Era la estación calurosa. El Janato de la horda de oro se encontraba a los pies de la montaña nevada, algunos exploradores del Janato fueron descubiertos. Sus cabezas decoraron la entrada del desfiladero de los huesos rotos.
El primer ataque llegó una noche. El Janato intentó aprovechar la sorpresa de la oscuridad. La misma táctica que había empleado Bárnabas años atrás. La noche se tornó un arma de doble filo contra la embestida de los guerreros del Janato. Los preparados guerreros del Kan de Erna estaban preparados. Los yagatanes cortaron miembros. En el desfiladero de los huesos rotos muchos gritos se escucharon aquella noche. Las tropas del Janato se retiraron.
Viendo que la noche no era ninguna aliada cambiaron de estrategia. Un gran contingente se encaminó al desfiladero nada más despuntar el sol en el horizonte. Estos guerreros portaban nuevas protecciones adquiridas en rincones remotos del mundo. Esplendidas armaduras doradas recubrían los cuerpos de aquel contingente. Pero la protección los volvía lentos y torpes. En un desfiladero, donde la mejor garantía de vida era poder ser ágil, aquellos hombres marchaban sin saberlo a una muerte segura. Se produjo una nueva retirada. El Janato tardó unos días en atacar. Mientras, para aleccionar a los generales, se dio la orden de separar las cabezas de sus cuerpos de un par de ellos. El miedo acrecienta la creatividad.
La Horda poseía recursos inagotables. A los pocos días lo intentaron con aquellas bestias inmundas extraídas de la india. Animales gigantescos e inmundos, con dos poderoso colmillos gigantes, decían que estos monstruos provenían del país de los faquires. Bárnabas mandó lanzar flechas de fuego, la sola visión del fuego en el estrecho desfiladero asustó a las bestias, que huyeron despavoridas en una estampida bestial.
Pero Liör y Bárnabas no sonreían. Sabían que tan sólo era cuestión de tiempo.
Finalmente, la horda contrató los servicios de un brujo venido de Cipango. Aquel maleficente ser conocía la manera de lanzar pequeñas piedras que al contacto con el suelo explotaban. Las piedras eran lanzadas desde el otro lado del desfiladero, los exploradores de Bárnabas alertaron de los carromatos y las catapultas, pero nada podían hacer.
Las explosiones se sucedieron sobre el campamento de Bárnabas. El olor a azufre inundaba la zona. Los más afortunados morían al instante debido a alguna explosión certera. Otros menos afortunados eran aplastados parcialmente por algunas de las rocas normales que caían mezcladas entre las explosivas.
Después de un millar de piedras, el Janato lanzó una ofensiva de hombres rápidos a pie. Apenas quedaban guerreros para combatir en el bando de Bárnabas. Todos caían ante el avance imparable del Janato de la horda de oro. Los generales enemigos sin embargo echaron en falta un pequeño detalle, ¿Dónde estaban los niños, las mujeres y los ancianos? Allí sólo encontraron guerreros. Este misterio no agradaría a los poderosos Kanes del Janato.
Bárnabas acunaba entre sus brazos la quemada cabeza de Liör. Este había recibido una fuerte explosión. Ya no se levantaría más.
Los pocos guerreros supervivientes de la horda del Gran Bárnabas se encontraban al borde del acantilado. Bárnabas tenía la pierna derecha malherida. Una astilla del tamaño de una mano se le había clavado en la pantorrilla y apenas podía caminar.
Picas largas ensartaban desde la lejana cobardía a los pocos supervivientes que defendían con ferocidad su vida.
Los vencedores reían mientras seguían picando y hundiendo sus afiladas armas entre los pocos supervivientes.
Bárnabas se acordó de la vieja perra que mató su antiguo Kan. Y sobre todo se acordó de sus cachorros.
—Estúpidos —atronó la voz de Erna Ura Rago—. Mi camada hace tiempo huyó. Jamás los encontrareis. Juro por el espíritu de mi cuerpo que volverán para destrozaros.
Los enemigos se detuvieron ante aquella voz al borde del precipicio.
—Maldita Horda dorada. —Los guerreros de la horda dejaron de reír—. Vuestra semilla nunca dominará el mundo mientras la mía siga viva.
La risa cada vez más burlona e histriónica de Bárnabas aumentaba, su efecto se amplificaba gravemente por el eco de las montañas y el túnel del desfiladero. La mayoría del ejército del Janato oyó aquella desmesurada risa. Reía sin parar, como si la batalla hubiera sido ganada por el bando equivocado, y de repente calló.
—Nos veremos en el Kasyrgan perros.
Dicho esto retrocedió dos pasos elevando su yagatán hacia el cielo. Al girarse miró de frente al vacío.
El abismo lo engulló en silencio y su cuerpo nunca fue encontrado por el Janato de la horda de oro.
~ ~ ~ FIN ~ ~ ~
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia