domingo, 31 de julio de 2016


«Acmé (del griego άκμή) 
en su origen significa "la punta", 
o "el filo de un objeto",
y en sentido figurado, 
el momento en que algo 
está en su máximo esplendor».

Érase mañana, en un lugar no muy lejano,

—¡Maldita máquina! Quitapuestos de trabajo —El que chilla es Vartuc. El que odia es Vartuc. Él es un neoludita, su odio desmedido hacia la tecnología posee un nuevo objetivo esta tarde: un inocente robot mesero. En su rostro porta unas gafas de sol que ocultan los ojos, su ropa deportiva, con una capucha echada sobre la cabeza, dificulta aún más cualquier identificación visual.

—Su café, señor —El robot mesero contesta ajeno al odio de su interlocutor.

La pequeña cafetería está situada en una apartada zona de la ciudad, sin lugares emblemáticos ni edificios importantes, suele ser un lugar desértico. La única pareja del establecimiento, una pareja de ancianos, recogen sus pertrechos y se levantan de la mesa al escuchar chillar al joven.

El robot mesero es un modelo antiguo, un androide construido en masa, sin ninguna clase de personalización.
El robot mesero posee rasgos humanoides: dos piernas, dos manos, rostro con dos ojos, dos orejas, nariz y una mal representada cabellera.
El robot mesero extiende un café caliente a Vartuc, mientras sus pupilas inexpresivas, sin parpadeo alguno, se quedan mirando al rostro humano que tiene delante.

—¡Maldita máquina!

El vaso de café se estrella contra la cara metalizada que apenas mueve las pestañas, estas destilan un pequeño líquido jabonoso para aclarar la visión. El ser mecanizado se agacha y recoge el vaso. El amarronado líquido resbala por su cuello, bajando lentamente por el pecho.

—¿Lo quemamos? —susurra la compañera de Vartuc a pesar de ser los únicos clientes en el local. Ella cumple a la perfección las normas del más riguroso paroxismo paranoide. «Puede haber cámaras grabando el audio». Sus ojos también miran con desprecio al androide que tiene delante.

—El domingo a la noche —La respuesta, también susurrada, se engarza con ira contenida a la de su compañera. La respuesta es fría. La respuesta contiene un antiguo odio.


El robot mesero inicia la secuencia de cierre en la pequeña cafetería. Después de confirmar el cierre, la puerta baja lentamente, y el androide mira en derredor con el cuello bien alto. Normalmente duerme de pie en la pequeña trastienda de la cafetería, pero el pequeño comercio no cuenta con la carga de alto voltaje necesaria para recargar su batería. Es por ello, que una vez a la semana, debe acudir al centro de recarga más próximo. El más cercano queda a cuatro kilómetros del establecimiento. El robot vuelve a mirar en derredor, debe asegurarse de no sufrir ningún daño, aún debe ser productivo muchos años.

Gira en la avenida sur 12 con calle Ote 245B, es una colonia extremadamente cuadriculada, todas las calles se parecen mucho.
Los primeros días su sistema de GPS se confundía constantemente. Tardó dos meses en adaptarse para recorrer de la manera más eficiente la distancia entre la cafetería y la central de recarga.

Finalmente, se decide a caminar y se dirige por la avenida sur 12.

Al girar en Plaza Mayor, un golpe le destroza la córnea del ojo derecho. Un líquido amarillento surge de la cavidad mecánica.

El robot levanta el rostro.
El robot recibe otro devastador golpe.
El robot cae al suelo.

—No mires, maldita máquina —la voz distorsionada de una sombra con un bate metalizado se cierne sobre él.

El único ojo del robot observa el suelo. Intenta mover sus manos, pero detecta que están inservibles. Su pierna derecha tampoco funciona correctamente.

—¿Qué desean? —Apenas un hilo de voz surge de la máquina.

—Tu muerte. Engendro robatrabajos —Los golpes aumentan. El sonido del metal contra el metal se recrudece.

