«"Borocotó, borocotó, chas, chas".
Onomatopeya del sonido del tamboril»
Onomatopeya del sonido del tamboril»
El murmullo
del río la acompañaba con esa calma que aporta la corriente, una tranquila melodía
de fondo para sus pensamientos, un runrún que la llevaba una y otra vez a desovillar
el recuerdo del anterior encuentro con el ser corpulento, sin rostro y con
verdadera, o fingida, animadversión hacia ella, pues eso sentía ella que, a pesar
de ese último detalle, la animadversión del ser, ella le negaba dicha
atribución, pues en su interior se sentía próxima al desconocido; por eso daba
vueltas, sin prestar demasiada atención a su alrededor, e intentaba sin éxito
desmadejar las caóticas sensaciones que se acumulaban en su mente, en un
intento aparentemente estéril de resolver aquella antinomia. El deambular sin rumbo
fijo le inducía a las más diversas divagaciones, y aquellos paseos mentales no
siempre acababan en sendas bien construidas, sino más bien en tramos maltrechos
de barro y fango, caminos sin salida de los que tenía que retroceder asustada
ante el desconocimiento a sus propias preguntas: «¿cómo me llamo? ¿qué hago
aquí? ¿dónde estoy? ¿qué sentido tiene todo esto?». En ese estado de confusión
avanzaba por la linde del río, siguiendo el camino de los tusilagos y con menos
frío gracias al regalo del mullido abrigo. Al girar un recoveco apareció un cartel
bajito. La señal bifurcaba el camino y a la izquierda se extendía una vereda que
se adentraba en el interior de un bosque frondoso. Debido a su altura tuvo que
acuclillarse para leer la indicación:
«Bosque Onomatopéyico
¿Onomatopéyico?
Desconocía esa palabra y la frase tachada debajo del cartel, además de
dificultar la lectura, tampoco le aportaba ninguna información conocida. El río
continuaba con su eterno murmullo, pero ella ya no escuchaba el runrún del
seguro guía y el camino de tusilagos se desvaneció por completo cuando una
orquesta de sonidos estridentes acudió hasta ella desde el bosque: «¡Chin-chín!,
¡naino, naino, na!, ¡tolón, tolón!, ¡tarará, tarará!, ¡tururú!, ¡ratatanplán!,
¡tic-tac tic-tac!». Al estrepitoso concierto en Onomatopeya Mayor le
siguió un desconcierto de voces, una extraña mezcolanza de sonoras referencias
animalísticas: «¡Guau, guau!, ¡miau, miau!, ¡pío, pío, pío!, ¡quiquiriquí!, ¡muuu,
muu, mu!, ¡zzzzz,zzzzz,zzzz!, ¡oink, oink!, ¡cuak, cuak!, ¡grrrrr!» y una
última que la alteró mucho:
«orororraaarshhhuuufffmohhhh».
No sabía el
porqué de su alteración pues ninguno de aquellos sonidos representaba nada para
ella. Mientras la algarabía restante se silenciaba, escuchó una última palabra proveniente
del interior de aquel mar de ramas, arbustos y árboles, una palabra que sí la
aturdió, un grito desesperado en búsqueda de unos oídos donde anclarse: «¡Auxilio!».
La gravedad del desesperado vocablo la traspasó y sin atender a las últimas palabras
que le refiriera el corpulento ser vestido de negro, «sobre todo no te desvíes»,
torció por el camino señalizado por el cartelito, se dirigió a toda prisa a la
vereda, entró en el interior del frondoso bosque, plagado de árboles oscuros que
tapaban la necesaria claridad nocturna, y preguntó:
—¿quién eres?
¿necesitas ayuda? ¿dónde estás?
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Soy yo javier, garcias por tu historia me gusto mucho.
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