martes, 30 de marzo de 2021

«Podríamos cantar mejores canciones que esas».


Esta fábula onírica la tuve unas noches atrás, la madrugada del día 22 de marzo, y aunque el día es lo de menos no lo son las interesantes lecturas que llevé a cabo durante esa semana. Otro giro de tuerca de Henry Miller y Conversaciones sobre la escritura de Úrsula K. Le Guin, este último un libro sobre reflexiones, acerca de la escritura, donde David Naimon transcribía los pensamientos de la fallecida escritora; en él, la autora, recomendaba el clásico de Miller por el tratamiento ejemplar de lo que en técnica narrativa se denomina la tercera persona limitada, ¡y menudo dominio, doy fe de ello!, un libro, el de Miller, que resulta aún mejor cuando exprimes su jugo acudiendo a una posterior explicación tras su lectura. Por supuesto, con tamaños hechiceros, Miller y Le Guin, y con la no menospreciable ayuda de Morfeo, caí bajo la influencia de las palabras, de las imágenes y de las ideas de la semana que, además, se aderezaron con una película vista en compañía de Montse la misma tarde del citado día que me traía muy gratos recuerdos, me refiero a Educando a Rita que, en una fugaz sinopsis, un Michael Caine, profesor de literatura, un tanto alcoholizado, debe encargarse de dar clases a una mujer adulta, representada por Julie Walters, mujer que ha descubierto tardíamente la fascinación por los libros. ¡Qué grandes recuerdos traer a mi memoria la versión de Educando a Rita interpretada en teatro por antiguos compañeros de trabajo! Pero debo centrarme en el sueño, si no este párrafo introductorio, que a priori debía ser minúsculo, cobraría mayor importancia de lo que una mera introducción requiere…
Abatido y zarandeado por Morfeo, que es donde me encontraba yo, mis ensoñaciones me transportarían a algún edificio docente entre Oregón y Pensilvania:

Me encontraba en un aula bastante amplia, de techos altos y abovedados, cristaleras alargadas, pero sin motivos religiosos aunque el espacio se pudiera prestar a tal interpretación. Chavales jóvenes como yo —he rejuvenecido al menos veinte años— poblaban el aula de aspecto universitario que, por las vestimentas y el mobiliario, sillas y destartalada pizarra, situé en la época de los años cincuenta del siglo XX, y, con esa seguridad que se tiene en los sueños, puse nacionalidad al sitio físico donde me encontraba: Norteamérica, el mejor país del mundo, o eso dicen algunos. Las alumnas y los alumnos se sentaban en sillas con respaldo y apoyabrazos laterales a modo de pequeña mesa para escribir. Nos apiñábamos en el aula un centenar, repartidos equitativamente entre hombres y mujeres, todos de raza blanca, sí, un sueño falto de diversidad. A mi lado estaba ella (Montse). Falda larga por debajo de la rodilla, como marcaba el decoro de la época y, más arriba, el hipnótico flequillo moreno cayéndole hasta las cejas antesala de la exuberante melena larga cayéndole por la espalada, pelo tan sedoso, envuelto en primavera y en promesas futuras, como me fascina en el sueño, como me fascina fuera de él. Mi juventud onírica me volvía exultante, olía a ese sol de primavera que se colaba por la vidrieras y las fragancias de colores se mezclaban con los perfumes de los jóvenes de época.
Entonces me percaté de un detalle curioso, y ciertamente importante y que hasta ese momento me había pasado desapercibido, la profesora que presidía el aula era ni más ni menos que Úrsula K. Le Guin, ¡toma!, pero ya sea porque me he acostumbrado en el mundo real a verla únicamente fotografiada en blanco y negro, su rostro se difuminaba en grises, a pesar de la visión Technicolor del entorno. Úrsula caminaba por los improvisados pasillos formados por las filas y columnas del tapiz de sillas y alumnos, azuzando el oído atenta al menor ruido, vigilándonos con su atenta mirada, y entonces caí en la cuenta de que debíamos estar en alguna clase de prueba, pues en mi mesa había un folio, con preguntas a las que no les prestaba la menor atención, pues, en medio del silencio, le cuchicheaba palabras a mi compañera, del flequillo arrebatador, que, sentada a mi lado, escuchaba con reparo las palabras bonitas que le dedicaba, y, aunque sonreía avergonzada, me chistaba con el dedo índice llevado a la boca, intentando obligarme, con gesto y sonido, a una ley del silencio que por mi parte no pensaba acatar. Seguía en mi perfeccionamiento del cuchicheo, con nuevas palabras, cuando Úrsula se giró, me miró, detectando el aleteo de mis palabras en la quietud de su silenciosa aula y, al poco, inquiriéndome con mirada y voz, puestas ambas fijas en mí:

—¿Señor, está usted copiando?

Enderecé la espalda, desvié la vista del flequillo de mi compañera, pasé la vista ágilmente a los ojos de la profesora y respondí a la pregunta:

—Le puedo asegurar que con esta belleza a mi lado hago de todo menos copiar.

Las risas de los alumnos inundó la otrora silenciosa aula, rompiendo la improvisada algarabía el marginal silencio. Deduje, puesto que no poseía la clarividencia mental de saber que pensaba la profesora, que su mirada me escrutaba en una mezcla de enfado, ego del profesor herido, y empática por el halago dicho a la compañera, como sintiendo Úrsula esa punzada de la juventud, de los sentimientos desbocados, percatándose en esa fugaz visión del rubor de mi compañera, avergonzada y contenta, que miraba al suelo con una sonrisa muy prometedora, pero los ojos de la profesora seguían clavado en mí y, ante tanto examen, vacilé, vacilé ante la gran Úrsula K. Le Guin —¿quizá por un instante supe que ella era Úrsula K. Le Guin y no una mera profesora?—, y la vacilación me pudo y pensé que quizá me había sopasado en las palabras, y entonces fui yo el que sintió el rubor en las mejillas y atemperé, un tanto acobardado, el ánimo inicial de mis anteriores palabras.

—Disculpe, no volverá a pasar.

Y ella, Ursula, que miraba a mi compañera Montse, pasó del recreo en su rostro y flequillo, como si la estudiara para crear un personaje con ella, giró la vista sobre mí y le dio vuelta a los los ánimos, sonrió socarrona, como quién conoce un buen chiste de antemano y se ríe al saber el impacto que creará en sus espectadores.

—Usted sabrá lo se hace.

¿Qué insinuaba con ello? ¿Por qué lo decía? ¿Por quién lo decía? ¿Y porqué sonreía mientras alejaba la vista de mi compañera? El resto de la clase dejó de reír y Úrsula volvió a su escrutinio de profesora.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

miércoles, 10 de marzo de 2021


«La trama no es sino las huellas que quedan en la nieve
cuando los personajes ya han partido rumbo a destinos increíbles
». 



Un gran escritor R. B., no solo del género de ciencia ficción que en estos días parece resurgir de la tumba en la que muchos intelectuales querían enterrarlo, un escritor que ensalza lo genuino de lo escrito por encima de lo mercantil o de la temática, una persona que maximiza la ciencia ficción como la via que hace pensar, pero no porque el género en sí mismo invite a ello (que lo hace), sino por ser el medio que él escogió para expresarse, tan válido como cualquier otro. 

Mi admiración hacia Bradbury surge de su inmensa humildad ante sus logros, pues inicialmente se sentía pequeño ante ellos, pensaba en su escritura como algo mercantil, pero fue justamente su honestidad, voy a escribir sobre lo que me gusta, lo que lo apartó de dicha senda del mercantilismo o includo, de cosas peores, el no escribir.
En este libro, el autor camina entre el ensayo, los artículos periodísticos y la poesía, y se lee en su interior esa falta de divinidad, ese alejamiento de la pedantería propia de las personas que creen saber mucho y, al leerlos, dicen poco. Me inclino a pensar que todos debemos aprender de Bradbury, de esa carencia de pedestales que no tocan.

Además, Bradbury aboga por el uso no cultista del lenguaje, una prosa sencilla, muy parecido a lo que postulaba Walt Whitman, puede albergar grandes ideas y mejores sentimientos, que mejor que recuperar sus propias palabras:

«He oído a conductores de locomotora hablar de América en el tono de Thomas Wolfe […] He oído a madres contar la larga noche de su primer parto y el miedo de que el bebé muriese […] he oído a mi abuela hablar de la primera pelota que tuvo […] Y, cuando se les entibiaban las almas, todos eran poetas». 

¡Bello! Bradbury nos regala también, al final del libro, unas cuantas poesías de su cuño, pues como bien indica, lee poesía todos los días. No será casualidad que los poetas sean magníficos escritores e, incluso, como escribió Ursula K. Le Guin, algunos gobiernos a los que más temen son a los poetas, pues cuando los demás callan, los poetas escriben.

Adentrándonos en términos de técnica, Bradbury expresa lo esencial, escribir desde los cinco sentidos, conservar la escritura centrando la conciencia en la nariz, el ojo, la oreja, la lengua y la mano. 

Él lo expresa de manera contundente.

«Si el lector siente el sol en la carne y el viento agitándole las mangas de la camisa, usted tiene media batalla ganada. Al lector se le puede hacer creer el cuento más improbable si, a través de los sentidos, tiene la certeza de estar en medio de los hechos». 

Más adelante compara sus lecturas, sus vivencias literarias, alude a Herman Melville y a su Moby Dick, sobre todo porque la reescribió para un guion cinematográfico, y también nombra a Julio Verne y sus Veinte mil leguas de viaje submarino y al Capitán Nemo, y compara ambos líderes, como si el mando y las profundidades abisales volvieran, con tanta masa de agua, locos a los hombres. 

Anota otro dato interesante, al igual que Stephen King en su Mientras Escribo, las palabras diarias que lo convertirían en escritor. Entre mil y dos mil palabras al día, en esto un tanto más humilde que el maestro del terror que se inclinaba a la fijación por las dos mil, pero, y en todo caso, insistiendo en la única importancia que reside en dicho nexo, la asiduidad, lo único importante.

Otras palabras que me llamaron poderosamente la atención fueron su concepción inicial sobre su novela, posiblemente la más aclamada, Fahrenheit 451, ya inscrita en el canon de la ciencia ficción y un clásico incluso fuera de él; estas fueron:

«Yo no lo sabía, pero estaba escribiendo una novela literalmente barata. En la primavera de 1950, escribir y terminar el primer borrador de El bombero, que más tarde sería Fahrenheit 451, me costó nueve dólares y ochenta centavos, en monedas de diez». 

Él pensaba que era una novela comercial, un pastiche sin ningún orden ni concierto y, que al final, resultó una obra maestra; también me sorprendió descubrir a mí ese hecho íntimo del autor, pues al pensar en los grandes escritores los endioso como seres de algún panteón mitológico y los imagino sin dudas y conocedores de todos los entresijos de los universos que crean y los imagino infalibles; cuando la verdad es que poseen dudas, muchas, incluso los mejores como Bradbury. De lo que no cabe duda, al menos Bradbury así lo afirma, es que se debe ser honesto al escribir, hablar de los temas propios, lo que te conmueve, lo que te hace levantarte cada día. Lo que amas y lo que odias. Sobre eso es lo que deberías escribir.

Como dato anecdótico, también descubrí que Bradbury, al igual que Goethe, escribía sus novelas en un chorro de pasión creativa, del tirón. Y disfruté, como solo se puede uno encandilar con un plato de tan exquisito gusto, la definición, un tanto mitológica, que daba sobre la ciencia ficción:

«La ciencia ficción es un intento de resolver problemas mientras se finge mirar para otro lado. […] este proceso literario es como el enfrentamiento de Perseo con la Medusa. […]. Así la ciencia ficción simula futuros a fin de curar perros enfermos en los caminos de hoy. El tropo lo es todo. La metáfora es remedio». 

Nos habla de la importancia de concretar, otro hito en literatura, y para ello se vale de sus conocimientos de poesía. La poesía es imagen, la imagen es metáfora, y, parafraseándole, si un escribiente encuentra la metáfora adecuada, eso se convierte en la imagen justa, y, al ponerla en escena, servirá por cuatro páginas de diálogo. Maravillosa manera de expresar la idea de concreción.

Aboga también, a diferencia de otros literatos más proclives al no mestizaje de artes, a visualizar películas, pues en la ficción audiovisual el escritor puede aprender las técnicas que predisponen al espectador-lector a la configuración de las escenas, la mirada de la cámara vs la mirada de la imaginación no distan tanto la una de la otra, o, al menos, esa es la interpretación que hago yo de sus palabras.

Finalmente, no son lecciones para autores noveles, ni para diletantes de la escritura, más bien es una reflexión que lanza en alto para quien la quiera recoger. La clave de una buena novela es el trabajo, la segunda la relajación y, por encima de ellas, relajarse y no pensar, sobre todo, No Pensar. De aquí viene la anécdota del título de Zen en el arte de escribir, es decir, tómate un respiro, no te critiques antes de empezar y, simplemente, escribe. 

Para ello se impone la carga de las mil o dos mil palabras diarias, que ya comenté, y la deducción que, tiempo más tarde, llevaría a crear el reto Bradbury.

«Mil o dos mil palabras por día durante los próximos veinte años. Al principio podría apuntar a un cuento por semana, cincuenta y dos cuentos al año, durante cinco años. Antes de sentirse cómodo en este medio tendrá que escribir y dejar de lado o quemar mucho material. Bien podría empezar ahora mismo y hacer el trabajo necesario. Porque yo creo que finalmente la cantidad redunda en calidad». 

En el fondo, él no animaba a nadie a escribir, pero, de nuevo, leyendo entre líneas y entre palabras, esa cantidad redunda en calidad, y ese número mágico (a las personas nos encantan la medida de los números) cincuenta y dos, supuso el inicio de un reto que, a día de hoy, sigue en pie y que muchos lo realizamos con cariño, con trabajo, con esfuerzo y, sobre todo, con ese No Pensar en el que tanto insistía nuestro maestro de la ciencia ficción.

Para acabar me despido con una cita maravillosa, una de las tantas, que encontré en el interior de Zen el arte de escribir.

«Recuerden: la trama no es sino las huellas que quedan en la nieve cuando los personajes ya han partido rumbo a destinos increíbles. La trama se descubre después de los hechos, no antes. No puede preceder a la acción. Es el diagrama que queda cuando la acción se ha agotado. La trama no debería ser nada más. 
El deseo humano suelto, a la carrera, que alcanza una meta. No puede ser mecánica. Solo puede ser dinámica».

Así que, recordemos.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.

miércoles, 3 de marzo de 2021



«Empezamos el grupo Letraheridos sin ninguna ambición,
sólo cuatro amigos para hablar de libros y obligarnos a escribir
». 


Hace unos días nuestros amigos Letraheridos sacaron su revista número 15, un monográfico especial para celebrar el próximo día de la mujer.

Dentro de ella se pueden leer las recomendaciones lectoras de los libros que recomiendan las personas del grupo, de distinta temática y con gran variedad de autoras y autores.

Como no, nuestros amigos, además de leer mucho, también se animan a escribir y lanzan sus palabras a través de las páginas de la revista.

Las reseñas no faltan, al ser un monográfico sobre la mujer, los libros recomendados son todos de autoras.

Los evéntridos, de buen seguro una palabra de invención letraherida, se alegra en mostrarnos los eventos culturales que ha suscitado las alegrías de los componentes durante dos meses, pues la revista es bimensual.

Finalmente, unas estadísticas muestran, aunque no esclarecen, pues las estadísticas solo informan y no dan respuesta a los interrogante, qué tendencia lectora siguen los letraheridos en cuanto a autoras o autores.

La revista se puede leer de manera gratuita en PDF y se puede descargar en línea en letraheridos.es.

Saludos, estimados.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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