—No me hagan daño. Aún debo trabajar... —Pero el mecanizado ser ya no puede hablar. La vara de hierro se precipita contra su rostro, hunde con fuerza su boca y nariz hacia dentro, el sistema hablativo queda severamente dañado. El robot intenta de nuevo emitir un mensaje, pero solo se escucha un zumbido.

Las varas de metal golpean sin piedad a la indefensa estructura humanoide. El desamparado ser solo puede observar con su único ojo como la oscuridad se abalanza gradualmente sobre sus sistemas. «No me hagan daño. Aún podría haber sido útil un par de años». Los golpes no cesan, la brutalidad humana, con toda su frustración, odio, miedo, asco y la estúpida vergüenza machacan al indefenso ser de metal.

Maldito odio, del cráneo metalizado surge un líquido viscoso, se esparce por el suelo.
Maldito odio, el resultado de la rabia humana finaliza.
Maldito odio, el robot mesero ya no existe.


Atribución: Imagen creada por Comfreak en Pixabay

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 24 de julio de 2016



«Melena, y barba fingida
a Proserpina advertida,
no engañara tu invención;
que quitando el mascarón,
te jubilará la vida».
(Obras completas Tomo Segundo)



Los sollozos de la pequeña Inferna recorren imparables la galería de entrada al hogar paterno. Sus cortas pisadas son seguidas de cerca por su hermana mayor Juno.

—Papá. Papá —solloza la pequeña Inferna mientras busca quien la consuele.
—¿Qué sucede hija? —dice preocupado Orchus, su papá, quien está sentado tranquilamente en el suelo, encima de unos cómodos bloques de paja dorada.
—Es una llorona Papá —ríe maliciosa la hermana mayor.
—Juno —atrona el peludo progenitor—, muestra respeto hacia tu hermana.
—Sí, Papá.
—Y ahora, pequeña Inferna, cuéntame, ¿por qué lloras?

Orchus, el Papá de la pequeña «Inferna», está repleto de pelo desde la cabeza hasta los pies. Al contrario de «Juno», su hija mayor, la cual no posee los peludos rasgos de su progenitor, los humanizados rasgos de la hija mayor son un calco de los de su Mamá, Proserpina, de facciones más humanizadas y sin rastro de la abundancia pelambre.
La pequeña Inferna se seca las lágrimas con el peludo lateral de su manita. Juno lanza una mueca de hastío, vigilando que no la vea su padre.

—Los pequeños humanos de la escuela, Papá. Aún se burlan de mí. Me llamaron fea peluda.

Orchus mira en derredor. Estacionado en el centro de la estancia, un caldero de cobre, aún exhala humo caliente. Fardos de paja se amontonan por todo el suelo, son las mullidas camas de los propietarios de la gruta. Y tres galerías excavadas hábilmente en la roca surgen de este centro de descanso.

—Me juraron que jamás se volverían a burlar de ti.
—Pues lo han hecho Papá. Son malos. Y son crueles —una lagrimita tardía, cae de los pequeños ojos de Inferna escondidos detrás de la interminable pelambrera. Mientras, Juno observa aburrida la lenta ascensión del humo desde el interior de la olla de cobre. A la par, una lastimosa frase de «Orchus» surge de su cansada garganta: «Promesas rotas».
—¡Dracoyapa! —grita Orchus en ese momento. Su voz se cuela por la interminable red de galerías subterráneas, reverberando imparable por las cavidades. Hasta que finalmente, la palabra, encuentra a su destinatario. Los rugidos de siete draconianas cabezas se cuelan feroces por todos los túneles. Las pisadas atronadoras del gigantesco animal se escuchan distantes a la salida de la cueva.

—Papá debe salir a cazar algo para cenar.
—¿Qué cazarás Papá? —pregunta Juno, quien ha despertado de su aburrido ensimismamiento.
—Tan solo un poco de carne fresca. Decidle a Mamá que caliente la olla.

../..

Orchus, Proserpina, Inferna y Juno, se reúnen alrededor de la olla como cada noche. En esta ocasión comerán un banquete a base de carne.
—Hijas, ¿habéis dado las gracias a Dracoyapa por la carne?
—Sí, Papá —responden Inferna y Juno.
—Pero, Papá —añade con cuidado Juno—, estaría mejor si no tuviera estos trozos de grebas.
—¿Grebas de metal? ¿Qué animal es este, esposo? —pregunta solicita Proserpina.
—Oh, no te preocupes «Prose», es carne de un animal que no ha sabido guardar su promesa. La esposa mira con cierto hastío a su esposo.
—Me preocupa el exceso de hierro en la alimentación de las niñas. ¿Es carne de buena calidad?
—No te preocupes, las grebas son de muy buena calidad, y la carne está fresca.

Y con esas tranquilizadoras palabras, el imponente gigante peludo llamado Orchus, su bella esposa Proserpina, su peluda hija Inferna y su hija mayor Juno, comen sin más dilaciones la excelente carne humana, cazada en las laderas del monte Palatino.


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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 17 de julio de 2016


«Amor libre 
Sigo siendo libre
nada es complicado a tu lado
tu me haces libre».
Nach Scratch



Como cada lunes me encuentro delante de mi cubículo, dígase ascensor, que me transportará al andén subterráneo del metro. Hoy, las variaciones cósmicas me han hecho coincidir con un chico joven, viste al estilo rapero, pelo muy corto, gorra del revés, y lleva una cadena dorada al cuello. Está gritando mientras habla con su celular, el volumen del aparato es tan alto, que puedo escuchar la voz de su interlocutor al otro lado.

—Jon, amigo, vas a tener problemas —le comenta desde el otro lado.

Ante semejante cebo, mis sentidos blogueros se despiertan al acto, extraigo rápidamente mi móvil del bolsillo, y comienzo a tomar notas. Justo en ese momento llega al ascensor más personas, un grupo de tres chicas, las cuales quedan situadas detrás de nosotros.

Como ya os he comentado más de una vez, es ciertamente extraño este ascensor, posee dos puertas. Por una se entra y por la puerta de enfrente se sale a la andana. Lo normal en los ascensores es salir por la misma puerta por la que se entra. Con esta extraña configuración ascensorista, es normal entender porque el chico joven rapero continúa hablando con su celular sin darse la vuelta, completamente despreocupado a la audiencia a su espalda.

Dejo pasar al grupo de tres chicas detrás de mí, ellas agradecen con la cabeza y entran en completo silencio. No es un acto caballeroso, es puro interés, ya que al pasar el último me adueño de mi adorada esquina, lugar estratégico para transcribir en mi móvil las conversaciones de esta más que interesante historia de ascensor.

—Dont guorry brother, jajaja, como canta Nach, «Amor libre, sigo siendo libre» —ríe canallescamente el chico joven del ascensor—. Irma esta rebuena brother, pero no tiene money.

Tomo nota.

—Después María, esa está tremenda. Que cuerpazo, pero...es «avellana», jajaja.

Aunque intento ser un mero antropólogo de ascensor, y por ello intento no juzgar a los especímenes de los relatos, no puedo evitar pensar: «Mequetrefe».

—Y Katryna, esa está «forrada» en money, pero su cuerpo, buuuf —el bufido no parece bondadoso—, sí, ya la has visto brother, ya me entiendes.

—Amigo, esto de jugar a 3 bandas... tendrás problemas.

—Quita, quita. Soy muy caballeroso, ni se enteran, jajaja, y te juro quedan muy agradecidas, jajaja —su risa estruendosa rebota por las paredes.

La velocidad del ascensor comienza a disminuir y la figura difusa del andén comienza a aparecer a través del cristal de la puerta de salida del ascensor. Justo en ese momento una de las chicas, con un sigilo sorprendente, golpea con su mano en la espalda del chico rapero. Este se da la vuelta, aún con una sonrisa bobalicona en la boca.

—¿Sí? —y en ese momento su sonrisa se desdibuja—. ¿Irma? ¿Qué haces aquí? Pero...

La chica no le permite acabar la frase. Un inmenso sopapo de la mano abierta de la chica golpea sonoramente contra la mejilla izquierda del desprevenido rapero.

Otra de las chicas que conforma esta tríada, avanza también en dirección al chico.

—¿María? ¿Cariño? ¿Tú también aquí? Puedo explicar...

El nuevo tortazo, con idéntica mano abierta, golpea de nuevo la ya enrojecida mejilla izquierda, y empuja al muchacho contra la segunda esquina.

«¿Adivináis quién es la tercera chica de la tríada? Eso es, Katryna».

Está no es una chica normal. Posee una larga melena rubia, es alta y su brazo podría hacer dos veces el mío. Me recuerda a aquellas antiguas guerreras: las Valquirias. Por un segundo me la imagino a lomos de un caballo blanco, con espada y armadura. Katryna se acerca lentamente al maltratado muchacho, avanza como un tanque en dirección a una tropa de soldados sin trinchera. La verdad es que me apiado del pobre raperillo.

Los ojos del joven rapero son versos del más puro terror.

—¡Katy! ¡Katy! Cariño, espera, somos personas civilizadas...

La mano abierta es como un parasol de playa, enorme, gigantesca, como lo es el estruendoso golpetazo en la única mejilla salvada hasta el momento. El chico literalmente vuela en dirección a la tercera esquina. Su celular cae al suelo, la voz de su amigo resuena desde el suelo.

—¿Jon? ¿Jon? ¿Estás bien amigo?

Las puertas del ascensor llevan unos segundos abiertas. Ni me había percatado, en ese momento la tríada de muchachas, Irma, María y Katryna, salen del ascensor arropadas en el mismo silencio con el que entraron.

Sin querer entrometerme en la recién adquirida soltería del joven chico rapero, le sorteo, y me dirijo al trabajo. En ese momento, su situación, me recuerda a una vieja canción rapera de mi juventud: «Ei, brother! Cuánta razón, jugar a bandas, insana cuestión. Valora el amor, aún quedan hombres, hombres con honor, que traen amor».

¡Chin-pun!



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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 10 de julio de 2016



—Y tanto que me gustan. Los dados son un juego fabuloso, el azar es tan maravilloso como el libre albedrío. ¿Por qué debería prohibirlo? —dice Dios ensimismado.

Un viejete de barba blanca, nariz grande y ojos saltones, mira extrañado al sumo interlocutor, las manos del anciano reposan encima de una mesa redonda. En el mueble también reposa un oscuro cubilete con dados en forma de estrellas.

—Pero señor —continua el viejete mientras Dios introduce los dados estrellados en el cubilete oscuro y lo sacude con fuerza— el universo no puede ser un lugar caótico. Necesita orden, reglas, una funcionalidad especial, y sobre todo ser predecible.

La mano de Dios mece en lo alto el cubilete, en su interior repiquetean alegres los dados. Un pequeño gato de color negro se acerca por el suelo y se enrosca cariñosamente en los pies del viejete de barba blanca, la fricción contra el pantalón de pana produce el ronroneo esperado. Los ojos del gato brillan fascinantes.

—Ahora no, gato del demonio —el viejete aparta con cariño estudiado al animal.

—No seas brusco con Schrödinger —Dios levanta un dedo reprobatorio—. Él no tiene culpa.

El viejete se mesa los cabellos, sus ojos reflejan desesperación, y su lengua pasa rápida por la boca.

—Señor, la mecánica cuántica es un invento del diablo, es la destrucción de la humanidad. ¿Cómo puede un ser estar muerto y vivo a la vez? ¿Por qué no podemos predecir un suceso? ¿Y el empirismo, señor mío? Si cualquier evento cambia sus parámetros por el hecho de ser observado, ¿barremos de un plumazo el empirismo?

—Albert, no seas así —Dios sonríe—. ¿Recuerdas a Newton?

