«En su alegría por la hechizada aquiescencia tácita de su oficial, Ahab no escuchó su fatídica invocación, ni la sorda risa que subía de la bodega»
Moby Dick (Herman Melville, 1851)
Conduzco por una zona montañosa. Al mirar por el retrovisor, observo a una chica y un chico. Adolescentes. Observan entusiasmados el paisaje de alta montaña por la ventanilla de nuestro vehículo. La serpenteante carretera nos lleva hasta la cima de la montaña y en su cúspide una bifurcación.
Carretera Local. Derecha.
Autopista nacional. Izquierda.
—¿Qué camino debemos tomar? —lanzo la pregunta al aire y por el retrovisor observo la cara de mis jóvenes acompañantes.
No los conozco. No sé quién son. Es decir, su presencia me resulta familiar, a mi yo del sueño le resulta normal tenerlos cerca, sin embargo, esa otra parte de mí, la consciente, no los conoce de nada. Ante mi pregunta, la chica y el chico se encogen de hombros, están tan desconcertados ante la elección como este improvisado conductor. En muchas ocasiones, en mis sueños, reconozco las caras de mis oníricos compañeros, consigo deducir la persona del mundo real que se muestra delante de mí; pero no en esta ocasión, si mis acompañantes me debieran resultar familiares, yo no lo sé.
Entonces observo a un hombre flotando a dos metros de altura de la carretera. Es extremadamente gordo, alguna clase de obesidad mórbida le atenaza. Sus brazos cuelgan flácidos y su barriga mórbida también, aletea en el aire sus brazos, como si fueran las alas de un pájaro. Realmente su ingravidez no me perturba, es como si ya supiera de su existencia. No obstante, ver volar a semejante masa de carne, me deja absorto en su contemplación.
—¡Un ballenato! —dice el chico, su voz muestra alegría.
En ese momento, dejamos pasar al ballenato delante nuestro. No nos observa. Con un aleteo constante de sus brazos pasa por encima nuestro sin fijarse en el vehículo. Su dirección le conduce al centro de la encrucijada y desaparece por el camino de la derecha. En ese momento, otro ballenato sube la cuesta. Es mujer, sus enormes pechos le cuelgan hasta casi rozar el suelo.
—Perdone. —Le grito desde el interior del vehículo—. ¿Qué camino debemos tomar para llegar a la ciudad?
La ballenata gira su rostro. Es tan redondo que me recuerda más a un cerdito que a un humano. Sus mofletes rosados se contraen y nos muestra una gran sonrisa.
—El camino de la derecha es más bonito, aunque el camino de la izquierda es más seguro.
Dichas las palabras, gira en dirección a la derecha. Piso con suavidad el acelerador y sigo por su camino. En ese momento me desdoblo corporalmente. Ahora observo la escena como si estuviera viéndola por los ojos de la ballenata. Se eleva unos diez metros. Tan poca separación y la perspectiva varía completamente. Sus senos acarician las copas de los árboles que sortea con gracilidad. Metros más abajo, nuestro vehículo, resigue en su dirección. Me da vértigo observar a través de sus ojos. A esa altura veo el fondo del valle. Un bonito lago se extiende hasta el horizonte. Me da miedo el abismo detrás de cada curva. La ballenata resigue con su vuelo el trazado serpenteante de la carretera. Su vista (mi vista) se dirige al fondo del valle, a lo lejos se vislumbra una planicie extensa y brillante. Es una antigua mina de sal. Ahora abandonada. En ese momento la visión aún me da más vértigo y realizo otro desdoblamiento al cuerpo del vehículo.
De algún modo sé que no hemos escogido bien la ruta. Esta carretera, aunque más bonita, resulta muy peligrosa. Sin embargo la ballenata no tiene miedo. Ella vuela alegre, ajena a estas curvas, ajena a la vieja mina de sal abandonada, ajena a todo. A pesar de ello, presiento que es un buen augurio. Eso no me impide conducir tenso. Me espera un largo viaje y entonces... despierto.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia