domingo, 29 de diciembre de 2019

«Si la muerte no fuera inevitable, el hombre habría perdido su vida entera. No habría arriesgado, ni intentado, ni emprendido, ni inventado, ni construido nada. La vida habría sido una perpetua convalecencia»

Capítulo II. ¿Quién?

El interior de los párpados le rascaba, como si tuviera arenilla dentro de los ojos y el más superfluo movimiento ocular le produjera dolor en la negrura que la envolvía. Miles de pequeñas heridas reproducían en su cuerpo un molesto escozor y, aunque no llegaba al punto de clasificarse como doloroso, era realmente hiriente, sobre todo si tenía en cuenta que cada nimio movimiento aumentaba diminutas torturas dérmicas repartidas por su piel en contacto con: ¿en contacto con qué? ¿Qué la rozaba? Estaba desnuda debajo de donde estuviera, pues notaba su piel contra una textura cálida, pero tenía miedo de levantar los párpados y verse rodeada de monstruos invisibles que la esperaban para seguir rasgando su cuerpo, pero no podía quedarse así para siempre. Y los abrió.

La claridad le molestó y un parpadeo involuntario la dejó sumida en las tinieblas por un breve instante. Lo primero que la sorprendió fueron unos travesaños de madera, dispuestos en paralelo, recorriendo el techo, su color marrón oscuro resaltaba contra la blancura de la pared. Una lampara pendía de uno de ellos, forjada con orfebrería oscura la araña portaba en cada una de sus siete extremidades una vela, pero estaban apagadas, ¿entonces de dónde venía tanta luz? Se miró hacia donde debía tener los pies, pero no se los vio, estaba tapada con una gruesa colcha hasta el cuello y solo intuyó su presencia por el montículo del dedo gordo, estiró las piernas y ese acto la llevó a dos descubrimientos: uno, la cama era suficientemente alargada para dar cabida a su largo cuerpo, eso le hizo sonreír, pero no duró mucho su sonrisa porque seguidamente; dos, la sonrisa se fulminó al instante cuando un dolor muy agudo le recorrió las extremidades que había movido. Cada movimiento, por pequeño que fuese, se convertía en un suplicio y la ropa de cama, tan pesada y opresiva, la hubiera reconfortado si el roce con sus heridas se lo hubiera permitido. Respiró y decidió no moverse más que lo necesario. ¿De dónde provenía la claridad? Más allá del pie de cama había un armario empotrado contra el fondo de la habitación y a su derecha, también al final del cuarto, una maciza puerta de madera que custodiaba el habitáculo. No, de allí no venía la luz. Solo quedaba un único lugar. Torció el cuello, sin moverse mucho para no reproducir más escozores en su cuerpo, y, con la posición medio ladeada, observó a su izquierda una silla y un ventanal bastante grande. Encima de la silla reposaba su pantalón con tirantes, su camisa y su ropa interior, ¡qué vergüenza!, bien doblados y con visos de una limpieza profunda, así que alguien la había desvestido y la había dejado en la cama. El pudor quisó que desviase sus pensamientos y desvió la atención de nuevo hacia el gran ventanal rectangular origen de la claridad, separado en dos partes, donde cada parte la atravesaba un madero en forma de cruz que separaba a su vez cuatro cristales; al lado del ventanal, anclado en la pared, un calendario de papel. Un pequeño clavo sujetaba el objeto y evitaba que cayera contra el suelo. En su margen superior un número XII y debajo una simétrica parrilla repleta de pequeñas celdas, una de ellas, la que contenía el número 19, estaba señalada con una marca roja de trazo muy tembloroso y dentro contenía la palabra Narratividad.

La luz del exterior fluctuó, la intensidad se desvanecía, miró a lo lejos, a través de los protectores cristales y creyó ver pequeños puntos caer desde el cielo: ¿lluvia? Pero no parecía lluvia, lo que se supone debían ser gotas se asemejaban a pequeñas letras que caían del cielo a la tierra: l, l, u, w, a, g, r, t, e, r, u, a, a, a, i, n, v, i, a. Incluso las podía leer si las seguía con la mirada en su caída. Recordaban a la lluvia, pero no sabía si podía considerarse como tal. En ese momento de contemplación, la puerta de la habitación se abrió, lo curioso es que una puerta con apariencia tan pesada prometía un chirrido de goznes bastante agudo, pero no fue así, la puerta se deslizó en sigilo y una mano gris, con solo un dedo pulgar y una falange alargada y flexible, fue lo primero que vio apoyada en el marco de la puerta. La mano dio paso al resto del cuerpo y un ser más bien bajito, vestido con sombrero, gabardina y pantalones blancos, entró en la habitación. Al darse la vuelta para observarla, ella pudo comprobar ciertos rasgos conocidos en su rostro, o mejor dicho, la carencia de rasgos faciales es lo que le resultaba familiar, es decir, la similitud en el rostro del pequeño ser con aquel otro homónimo, el de su malhumorado benefactor, el ser corpulento vestido de negro que se había encontrado cerca del río y, que al igual que a su anfitrión, le faltaban orejas, ojos, cejas y enseres faciales tan básicos como boca y nariz, de ello dedujo proximidad entre ellos, sino parentesco. El pequeño ser levantó las manos y se ajustó su sombrero sobre la cabeza, entre tanta blancor el movimiento destacó la cinta azul en la base del sombrero y los botones verdes que cerraban la gabardina, un brillo rojizo le llamó la atención en los pies y se fijó en los brillantes zapatos rojos. Él se acercó a los pies de la cama y la rodeó hasta llegar a la altura de la cabecera.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 22 de diciembre de 2019

«Es casi imposible llevar la antorcha de la verdad a través de una multitud sin chamuscarle la barba a alguien»

«!Je, je, je!, ¡no, no, no!», fue lo único que escuchó. Las risas surgieron inarticuladas de vida, faltas de sentimientos, una vibración carente del más puro sentido animístico; tras ella, la triple negación imitó el mismo modo sin ninguna clase de aporte sentimental, era un simple «no», y era esa frialdad la que la dotaba de una peligrosidad desconocida.
La claridad de las estrellas no llegaba hasta ella, el tupido manto de ramas impedía cualquier entrada y a medida que sus pasos la introdujeron poco a poco en el interior del bosque, cuando se giró, ya no vio la senda, ni el cartel, ni mucho menos el río. Un frío susurro la azotó:

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suerte, muerte».

Escuchaba las desnaturalizadas palabras danzando a su alrededor y, aunque llevaba bien abotonado el abrigo, un frío intenso se apoderó de ella.

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suerte, muerte».

Se coreaban, repetían y amplificaban en un eco sordo, del frío pasó al helor, el más mínimo roce acústico le producía pequeños cortes en la piel, desgarros finos y alargados. En la cara un alargado hilillo de sangre le recorría la mejilla.

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suerte, muerte».

En la frente un nuevo corte delgado y más sangre. Se llevó las manos a los oídos, cerró los ojos, bajó la cabeza por miedo a que le hirieran en el cuello y se ovilló en la tierra. Le costaba respirar.

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suerte, muerte».

La impropiedad de aquellos sonidos impuros desgarraba con nuevos cortes su abrigo y por las hendiduras entraba el frío y el helor. Un antiguo y gélido dolor penetró hasta sus entrañas e ingresó en partes íntimas de su cuerpo. Poco a poco, envuelta en un dolor indescriptible, arrodillada y exhausta como estaba en la tierra, un mareo se apoderó de ella...

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suer...», pero el desgarrador canon no finalizó. Una última visión, un tanto difusa, le mostró una sombra ataviada con una chaqueta negra, una figura corpulenta familiar apareció de entre el ramaje con una antorcha en la mano y gritando:
—¡Putas palabras! ¡Fuera de aquí bastardas! —El corpulento ser atizaba el aire con la antorcha y la llama hendía el espeso aire, golpeando la incorporeidad que chillaba y se debatía—. Y algunos imbéciles dicen que las palabras no hieren. ¡Fuera he dicho! ¡Parodias del lenguaje! ¡Fuera!
Pero la visión de aquella etérea batalla fue su último esfuerzo, los ojos se le cerraron y la oscuridad se apoderó de ella.


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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


jueves, 19 de diciembre de 2019





«Noveno cumpleblog»




Como cada diecinueve de diciembre este tranquilo lugar celebra su cumpleblog, en esta ocasión, nueve años.

Es un gusto estar aquí con vosotros, rescatar cada semana historias del contigüüüm y esbozar, aunque solo sea un poco, a UTLA, al quisquilloso NUTLA, a la pizpireta Feli, al misterioso Ignatius e incluso, ¿por qué no?, un poco a mí.

Tanto tiempo, nueve años, repletos de aquiescencia se merecen una gran celebración, así que os deseo a todos:

¡Feliz Narratividad, Estimados!

S. Bonavida Ponce


*Gracias a Rita por la imagen en blanco y negro de UTLA, NUTLA y Feli. ^_^

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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 15 de diciembre de 2019

«"Borocotó, borocotó, chas, chas".
Onomatopeya del sonido del tamboril»

Capítulo I. Cuarto.

El murmullo del río la acompañaba con esa calma que aporta la corriente, una tranquila melodía de fondo para sus pensamientos, un runrún que la llevaba una y otra vez a desovillar el recuerdo del anterior encuentro con el ser corpulento, sin rostro y con verdadera, o fingida, animadversión hacia ella, pues eso sentía ella que, a pesar de ese último detalle, la animadversión del ser, ella le negaba dicha atribución, pues en su interior se sentía próxima al desconocido; por eso daba vueltas, sin prestar demasiada atención a su alrededor, e intentaba sin éxito desmadejar las caóticas sensaciones que se acumulaban en su mente, en un intento aparentemente estéril de resolver aquella antinomia. El deambular sin rumbo fijo le inducía a las más diversas divagaciones, y aquellos paseos mentales no siempre acababan en sendas bien construidas, sino más bien en tramos maltrechos de barro y fango, caminos sin salida de los que tenía que retroceder asustada ante el desconocimiento a sus propias preguntas: «¿cómo me llamo? ¿qué hago aquí? ¿dónde estoy? ¿qué sentido tiene todo esto?». En ese estado de confusión avanzaba por la linde del río, siguiendo el camino de los tusilagos y con menos frío gracias al regalo del mullido abrigo. Al girar un recoveco apareció un cartel bajito. La señal bifurcaba el camino y a la izquierda se extendía una vereda que se adentraba en el interior de un bosque frondoso. Debido a su altura tuvo que acuclillarse para leer la indicación:

«Bosque Onomatopéyico
(cuidado con las interjecciones)»

¿Onomatopéyico? Desconocía esa palabra y la frase tachada debajo del cartel, además de dificultar la lectura, tampoco le aportaba ninguna información conocida. El río continuaba con su eterno murmullo, pero ella ya no escuchaba el runrún del seguro guía y el camino de tusilagos se desvaneció por completo cuando una orquesta de sonidos estridentes acudió hasta ella desde el bosque: «¡Chin-chín!, ¡naino, naino, na!, ¡tolón, tolón!, ¡tarará, tarará!, ¡tururú!, ¡ratatanplán!, ¡tic-tac tic-tac!». Al estrepitoso concierto en Onomatopeya Mayor le siguió un desconcierto de voces, una extraña mezcolanza de sonoras referencias animalísticas: «¡Guau, guau!, ¡miau, miau!, ¡pío, pío, pío!, ¡quiquiriquí!, ¡muuu, muu, mu!, ¡zzzzz,zzzzz,zzzz!, ¡oink, oink!, ¡cuak, cuak!, ¡grrrrr!» y una última que la alteró mucho:
«orororraaarshhhuuufffmohhhh».

No sabía el porqué de su alteración pues ninguno de aquellos sonidos representaba nada para ella. Mientras la algarabía restante se silenciaba, escuchó una última palabra proveniente del interior de aquel mar de ramas, arbustos y árboles, una palabra que sí la aturdió, un grito desesperado en búsqueda de unos oídos donde anclarse: «¡Auxilio!». La gravedad del desesperado vocablo la traspasó y sin atender a las últimas palabras que le refiriera el corpulento ser vestido de negro, «sobre todo no te desvíes», torció por el camino señalizado por el cartelito, se dirigió a toda prisa a la vereda, entró en el interior del frondoso bosque, plagado de árboles oscuros que tapaban la necesaria claridad nocturna, y preguntó:
—¿quién eres? ¿necesitas ayuda? ¿dónde estás?



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lunes, 9 de diciembre de 2019

«[...] Y comprendió que al final —cuando todo lo demás es polvo— la lealtad a los seres amados es lo único que podemos llevarnos a la tumba. La fe —la verdadera fe— consistía en confiar en ese amor».

OFICINA DE CONSENSO FAMILIAR. La tipología de la letra, mayúscula, enérgica, sin formas redondeadas y de un parco estilo, casi militar, anunciaba la entrada al edificio gubernamental erigido en medio de la ciudad. Un trasiego considerable de personas entraba y salía por los lados de la doble puerta, el lado izquierdo para entrar, el lado derecho para salir. Padres y madres disputando la custodia de sus hijos, ancianos reclamando el derecho a una muerte digna o casos de divorcio como el de Greta.
Justo, ella, encabezaba una de las múltiples colas, no muy extensa en personas, que esperaban de pie delante de unas puertas con número. Greta examinaba las formas cuadradas del cinco que pendía encima del marco de la puerta y, mientras ojeaba con distraída atención la cuadratura de la panza del número, bamboleaba de un lado a otro un pequeño ticket que sostenía en la mano. El papel contenía un largo código de donde solo se deducían las últimas letras, la inicial de su nombre y apellido.
Por suerte la burocracia había avanzado mucho en los últimos años; cualquier ciudadano entraba en el espacio virtual, solicitaba un día y una hora, y acto seguido se le proporcionaban un código numérico para asistir al edificio de consenso familiar, la lentitud burocrática era cosa del pasado; a pesar del adelanto ello no le impedía martillear ansiosa con el tacón el suelo de forma rítmica, como si fuera el pedal de una batería de un grupo de rock.
«OCF-III-5-201912081006-GG» una imagen flotante delante de su cola, unida a una locución automática de una cálida voz de mujer, anunció su referencia y, por lo tanto, su turno de visita. Avanzó hasta una puerta blanca que se abrió automática al detectar su cuerpo, dentro del cubículo se encontró el típico despacho burocrático: aséptico de adornos, impolutas paredes blancas y una única mesa de tablero traslúcido. Detrás del ínfimo escritorio un funcionario robótico, un modelo de piel sintética que recreaba a la perfección gestos, voz y movimientos humanos, la miraba parapetado detrás de la mesa y una sofisticada pantalla flotante delante del rostro.
—Siéntate, ciudadana —El funcionario le señaló la silla enfrente de la mesa y Greta tomó asiento—. Veo que has solicitado un divorcio.
—Sí.
El funcionario tecleó en la superficie de la mesa, la yema de cada dedo golpeaba la superficie de un teclado dibujado con un imperceptible haz laser que surgía a apenas escasos milímetros debajo del hule sintético, tap tap tap, el tecleo frenético y silencioso del robot le llevó hasta el dossier de Greta.
—Y este es tu cuarto divorcio.
Ella asintió.
—¿Has traído los requisitos de conformidad de las anteriores parejas?
Tragó saliva antes de acudir a su bolso y extraer dos papeles rosa que extendió sobre la mesa en dirección al funcionario, este arqueó una ceja, estiró una de las manos y acercó para sí ambos papeles. Con el mentón erguido y la cabeza levemente ladeada ojeó los datos de los rosáceos papeles administrativos.
—¿Solo dos?
—Mi primer marido está en coma en el hospital y el segundo se niega a darme una aprobación satisfactoria.
—Comprendo...
De nuevo el funcionario se lanzó a una misteriosa búsqueda, tan silenciosa como la primera sobre el hule virtual que conformaba el teclado virtual. La parte posterior de la pantalla flotante no era traslúcida, por lo que Greta no podía examinar las acciones que el funcionario llevaba a cabo. Mientras el funcionario tecleaba, ella no se movía, observaba con mirada felina el tamboril movimiento de las falanges del robot sentado enfrente de ella. La pantalla flotante lanzó un breve flash, como si el funcionario hubiera accedido a otra sección y, de nuevo, la oscuridad se adueñó de la pantalla.
—La normativa acerca del divorcio te obliga a traer, al menos, dos terceras partes de acuerdos de exparejas para continuar con el proceso. Siendo esta tu cuarta solicitud de divorcio deberías tener tres confirmaciones.
—En precusatorios me dijeron que cuando son cuatro divorcios con dos requisitos de conformidad basta.
—Sí, dos es suficiente cuando son cuatro, pero sin contar a la disoluta pareja actual. Y esta conformidad —El funcionario robótico señaló con su alargado dedo índice uno de los papeles rosados encima de la mesa— es tu contrayente actual.
Greta frunció el entrecejo. Las dos papeletas sobre la mesa contenían la firma de su tercer marido y la de su pareja actual de la que se quería separar.
—Comprende que —continuó el funcionario— tu pareja actual podría tener el mismo interés intrínseco para una rápida conformidad y, aunque su firma es obligatoria, no cuenta para el número de firmas válidas para la separación.
—Pero mi exmarido en coma no cuenta, por lo que dos firmas superan el cincuenta por ciento, según la ley goodism de...
—Por favor, por favor. —El funcionario la interrumpió sin alzar la voz, apenas un leve pestañeo traspasó su pétreo rostro—. Esa ley no aplica en este caso.
—Pero tengo a un marido en coma.
—La ley goodism solo actúa en caso de que todas las disolutas parejas anteriores hayan fallecido o estén bajo inhabilitación psíquica. Circunstancia que no te aplica. Si deseas continuar con el divorcio tienes tres meses de plazo para conseguir la aprobación de tu segundo marido. —Dicho eso, el funcionario cruzó los dedos de las manos y se la quedó mirando fijamente—. ¡Si te puedo ayudar en algo más!
—¿No puedo reclamar una exención extraordinaria? En precusatorios me informaron que había casos en los que se concedía.
—No es así, ni se aplica en este caso, como ya te he dicho. Vuelve cuando consigas el requisito de conformidad firmado por tu segundo marido. ¿Si puedo ayudarte en algo más?
Greta no abrió la boca, recogió con tranquilidad sus requisitos de conformidad, se despidió silenciosa con una ligera inclinación de la cabeza y, una vez levantada y al girar sobre sí, la puerta detectó de nuevo su cuerpo y se abrió para permitirla abandonar la estancia. 



