cenamos. Pero desde entonces ya
hemos pasado doce años juntos. Un tiempo maravilloso que nos ha permitido
hablar mucho de todo aquel periodo en nuestras vidas. Y en esos momentos de
intimidad compartida, cuando el abrazo del amor supera cualquier dificultad, siempre
recordamos lo que cada uno pensaba del otro... mientras corríamos.
—FIN—
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia