domingo, 4 de abril de 2021


«Por debajo de la memoria y la experiencia,
por debajo de la imaginación y la invención,
por debajo de las palabras hay ritmos
».


El sueño se alargó bastante rato más y durante ese deambular dudé si el tiempo onírico transcurría de manera más acelerada que el tiempo consciente*, tal y como comentaba DiCaprio a Elliot Page —entonces Ellen Page— en la película Origen (Inception).

*(tempus lucidus según algunos manuales de oniricología).

En el interior de la bruma somnolienta, los días pasaron y me hallé de nuevo entre las paredes del aula donde la profesora Le Guin presidía el improvisado claustro preuniversitario y aludía a la importancia de la obra de Miller, Otro Giro de Tuerca, sobre todo la enorme repercusión que tuvo en otras obras, incluso en una película… y se quedó callada mirando el fondo de la clase, a la puerta doble por donde entrabamos y salíamos del aula, escapándosele el título de la cinta que no acudía a su memoria.

Deduje que se refería a la cinta de Amenábar y con Nicole Kidman de protagonista, pero la película que recordé en mi inmersión onírica —estoy en los años cincuenta—, todavía no se había estrenado en esa época, en la fantasía no soy consciente, lo seré al despertar, menudas mezclas temporales se gastan las fabulaciones de los sueños.

Y como nadie más en el aula parecía saber la repuesta o ni un alma se atrevía a responder, por vergüenza o por pereza, alcé la mano y Úrsula, con un esperpéntico gesto de mano, me dio la voz.

Los otros, de Amenábar —respondí ufano.

—Eso es, señor, buena respuesta.

Que bien me sentí al recibir el elogio de Úrsula y un pensamiento se recreó en mí. ¡Ãšrsula sabe que existo! Menuda estupidez el ansia de reconocimiento, ni siquiera llegó a pronunciar mi nombre porque con toda seguridad desconocía la mayoría de nombres de sus alumnos, pero para mí, en aquel momento que dictó, «buena respuesta», me supuso ser el centro de la mirada de una persona de culto que para mi ego suponía el mayor de los logros. Tamaña alegría se vio empañada por la disquisición posterior. ¡Qué poca cosa somos!

Por suerte el sueño continuó y me llevó de nuevo al flequillo moreno de mi compañera que, sin comparación alguna, era lo mejor de esta fantasía onírica, pues ni literatura ni escritora de culto ni estudios preuniversitarios eclipsaban mi deseo por ella. Al fin, mis insistentes cuchicheos habían logrado el primer efecto: una cita. Paseábamos agarrados de la mano por el arcén de una avenida transitada por antiguos Thunderbird con capota, algún Corvette descapotable y un Buick, ¿por qué acudían estos extraños nombres a mi sueño? ¿De dónde extraía marcas de coche de los cincuenta y de un país lejano? La respuesta más sencilla se podía transcribir en dos palabras: Ni idea.

De lo que sí era plenamente consciente era el calor de su mano apretando la mía y la firmeza de los dedos entrelazados. Nuestro paseo nos llevaba por debajo de robles que atenuaban la luz de las farolas, y el tiempo se deslizaba con nosotros y para nosotros, y de la mañana pasamos a la tarde sin apenas una notoria transición y sin importarnos el extraño hecho. A pocos metros de nosotros, una pareja, un marinero, traje oscuro y gorra blanca inclinó el cuerpo sobre una muchacha vestida de enfermera —la imagen versaba sobre esa famosa fotografía que conmemora el final de la segunda guerra mundial—; una instantánea de época que la maquinaria propagandística norteamericana se ha encargado de colectivizar en los inconscientes colectivos a base de mazazos publicitarios. La escena resultaba del todo impropia en la acera de la avenida, no había celebración ni festejos, se acercaba la noche, pero la pareja causó su debido impacto y me giré hacia mi compañera que también los observaba e inclinó levemente los hombros interrogándome con el gesto, ¿qué hacía?, ¿aprobaba o desaprobaba?, ¿interrogaba, negaba, suplicaba o qué? ¡Vaya!, pensé (no sé si se puede pensar dentro de un sueño, pues ¿no es pensamiento puro el mundo onírico?) La única deducción lógica es: debe ser ahora o nunca; y con suavidad la arrastré hasta una pared cercana, no quería torcerle el espinazo como el marinero a la enfermera, y con atenta dulzura la besé en los labios, y tras el primer contacto sonrió. La sensación, antes de despertar, fue similar a la de aquel escritor archiconocido —se me escapa el nombre igual que a Úrsula la película— que escribió que la literatura resultaba fabulosa, pero ni toda la literatura del mundo sería importante si por la noche no tuviera a su mujer al lado.

Y, creo, pues mis recuerdos son traicioneros, desperté.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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