En ese momento Dios deja de sacudir el cubilete, y el valioso contenido cae fortuitamente encima de la mesa, los dados emiten un brillo especial al caer sobre la mesa. Un seis y un uno. Siete. Dios vuelve a sonreír.

—Recuerdo a Sir Newton. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Recuerdas que, según él, la gravedad era una fuerza instantánea y precisa en todo lugar del universo.

—Se equivocaba. La fuerza de la gravedad necesita de un tiempo similar al de la luz para ejercer su atracción.

—Y, sin embargo, para un humano, un efecto que se resuelve a la velocidad de la luz, ¿no se podría considerar 'instantáneo'?

—Eso es una argumentación simplista —Albert tose—, si me lo permite decir. Matemáticamente hay un abismo entre algo instantáneo y la velocidad luz.

—Pero según los cánones humanos, y simplificándolo, no se podría reconsiderar, ¿qué a nivel humano, no matemático, fuera en la práctica, casi lo mismo?

—Las matemáticas son humanas, por lo que debo responder que no, ese «casi», no es lo mismo.

Dios observa pensativo al tozudo viejete de barba blanca.

—Hagamos una cosa viejo amigo —Dios introduce en el cubilete un solo dado. Hecho esto, arrastra el oscuro objeto en dirección al viejete—, ¿Cuál es la probabilidad que en una tirada de dados salga un seis?

—Una entre seis, exactamente un 16%.

—¿Y que salga un seis siete veces seguidas?

El viejete murmura algo tal que «Una entre seis multiplicado siete veces. Una entre 279.936...».

—Sería un valor por debajo de 0,000003%, prácticamente imposible, que no es lo mismo que decir cero.

—Tranquilo, no estoy intentando enredarte en tus argumentos. Pero me gusta el azar, es simpático. Apostemos. Agarra el cubilete y tira el dado siete veces, si sale seis las siete veces, el azar queda con vida y deberás aceptarlo como parte de la cotidianidad matemática.

—Hecho.

El viejete extrae con deleite el dado del cubilete y observa detenidamente todas sus caras. Incluso parece comprobar su peso con la mano.

—Por favor, Albert, ¿no pensarás que voy a hacerte trampas?

—Si está en juego la fiabilidad de las matemáticas no me fio ni de Dios.

Al escuchar su nombre en vano, Dios lanza un sonoro bufido y se encoge de hombros.

—¿Empezamos Albert?

—Ahora mismo.

La primera tirada... un seis.
«Suerte», murmura Albert.

La segunda tirada... otro seis.
Sin respirar realiza rápidamente el tercer lanzamiento. Otro seis.
«Me cago en la materia oscura».

El cuarto lanzamiento es tirado con furia y sale otro seis.
«Imposible».

Así como el quinto y el sexto, ambos con sus respectivos seises.
«Bombanuclear».

Finalmente, tira el cubilete con rabia, al suelo, el dado cae, rueda unos segundos por el suelo, y sale... seis.

—Has hecho trampas —reclama el viejete iracundo.

—En absoluto. Ha sido el azar. ¿No has escuchado esa lectura de física cuántica que dice: «¡Siempre hay una probabilidad no nula que algo ocurra!»?

—Paparruchas. Has hecho trampas.

Dios se mesa la barba visiblemente molesto.

—Piensa lo que quieras, pero... —Dios arquea graciosamente una ceja— según tú, tampoco juego a los dados.

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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 3 de julio de 2016


«Para los ángeles es muy complicado aceptar eso».
(Panith – Tiempo indeterminado)



Cuando era pequeña, pensaba que era un ángel que había venido a la tierra a hacer el bien.

Wencio, el hijo de la señora Antonia, tenía una extraña enfermedad de huesos. No bajaba mucho a jugar, siempre con aquellas muletas, era lento, y le molestaba ser lento. Con el tiempo empeoró y comenzó a bajar menos.

Yo era un ángel, es decir, en aquella época, creía que era un ángel, por eso comencé a bajar a casa de la señora Antonia, para platicar y jugar con Wencio.

—Duele —decía apenado mientras alargaba la mano a las rodillas.

—No te preocupes. Soy un ángel y te curaré.

Me observó enfadado.

—Los ángeles no existen.

Enfurruñé mi mirada, secamente dije "Adiós", y marché. Durante dos semanas no pisé su casa, no quería volver a verlo, sin embargo, también me apenaba imaginármelo allí solo, estirado en la cama, sin poder jugar con nadie.

Al cabo de dos semanas, volví a bajar, llevaba unas galletas de chocolate, las había cocinado junto a mi abuela y quería compartirlas con todo el mundo, sobre todo con Wencio, que ya no salía de casa. Cuando bajé aquel día, la cara de Wencio era del color del papel. Sonrío al verme.

—¿Una galleta?

—Gracias —alargó la mano e intentó disimular un ligero malestar en sus ojos. Masticó con una sonrisa.

—Son galletas de ángeles, me ayudó mi abuelita.

Mientras masticaba lentamente, me observaba con el rabillo del ojo.

—Perdona —dijo al acabarse glotonamente la galleta de chocolate— yo no creo en los ángeles.

—¿Por qué?

—Porque me duele —señalo sus piernas—. Por eso no creo. No he hecho nada malo. Siempre he sido bueno. ¿Por qué un niño bueno tiene que sufrir?

No supe que responderle. Bajé la cabeza al suelo, ¿cómo podía un niño no creer en los ángeles?

—Además, pronto será mi cumpleaños, y lo pasaré solo. Es un asco la vida.

../..

Aquella noche subí a casa cabizbaja. Wencio tendría el mejor cumpleaños que cualquier niño hubiera deseado. Al día siguiente hablé con su mamá en secreto, reuní a niños de la escalera, a viejos conocidos de clase. También compramos entre todos muchos regalos, sobre todo aquella videoconsola que tanto le entusiasmaba.

Y llego el día del cumpleaños. Uno tras otro, comenzamos a aparecer en su habitación, los ojitos de Wencio se abrieron como platos, y después sacamos el pastel con sus trece velas, cantamos, Wencio sopló muy fuerte. Yo imaginé que pidió en su deseo.

../..

—Eres un ángel. Mama me lo contó todo. Me has hecho el mejor cumpleaños de mi vida.

—¿A sí? ¿Ahora el señorito cree en los ángeles? —sonreí.

—Sí, tú eres mi ángel. Y todo va ir mejor. Y ya casi no me duelen las piernas. Estoy tan contento.

Aquella noche la señora Antonia me apremió a irme, se había hecho tarde. Mientras me despedía en la puerta de entrada, me abrazó de improviso, "Gracias guapa de todo corazón", me susurró la buena señora Antonia mientras una lagrima rodaba por su cara. Sin saber que decir, pero contenta, me despedí.

../..

A los dos días Wencio fue ingresado de gravedad en el hospital. No pude ir a visitarlo. Aquella misma noche murió.

No podía creerme aquello. No había tenido ni tiempo de hablarle, de despedirme de él. Estaba tan sano, tan alegre aquellos días. "¿Como pude dejar que pasara? Yo era un ángel."

Su mamá llevaba gafas de sol. Todos vestíamos de negro. El pequeño féretro se hundía lento en busca de la sosegada tranquilidad de la tierra. Unas lágrimas de despedida. Sollozos ahogados. Finalmente, la gente comenzó a marchar, la señora Antonia se nos acercó muy pálida, iba agarrada de la mano de un familiar. "Mi Wencio creía que eras un ángel". Se inclinó y me besó en la frente. Después marchó.

¿Era un ángel? Me había prometido que mejoraría. Que se curaría. Y ahora ya no estaba. Se había ido, sin ni siquiera un besito, ni una bonita despedida.

Wencio había ido al cielo creyendo en los ángeles, pero aquel día, yo dejé de creer en mí.



«Dedicado a Panith».
(UTLA)


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