domingo, 26 de enero de 2020

«Observa todo lo blanco que hay en torno tuyo, pero recuerda todo lo negro que existe»

Se había leído dos veces el diccionario mímico y con las ilustraciones le pasaba algo parecido que con los caracteres, poseía alguna clase de analfabetismo funcional de las palabras, es decir, los glifos y las formas de los grafías le eran desconocidos, pero, al posar la mirada sobre ellos y leer en el sentido que suponía debía leerlos, el significado de los signos aparecía ante ella. Utla le había dejado un par de libros más en la mesita, las letras poseían distintas tipologías y dibujos, algunas sinuosas como las dunas de los desiertos, otras de trazos cuadrados y rectangulares, muchas otras tenían pequeños círculos, rayas verticales o virgulillas encima de ellas. No importaba cuál fuera el dibujo, la forma o el carácter dibujado, los entendía todos aun sin saber leerlos. ¿No se suponía que debía entenderse un carácter para poder leerlo? Pero, ¿si los descifraba sin entenderlos no podía considerarse que sabía leerlos? Se fijó de nuevo en las secuencias de ilustraciones de manos y gestos, un lenguaje creado para sordos y pensaba en su anfitrión, sin duda útil para alguien que carecía de oídos, pero es que además, él, Utla, era ciego, ¿cómo podía haber aprendido a interpretar las letras impresas en aquellos papeles? ¿Cómo se movía tan rápido por la habitación? ¿Y en la casa? ¿Cómo era aquella casa que la había acogido?
Suspiró aburrida y dejó el volumen sobre la mesita. Hacía días que la piel no le dolía, se acurrucaba entre las mantas y despertaba de medio lado, sin dolor, el escozor había desaparecido y los cuidados surgían su efecto. No lo había hecho hasta entonces, pero se acercó al borde de la cama, estiró un pie, no sintió daño alguno, estiró el otro, y tampoco sintió dolor. La claridad entraba por la ventana y sintió un deseo acuciante de mirar el lejano paisaje de más cerca. Descorrió de un manotazo la colcha que la aprisionaba. Estaba desnuda, su pálida piel reaccionó y el finísimo vello repartido por los antebrazos se erizó, aunque no tenía frío, la aclimatación prolongada de su arropamiento indujo a su cuerpo a reaccionar de manera refleja. Se impulsó con los muslos hasta el borde de la cama, los músculos de las piernas, largas y níveas, reaccionaron según lo esperado e hicieron el resto, de un brinco apoyó la planta de los pies en el suelo y los glúteos se separaron de la comodidad del camastro. Sus pasos, cortos, a pesar de su altura y de la posibilidad de grandes zancadas, la acercaron tímidamente hasta la ventana, se tapaba con una mano los pechos, como si esperara que hubiera alguien al otro lado del ventanal que pudiera espiarla y, a pesar de sentir rubor en las mejillas, se acercó a los cristales.

En el cielo azul flotaban vastos bloques de piedra, bastante grandes para albergar fauna, flora, o incluso poblados, la cresta de aquellas rocas flotantes se coronaba con un tapizado mar de árboles. A diferencia de la noche, no veía ningún agujero en el cielo por el que viera las estrellas, el paisaje celeste tenía la simetría de un degradado azuloso y algunas nubes blancas se alzaban a más altitud que los bloques de piedra. Al bajar la vista del cielo se encontró con lejanas montañas asentadas en la tierra y bajando por la falda de la montaña divisaba a lo lejos un río, ¿podía ser el mismo que siguió aquella noche en que apareció en aquel lugar al que aún no sabía nombrar? El perímetro de la casa se encontraba rodeado por unas marismas, los tusilagos y otras plantas de verdiamarillentos tonos se esparcían por las vetas salientes, tierras no anegadas por las aguas, y encima de ellas varios puentes de madera unían las sobrevivientes parcelas de terreno. Una barquita, a los lejos, cerca del río, reposaba amarrada a un pequeño embarcadero. ¡Su ubicación era extraña! Para llegar desde la casa hasta la barquita no existía un camino recto, pero si observaba con detenimiento las vetas, los puentes y los tusilagos, podía dibujar un mapa mental con la salida de aquel laberíntico embrollo de la naturaleza.

Su ropa estaba bien doblada encima de la silla. La primera prenda que agarró fue la braguita negra, que se llevó a la nariz, olía fresca, limpia, con un aroma a alguna clase de flor, eso la animó a subir una rodilla e introdujo una pierna por la prenda y después pasó la otra, después le tocó el turno al sujetador que se acomodó en los senos, ni muy pequeños ni muy grandes, la camisa, no muy bien planchada y con algunas arrugas olía igual de bien, sin dejar de mirar embelesada a las cercanas marismas se abotonó con la mirada perdida la camisa blanca, se introdujo los pantalones y en un último gesto se pasó los tirantes por encima de los hombros. El hastío impulsa al movimiento, a la creatividad, al cambio, y algún pensamiento de esta índole debió sacudirle por dentro porque con una sonrisa se dirigió a la única puerta de la habitación.

—ji, ji, ji.

Se reía como si su acercamiento a la puerta fuera un acto prohibido o una gamberrada. Utla no le había dicho en ningún momento que no podía salir de la habitación, ni siquiera habían hablado de la posibilidad de que se levantara tan pronto, pero el aburrimiento y, sobre todo, abandonar la maldita cuña la alejaban de la cama y le acercaban a la puerta. Tenía ganas de darse una ducha, o limpiarse en aquellas marismas de aguas tan cristalinas, o simplemente dar una vuelta por la casa, descubrir el entorno, ¿qué habría más allá del umbral de la puerta? Lo más maravilloso de conocer un nuevo mundo era el instante previo a descubrirlo pues todo es posible, la imaginación vuela, se eleva, piensa en todas las posibilidades y las combina, recoge imágenes de lugares recónditos y las fusiona, crea tapizados mosaicos, armarios empotrados, mesas, sillas, adornos en las paredes, ¿ordenada o desordenada?, ¿floreros y jarrones o un lugar aséptico?; su mano se encontraba en el pomo de la vetusta puerta donde, a pesar de su apariencia, los goznes no chirriaban y se abría silenciosa.

—ji, ji, ji.

La abrió y dejó de reír.
Ante ella se extendía una inmensidad blanca y el plano mental creado segundos antes en su imaginación se esfumó, de todas las posibilidades, y eran muchas las que había imaginado, jamás habría concebido tamaño despropósito, donde debería existir un pasillo, paredes o mobiliario hogareño, no había nada. Más allá del espacio que conformaba la pesada puerta existía una inmensa sala blanca, aunque llamar sala a aquel espacio de blancor infinito sería inexacto, una broma de mal gusto. No existían límites visuales que apoyaran la contemplación de delimitaciones físicas, no había líneas sobre las que pudiera intuir paredes, techo o suelo; el espacio enfrente era la vacuidad misma, en un sentido aséptico, uniforme y, quizá, mortal. Apoyó la mano izquierda en el marco de la puerta, y, aunque su pierna derecha retrocedió, asomó decidida la cabeza para investigar más allá del marco. Este se sustentaba sobre la nada. ¿Qué sucedería si traspasaba el umbral de la puerta, si abandonaba la seguridad de la habitación conocida, si se lanzaba a aquel vacío? ¿Flotaría o caería en la blancura por siempre jamás? La sola idea de apoyar un solo pie más allá de la seguridad del suelo de la habitación, ¿llegaría a apoyarlo?, la hizo retroceder, la mano engarfiada al marco tembló, el vacío la azotó en la cara, como el vértigo produce en las personas que lo sufren un mareo, desvanecimiento y confusión, su rostro mostró esa angustia y cerró la puerta de un portazo.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


lunes, 20 de enero de 2020



«Que el hermano ayude al hermano»

Capítulo III. UTLA.

Leía con detenimiento el nombre del hombrecillo escrito con trazo tembloroso encima del papel blanco.
«UTLA».
¿Y ese que nombre es? Bueno, al menos el hombrecillo tenía uno, no como ella. ¿Cómo se llamaba? Por más que se devanara en fútiles recuerdos no aparecía ante ella la mágica palabra. Ya lo recordaría, si es que ello sucedía alguna vez.
Había pasado una semana y en ese tiempo las heridas se habían sanado muchísimo. El pequeño ser la cuidaba con esmero, cada mañana, recién aparecida la claridad le depositaba una bandeja con unas tostadas untadas en alguna clase de compota y una bebida humeante de color verde un poco amarga pero revivificadora. Al mediodía mezclaba arroces con verduras u otras hortalizas que desconocía, por la noche un plato caliente y espeso le animaba a reposar. Los primeros días se pasaba durmiendo la mayoría del tiempo, también por la noche, solo en el sueño encontraba el descanso para soportar aquella quietud, aunque en sus sueños, mayormente pesadillas, revivía, una y otra vez, el frío de aquellas criaturas incorpóreas, el asalto a su cuerpo, el desgarro, el dolor, los chillidos agudos, y, justo antes de levantarse sudorosa y con dolor, por los roces ocasionados por los movimientos involuntarios, rememoraba la antorcha y el corpulento ser que la portaba.
El tercer día se encontraba mucho mejor, aun así, UTLA, con sus gestos y trazos temblorosos sobre el papel le pedía más descanso. No es que no agradeciera las atenciones del pequeño ser, pero el momento de vaciar sus excreciones en la cuña resultaba humillante. Ese día, el hombrecillo apareció con un libro bajo el brazo, de extraño título, que ofreció a la convaleciente huésped: Diccionario Mímico. Este esperó delante de ella hasta que ella abrió la primera página. Los ojos de la enferma interpretaron los signos, las letras y, a pesar de encontrase en alguna clase de lengua que no entendía, comprendía la significancia de lo dibujado. Al girar un par de páginas vio un dibujo de una mano, igual a la suya, con cinco dedos: pulgar, índice, corazón, anular y meñique; seguida de una breve explicación de la aplicación práctica de cada falange, la utilidad de la palma para agarrar objetos, la contraparte de nombre dorso, y los usos conferidos a una mano en un lenguaje que parecía gestual. Al girar una nueva página rio, ilustrada en un par de escenas examinó el movimiento que le había hecho UTLA el primer día, nada más abrir los ojos y entrar por la puerta. Los dedos de la manos se juntaban y alineaban, se subían a la frente y, fugazmente, deducía por las líneas de trazo rápido dibujadas sobre el papel, el conjunto se separaba al aire dando a entender un, «Hola», en aquel lenguaje de manos y gestos. De súbito recordó una fórmula de camaradería, levantó su mano y extendió la palma delante del hombrecillo en un gesto de acercamiento para que él hiciera lo mismo. UTLA se acercó más, a pesar de la baja estatura de su cuerpo su mano era grande, ancha, y con cuidado entrechocó con su palma con la palma de ella. La convaleciente descubrió que el tacto de aquella piel grisácea era mullido, bastante reconfortante, y transmitía una ligera calidez; no recordaba la última vez que había tocado a alguien. Jugueteó con sus cinco dedos, tamborileando con ellos encima de aquella extraña palma que solo contenía, ¿dos dedos? Es decir, un pulgar bastante gordo y una falange unificada que debería haber contenido el resto de dedos. UTLA cabeceaba, ella dedujo que satisfecho, por sus movimiento le recordó a un gato, solo le faltaba ronronear y pensó que era adorable.
Al día siguiente, quizá fue el cuarto, o el quinto o incluso el sexto día de reposo, se animó a preguntarle una pregunta que la acuciaba.
—me encontré con alguien en el bosque. —Esperó alguna reacción en su interlocutor, reacción que no llegó, pues UTLA la seguía escuchando con su quietud habitual—. el que me salvó era igual a ti. ¿sois familia?
UTLA movió la cabeza con aquiescencia, puso la palma de ambas manos mirando al suelo, acercó las distales de las alargadas falanges y, en un gesto rápido, repiqueteó los lados de cada falange la una contra la otra. Gracias a la lectura del diccionario mímico sabía reconocer los gestos básicos de aquel idioma, y aquel movimiento de manos, como si fuera un medio aplauso con los laterales de las manos, sí supo identificarlo:
«Hermano».

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


martes, 14 de enero de 2020


«Feliz Narratividad»



Un año más se reunieron durante las fiestas navideñas. La cena previa, en torno a la mesa rectangular, finalizó con manchas de vino y minúsculos restos de pan sobre el mantel. Satisfechos los estómagos y, fieles a la tradición, mantenían la expectación en la lectura del siguiente relato. La mayoría de ellos prestaba una atención muda, aunque un par cuchicheara en voz baja en un intento de desvelar la autoría de la última narración y otro se distrajera leyendo la pantalla del móvil. En todo caso, la hipnotizada mayoría escuchaba la voz del maestro de ceremonias, cálida y vibrante, que se abría paso en la sala del restaurante elevándose por encima del bullicio para hacerse oír.
Hubo varias narraciones: un cuento con jovencitas pícaras y jóvenes sátiros que convertidos, por un sortilegio, en sirenas y vampiros acabaron en un Walpurgis orgiástico; en la siguiente narración apareció un detective vestido con oscura gabardina y mirada perdida que no pudo resolver el asesinato al descubrir que era su mujer la homicida; otra historia donde se mezclaba realidad y magia relataba la portentosa habilidad de una vasija de barro, fabricada por un maestro escultor, que tornaba rico y desgraciado a quien sacara de ella una moneda; la narrativa se amenizó con una historia navideña con final feliz, abrazos y carantoñas de un hijo que tras largos años se reencontraba con su madre y que, a pesar de los lugares comunes que transitaba, emocionó el corazón de los oyentes; otra historia navideña, con boy scouts alrededor de una hoguera y un inesperado cuento de terror al que no sobrevivió ninguno; pasado el sobresalto, llegó el tiempo de una voluptuosa narración sobre la visión y la plasticidad de dos primas-hermanas, pintura y escultura, y su amor secreto; también se confabuló una extraña historia, mitad ensayo, mitad ciencia ficción, sobre un viaje de Cristín de Pizán a través del tiempo hasta llegar a la escritura del yo; siguió una pequeña obra de teatro, un último diálogo delante de las puertas de San Pedro entre Julieta y Romeo, los jóvenes abrazados unieron los labios y, sin dejar de besarse, fueron transportados al interior del cielo (algunos de los comensales bostezaban, muchas narraciones y poco vino); quedaba un último relato, un drama de tono operístico acompañado con violines, flautas, oboes y timbales, una partitura clásica que lanzaba en épica tonada, con tintes de Eneida, las palabras al aire.
El orador calló y los comensales, melancólicos por la finalización de los relatos, aplaudieron. Pues así se regocijaban, un año más, entre risas, abrazos, lecturas y pensamientos. ¿Qué pensaban? Pensaban que no les importaba la fama, ni el reconocimiento, ni mucho menos el dinero; la mayoría sabían que la fama tenía un precio mucho más alto que aceptar treinta monedas de plata, y el reconocimiento no lo valía si suponía alejarse de la senda de la excelencia y del camino literario, porque si algo les unía a todos ellos en las bonitas palabras, era ese sueño inalcanzable de la literatura y perderse entre las ramas que conformaban las palabras de un bello libro.
Eran felices, con la simple alegría, de saberse unidos por su amor a la literatura.

¡Feliz Narratividad, letraheridas y letraheridos!


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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


martes, 7 de enero de 2020

«Dentro de algunos siglos, la historia de esto que llamamos la actividad científica del progreso, será para las generaciones venideras un motivo de gran hilaridad y de conmiseración»

—¿Hola? —dijo ella con un hilillo de voz sin apenas mover los labios.
El pequeño ser levantó la mano derecha, puso recta la alargada falange y la unió con el dedo pulgar, reposó el conjunto en la frente, justo debajo del blanco sombrero y en un fugaz movimiento separó la mano elevándola al aire.
«Hola».
Ella se quedó mirándolo de manera interrogativa ante la estudiada gestualidad, se encogió de hombros, pero el encogimiento, reproducido de manera inconsciente, le avivó el molesto escozor en las heridas de esa zona y de la espalda. El ser bajito repitió, en un nuevo intento, el gesto de mano, como queriendo dar a entender algo, una coreografía que ella seguía sin entender. Negó con la cabeza.
«Vosotros me entendéis, pero ella no. Probaré con otra cosa».
Cruzó las dos manos en equis sobre el pecho, «Espera», y salió de la habitación sin cerrar la puerta. Estaba tan cansada que ni se preocupó en descifrar el tiempo que el enanito había pasado fuera; para cuando él volvió, llevaba un bloc de folios enormes en la mano y un lápiz negro engarfiado en la palma. Una vez más se acercó al cabecero de la cama y, desde una posición que ella no tuviera que girar mucho el cuello, acercó el lápiz al folio y escribió con un trazo bastante tembloroso:
«Hola. ¿Cómo estás?».
Se podían comunicar. Que felicidad le entró aun estando tan dolorida en la cama.
—Bien. Estoy bien.
«Estupendo. ¿Cómo te llamas?».
No supo que responder ante esa pregunta, y al desviar la mirada pensativa, miró sus ropas encima de la silla y recordó su desnudez, le entró un ataque de risa inesperado y supuso que había sido aquel hombrecito quien la había desnudado, quien la había curado y quien la había metido en la cama. El rubor en las mejillas le encendió el rostro y por toda respuesta dijo:
—Ji, ji, ji. ¡Ais! —El risueño ataque se le entrecortaba por culpa del escozor producido por su piel entremezclado, y ahora aumentado, con un dolor en las heridas provocado por el cimbreo de su cuerpo ante la risa—. Ji, ji, ji. ¡Ouch! Ji, ji, ji. ¡Aisch!
La espontánea hilaridad finalizó tan rápido como había acabado. No supo qué responderle y así se quedaron un rato, ella mirando al rostro sin ojos y el ser bajito, con la cabeza inclinada, en idéntica réplica.


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