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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 1 de diciembre de 2019

«No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente»

Capítulo I. Tercero.

Cruzó los brazos por delante del pecho e intentó, con aquel abrazo a sí misma, darse calor. Un viejo truco aprendido en la infancia para sacudirse el frío nocturno que se apelmazaba en torno de su cuerpo. La prenda, una fina camisa unida por tirantes a su pantalón, no poseía el suficiente grosor para paliar la notable bajada de la temperatura. El camino bordeaba un río donde, en la linde, a ambos lados, crecía imparable el tusilago y, aunque el verdor de la creciente planta se veía oscurecido por la negritud de la noche, se intuía su viveza gracias al resplandor lunar y los destellos de la espuma en el riachuelo, luminosidad que se extendía por la improvisada plantación durante todo el vaivén sinuoso del caudal. Mientras, el murmullo de la huidiza corriente la acompañaba en aquella caminata cada vez más gélida e inexplicable.
—¡Eh, tú, blanquita!
La voz, un eco grave surgido de una garganta abisal, venía desde lo alto de un ribazo, un montículo de piedras un tanto alejado del camino. Levantó el rostro siguiendo el origen de las palabras, estas surgían desde un extraño ser vestido con gabardina negra y bastante corpulento, y cuál no sería su sorpresa al percatarse de lo más extravagante de su interlocutor: ¿no tenía cara? Se fijó mejor. Un rostro sin boca, labios, pero le había escuchado, las palabras habían acudido a ella desde él. Se quedó quieta, en medio del camino entre el ribazo y el río, sin dar un paso ni atrás ni adelante, inmóvil, hipnotizada por la carencia de algo que se supone debería estar ahí y no estaba.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —insistió el corpulento ser.
Lo miraba y, cuánto más lo hacía, una atrayente sensación de irrealidad se apoderaba de ella, ¿qué hacía allí?, ¿dónde estaba?, ¿quién era ese personaje surgido en mitad de la noche? Y lo más importante... Detuvo sus pensamientos al fijarse en un elemento de atrezo muy importante, ¿qué sostenía el ser sin rostro en la mano? Una extremidad ancha, conformada por una gran palma y un único dedo pulgar, agarraba cuál tenaza una chaqueta mullida bastante larga.
—Venga, boba, ¿acaso te gusta pasar frío? Acércate y ponte esto.
La familiaridad en su voz, el violento discurso despreocupado de sus palabras, ¿la había llamado boba?, le hicieron acercarse hasta él con cejo fruncido, mirada desconfiada y cejas arqueadas.
—¿qué es eso de boba? ¿qué te has pensado? aquí el único bobo eres tú. —Había reducido la distancia entre ambos.
Ante su llegada el ser sin rostro movió con brusquedad la mano y, con fuerza, lanzó en un ángulo muy elevado la chaqueta, la prenda describió un exagerado arco de vuelo hasta ella, por un instante fugaz pensó en dejar a la prenda continuar su vuelo, permitirle cruzar el aire en un disconforme y vengativo gesto de desprecio, no levantar siquiera la mano para agarrarla, pero el frío pudo más que la aversión de las palabras y la agarró al vuelo.
—¡Eres insufrible! A ver si mayusculeas correctamente tus frases. Hablando siempre en minúsculas, ¿te crees que así eres graciosa? Blanquita, no te hicieron más boba por falta de imaginación.
Mientras pasaba un brazo por el hueco de la manga de la chaqueta, las palabras la abofeteaban con una ignorancia desconocida, no entendía ni la mitad de lo que su enfadoso interlocutor había dicho, ni tampoco entendía el porqué de la animadversión hacia ella. Tampoco tuvo tiempo para preguntar, de un brinco el ser desapareció tras el ribazo. Sorprendida por la repentina desaparición se acabó de abotonar la chaqueta y, para cuando se acercó al murete, se puso de puntillas y espió por encima de las piedras, no vio a nadie al otro lado, un campo de espigas altas escondía la huida del personaje. Al menos, el calorcito de la prenda que la envolvía empezaba a surgir efecto, ya no tiritaba, miró al suelo y decidió continuar las pisadas en el suelo.



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