«Dentro de algunos siglos, la historia de esto que llamamos la actividad científica del progreso, será para las generaciones venideras un motivo de gran hilaridad y de conmiseración»
—¿Hola? —dijo ella con un hilillo de voz sin apenas mover
los labios.
El pequeño ser levantó la mano derecha, puso recta la
alargada falange y la unió con el dedo pulgar, reposó el conjunto en la frente,
justo debajo del blanco sombrero y en un fugaz movimiento separó la mano elevándola
al aire.
«Hola».
Ella se quedó mirándolo de manera interrogativa ante la
estudiada gestualidad, se encogió de hombros, pero el encogimiento, reproducido
de manera inconsciente, le avivó el molesto escozor en las heridas de esa zona
y de la espalda. El ser bajito repitió, en un nuevo intento, el gesto de mano,
como queriendo dar a entender algo, una coreografía que ella seguía sin
entender. Negó con la cabeza.
«Vosotros me entendéis, pero ella no. Probaré con otra
cosa».
Cruzó las dos manos en equis sobre el pecho, «Espera», y
salió de la habitación sin cerrar la puerta. Estaba tan cansada que ni se
preocupó en descifrar el tiempo que el enanito había pasado fuera; para cuando él
volvió, llevaba un bloc de folios enormes en la mano y un lápiz negro
engarfiado en la palma. Una vez más se acercó al cabecero de la cama y, desde
una posición que ella no tuviera que girar mucho el cuello, acercó el lápiz al
folio y escribió con un trazo bastante tembloroso:
«Hola. ¿Cómo estás?».
Se podían comunicar. Que felicidad le entró aun estando tan dolorida
en la cama.
—Bien. Estoy bien.
«Estupendo. ¿Cómo te llamas?».
No supo que responder ante esa pregunta, y al desviar la
mirada pensativa, miró sus ropas encima de la silla y recordó su desnudez, le
entró un ataque de risa inesperado y supuso que había sido aquel hombrecito
quien la había desnudado, quien la había curado y quien la había metido en la
cama. El rubor en las mejillas le encendió el rostro y por toda respuesta dijo:
—Ji, ji, ji. ¡Ais! —El risueño ataque se le entrecortaba por
culpa del escozor producido por su piel entremezclado, y ahora aumentado, con un
dolor en las heridas provocado por el cimbreo de su cuerpo ante la risa—. Ji,
ji, ji. ¡Ouch! Ji, ji, ji. ¡Aisch!
La espontánea hilaridad finalizó tan rápido como había
acabado. No supo qué responderle y así se quedaron un rato, ella mirando al rostro
sin ojos y el ser bajito, con la cabeza inclinada, en idéntica réplica.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
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