miércoles, 21 de octubre de 2020



«El fin del mundo requería tiempo para producirse, y el tiempo, pensó Susannah, se aplicaba en la labor con la parsimoniosa habilidad de un maestro torturador, capaz de matar rápido o despacio pero siempre con un dolor atroz»

El poder de la brevedad en un relato ganador del premio Locus 2018 y finalista, en el mismo año, del premio Hugo.

No es para menos, en menos de 10 000 palabras, Nagata destila las esencias vitales de la humanidad tales como supervivencia, anhelos, tecnología, desastres planetarios y extraplanetarios… y nos los arroja a la cara.

«Somos una especie brillante […] .Valientes, creativos, generosos… pero solo como individuos. En grandes números, fracasamos siempre».
La autora, residente en Hawái, presumiblemente ha vivido en más de una ocasión la fuerza devastadora de la naturaleza y ha aprovechado esa proximidad a los huracanes para relatarnos en un tono epopéyico el relato de una especie humana cercana al fin de su colapso como civilización.

Había una vez, un obelisco…

«Había empezado a considerarlo su propio monumento, y a verse a sí mismo como un Ozymandias cuya obra estaba condenada a olvidarse […]».
Pero la historia no va de un gran todo, de una enorme y compleja sociedad, pues no hay espacio físico para desarrollarla. Nagata nos embarca en un proyecto pequeño, la construcción de un obelisco, un recordatorio de una especie próxima a su fenecimiento… ¿o tal vez no?

Y es esa duda la que se erige altiva tal obelisco, pues si hay algo de especial en la especie humana es, sin lugar a duda, esa capacidad inasible llamada esperanza. 



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 11 de octubre de 2020

«Fortunata salió de la cocina sin decir nada, cejijunta y con los labios temblorosos».

—Debe pinchar por el lado. —Linn emuló un corte transversal con la mano—. Si lo hace por arriba lo desmontará.
—que torpe soy. gracias, ji, ji, ji.
—¿No son de por aquí, verdad?
—pues no… no, ji, ji, ji, ji.
—Es usted muy… feliciana.

No supo que contestar a eso y la mirada penetrante de la joven, taza humeante en mano, que la escrutaba en silencio no la ayudaba a calmarse. Al menos, la indicación previa sobre como pinchar el tenedor en la comida le permitía, al fin, engullir el salmón y la masa sin desmadejar el pastel. El silencio la incomodaba y no sabía que decir, por eso preguntó lo primero que le vino a la mente:

—esta mañana… ¿estabas en la taberna?

Un extrañó temblor atravesó el rostro de Linn, aunque pronto recuperó su aplomo y el acostumbrado arqueo en las cejas, confiriéndole a su rostro la acostumrbada mirada felina, la misma que mostraba en la taberna.

—Sí…
—que riquísimo está esto.
—¿No había probado el pastel de salmón?
—pues, no, ji, ji, ji. está buenísimo.
—Ya veo.

Después de la respuesta su anfitriona volvió a recrearse en la mudez de la contemplación de su invitada. Comer siendo observada y sin conversar. ¡Qué situación tan incómoda!

—¿y que hacías allí? —preguntaría lo que fuese con tal de eliminar el molesto silencio.
—¿Dónde? —Linn se revolvió en la silla y carraspeó.
—en la taberna…
—Repasaba las noticias del Falkenbergs Tidning con el grupo del Lyceum femenino.
—oh, ¿leíais un periódico? qué bonito tiene que ser leer.
—¿No sabe leer?
—bueno… no. ji, ji, ji
—Oh.

Las respuestas de su anfitriona eran cada vez más escuetas, cortantes, onomatopéyicas, el pensamiento le trajo dolorosos recuerdos y el silencio volvió a campar a sus anchas. Linn la observaba extrañada y ese acto aumentó su intranquilidad. 

—¿y por qué no saludaste a nils en la taberna?
—¿Cómo dice…? —Linn se ruborizó.
—sí, en la taberna, nils estaba allí, ¿no ha dicho que son amigos?, ¿por qué no le saludaste?
—No debí fijarme que estaba allí.
—pero si estabas mirándolo todo el rato, al principio pensé que nos mirabas a nosotros, pero después me di cuenta que lo mirabas a él.

El rubor en el rostro de Linn se incrementó, las cejas adquirieron un ángulo aún más desproporcionado y la sonrisa, ya tensa, desapareció por completo.

—Perdone, pero no tengo costumbre de que me tuteen los desconocidos, ni tampoco de dar explicaciones sobre mis actos ni mucho menos justificarme ante nadie sobre lo que hago o dejo de hacer.

Ella se sonrojó muchísimo. Lo del tuteo lo había leído en algún libro de los prestados por Utla, cierta forma de cortesía en algunas culturas, recordaba otros ademanes y formas de tratamiento en distintas civilizaciones, pero… ¿y qué narices había molestado a la muchacha? Había tantísima información que asimilar que se saturaba. Se encontraba mal. Enseguida volvió al momento presente, tampoco imaginaba que había preguntado de incorrecto que hubiera podido molestar a su anfitriona, solo intentaba mantener una conversación para no comer en silencio, nada más. Realmente no se acostumbraba a las maneras de aquellos seres. Linn esperó a que acabara de comer, sin levantarse de la silla recogió con dilación el plato de su invitada, en la misma postura lo fregó con un poco de agua y, entonces sí, se levantó.

—Sígame.

No dijo nada y obedeció.

—Puede dormir en el jergón. Si tiene frío le puedo sacar otra manta.
—no, gracias. está todo bien, perdone si…
—Si necesita cualquier cosa no dude en despertarme —atajó Linn—. ¡Buenas noches!

Y dicho eso, Linn se desabrochó la falda, se quitó la chaqueta y depositó el sombrero sobre un pomo de la cama. Ella se acostó en el jergón, tal cual vestida, sin atreverse a decir nada más.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 4 de octubre de 2020


«El futuro del mundo pende del aliento de los niños que van a la escuela»


Atravesaron el pequeño descansillo, un doble portalón dio paso a una nueva estancia rectangular repleta de mesas pequeñitas, taburetes y una pizarra al fondo. Media docena de amplias ventanas, cerradas con destartalados postigones, auguraban una buena claridad exterior. En las mesas reposaban lápices, libros forrados por cartón y columnas de folios dispuestas en una apilación milimétrica, el orden de la improvisada columna contrastaba con una esquina alejada en el suelo, en ella se desparramaban hojas blancas con dibujos infantiles, de trazos irregulares y colores saturados; cubos rojos, verdes y azules con grafías estampadas en cada lado, símbolos imposibles de discernir para ella formaban un caótico vocabulario. Dos osos de peluche finiquitaban la docente estampa.

—Es la escuela para familias pobres —anunció Linn—. La mayoría son hijos de marineros. No es tan bonita como la otra, pero nos apañamos.

—a mí me parece preciosa.

Linn sonrió. Antes de llegar a la cocina, pasaron por una estancia que contenía una cama y un jergón. A pesar de la escasez de lujos, la ornamentación de la habitación vestía en las paredes unos coloridos cuadros de plantas y, en una esquina, un alargado reloj de cuco emulaba un talle pajaril: un nido, dos pájaros y tres huevos. Una estantería alargada contenía más libros de los que era capaz de soportar. Unos visillos blancos bordados a mano reposaban sobre una mesita y en una cómoda descansaba un espejo circular que le devolvía su imagen falsa: la de una mujer de altura más bien bajita con un gracioso estampado floral y una falda plisada. ¡Así me ve ella! ¡Así me ven todos!
En el minúsculo espacio de la cocina, Linn le ofreció un taburete con dos travesaños como respaldo y se sentó, la anfitriona también tomó asiento y reposó los codos sobre la misma pica de la cocina, una tabla alargada de madera apoyada sobre maderos en la que reposaban utensilios de cocina. Un alargado anaquel recorría la anchura de la cocina de punta a punta, encima de él algunos potes y bastante libros, en su lomo había grafías que, sin saber leer, le evocaban gustosos platos, suculentas delicias marinadas y otras degustaciones que la obligaron a salivar con discreción. Linn acercó hacia ambas una campana cubre alimentos, el material traslúcido dejaba ver en el interior una masa esponjosa y cubierta por tiras rosadas, acercó un cuchillo y al levantar la campana de cristal un fuerte olor a salmón acudió hasta su nariz. ¡Por favor, no rujáis ahora, no rujáis! La imagen mental del ruido de tripas exorcizó cualquier aquelarre estomacal. La mano de Linn, agarrando el alargado cuchillo, se acercó certera al pastel, subdividiéndolo en un trozo generoso que depositó en un plato pequeño. Se lo acercó a su invitada y le añadió al lado del plato una servilletita de tela, un tenedor y un vaso con agua.

—Si quiere vino también tengo.

—no, gracias, así está muy bien. que manjar, ji, ji.

Aunque tenía muchísima hambre, se forzó a comer con lentitud, un controlado pinchazo con el tenedor sobre la superficie esponjosa separó de manera abrupta parte de la masa principal. El salmón y el contenido se desparramaron sobre el plato de manera torpe. No tenía conocimiento sobre cómo servirse aquella comida, sumada a su inexperiencia, el hecho de vigilar a su anfitriona de soslayo no la ayudaba en la concentración de la tarea. Linn, sin levantarse de su silla, pues tan pequeña era la cocina que sentada desde su taburete podía llegar a los rincones situados a media altura, calentaba agua en una tetera enorme. Como no quería escrutar con tanto detenimiento a su anfitriona, continuó comiendo con deleite, a pesar del brusco desarme del sabrosísimo manjar.


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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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