domingo, 15 de diciembre de 2019

«"Borocotó, borocotó, chas, chas".
Onomatopeya del sonido del tamboril»

Capítulo I. Cuarto.

El murmullo del río la acompañaba con esa calma que aporta la corriente, una tranquila melodía de fondo para sus pensamientos, un runrún que la llevaba una y otra vez a desovillar el recuerdo del anterior encuentro con el ser corpulento, sin rostro y con verdadera, o fingida, animadversión hacia ella, pues eso sentía ella que, a pesar de ese último detalle, la animadversión del ser, ella le negaba dicha atribución, pues en su interior se sentía próxima al desconocido; por eso daba vueltas, sin prestar demasiada atención a su alrededor, e intentaba sin éxito desmadejar las caóticas sensaciones que se acumulaban en su mente, en un intento aparentemente estéril de resolver aquella antinomia. El deambular sin rumbo fijo le inducía a las más diversas divagaciones, y aquellos paseos mentales no siempre acababan en sendas bien construidas, sino más bien en tramos maltrechos de barro y fango, caminos sin salida de los que tenía que retroceder asustada ante el desconocimiento a sus propias preguntas: «¿cómo me llamo? ¿qué hago aquí? ¿dónde estoy? ¿qué sentido tiene todo esto?». En ese estado de confusión avanzaba por la linde del río, siguiendo el camino de los tusilagos y con menos frío gracias al regalo del mullido abrigo. Al girar un recoveco apareció un cartel bajito. La señal bifurcaba el camino y a la izquierda se extendía una vereda que se adentraba en el interior de un bosque frondoso. Debido a su altura tuvo que acuclillarse para leer la indicación:

«Bosque Onomatopéyico
(cuidado con las interjecciones)»

¿Onomatopéyico? Desconocía esa palabra y la frase tachada debajo del cartel, además de dificultar la lectura, tampoco le aportaba ninguna información conocida. El río continuaba con su eterno murmullo, pero ella ya no escuchaba el runrún del seguro guía y el camino de tusilagos se desvaneció por completo cuando una orquesta de sonidos estridentes acudió hasta ella desde el bosque: «¡Chin-chín!, ¡naino, naino, na!, ¡tolón, tolón!, ¡tarará, tarará!, ¡tururú!, ¡ratatanplán!, ¡tic-tac tic-tac!». Al estrepitoso concierto en Onomatopeya Mayor le siguió un desconcierto de voces, una extraña mezcolanza de sonoras referencias animalísticas: «¡Guau, guau!, ¡miau, miau!, ¡pío, pío, pío!, ¡quiquiriquí!, ¡muuu, muu, mu!, ¡zzzzz,zzzzz,zzzz!, ¡oink, oink!, ¡cuak, cuak!, ¡grrrrr!» y una última que la alteró mucho:
«orororraaarshhhuuufffmohhhh».

No sabía el porqué de su alteración pues ninguno de aquellos sonidos representaba nada para ella. Mientras la algarabía restante se silenciaba, escuchó una última palabra proveniente del interior de aquel mar de ramas, arbustos y árboles, una palabra que sí la aturdió, un grito desesperado en búsqueda de unos oídos donde anclarse: «¡Auxilio!». La gravedad del desesperado vocablo la traspasó y sin atender a las últimas palabras que le refiriera el corpulento ser vestido de negro, «sobre todo no te desvíes», torció por el camino señalizado por el cartelito, se dirigió a toda prisa a la vereda, entró en el interior del frondoso bosque, plagado de árboles oscuros que tapaban la necesaria claridad nocturna, y preguntó:
—¿quién eres? ¿necesitas ayuda? ¿dónde estás?



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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