martes, 28 de mayo de 2019

«Y la mayoría de las galaxias grandes parecen tener un solo agujero negro supermasivo en su centro»
Creencia científica


Lo dice la estimada doctora Bonaca:

La doctora Bonaca, investigadora del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian, asegura que un inmenso agujero negro (otro más) causa estragos en los confines de nuestra galaxia.



Centro
Universidad de Tristonia
Título
Desaguaderos cósmicos
Ponente
Doctor Ignatius B.P.
Astrofísico-teólogo
Filólogo Guáltrapa
Artista pixel art

Hola, soy el doctor Ignatius B.P.

permitidme que os ilumine con esta ponencia.

En el centro de todas las galaxias existe un enorme, gigantesco y monstruoso agujero negro por el que se cuela todo el espectro lumínico que llega hasta él, esa succión genera un impulso rotacional, una inmensa onda que hace girar al resto de sistemas y planetas a su alrededor.

¿Lo ven? El universo no es tan diferente del desaguadero del lavabo o de la cocina de nuestro hogar donde nos limpiamos las manos y la boca cada noche.

El agujero negro supermasivo de cada galaxia es un desaguadero instalado por Dios, arrastra en una espiral de decenas de años luz toda la porquería que encuentra a su paso y, en ese arrastre, se lleva la mugre al otro lado.

Imaginad por un segundo que sois Dios (un ente plural), y tenéis ganas de tomar un baño en vuestra bañera cósmica llamada universo y, de repente, la materia oscura se desborda, claro, como sois Dios queda mal que llaméis a un desatascador de cuba y tuberías, sois el diseñador de este magnífico cosmos en el que flotamos, así, para evitar que el vacío sobrante se caiga por los lados del universo conocido, miráis el catálogo de Ikea galáctico de dioses y otras monsergas cósmicas, elegís una galaxia-jacuzzi con agujero negro desaguadero último modelo con doble curva espiral, y, ¡alehop!, solo os falta seguir las instrucciones para montarlo, un agujero negro de proporciones macrobíblicas en medio de vuestra galaxia-jacuzzi, ni que decir que tal desaguadero, succiona la luz, el vacío, la porquería y lo que pille a su paso, con una garantía extendida de dos millones de años luz, según estipula la ley de la termodinámica de la cámara de comercio y bebercio espacial.

La conclusión de este estudio: el sistema de tuberías cósmico necesita una urgente reparación, sobran desaguaderos y nos vamos todos al retrete en un par de miles años luz.

En la próxima ponencia mostraré la perturbadora imagen de una escobilla cósmica de mano.

Pervivo para enseñaros.
IGNATIUS B.P.




Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 19 de mayo de 2019

«El tiempo es la cosa más valiosa que una persona puede gastar»

Se vio dentro de un coche fúnebre. No le fue fácil digerir que había muerto.

—Morí ayer —susurró.


Su pensamiento le arrastró a los experimentos en el laboratorio, a los pequeños saltos de hasta veinticuatro horas adelante en el tiempo que podía realizar una única persona. La sinistemprun, la máquina, también permitía un pequeño salto espacial en un rango de diez kilómetros, las coordenadas se habían fijado para una materialización física en el parque central de la ciudad, repleto de árboles, ajeno a miradas extrañas, y la ubicación temporal a las 11:00 del día siguiente. Cuando apareció tomó notas, leyó algunos periódicos y analizó algunos sucesos pero cuando quiso activar su retornador, no volvió. Algo había fallado, siguió el protocolo trazado para esas ocasiones y volvió caminando al complejo, al acercarse observó un coche fúnebre con una comitiva de vehículos de la empresa, lo que más le alteró fue ver su fotografía en el interior del primer vehículo y a su mujer vestida de luto. Así descubrió que había muerto.


Por suerte, antes de iniciar cada viaje, al viajante le cambiaban las facciones para que resultara irreconocible, no existían evidencias que el futuro pudiera alterar el pasado, pero cualquier precaución era poca tratándose de algo tan delicado como el tiempo. Se acercó a un grupo de empleados a ver si se enteraba del porqué. Al poco escuchó la frase, «La máquina explotó. Ha quedado irreconocible». Así que, ¿aquello había sido? La jodida Sinistemprun había explotado, pero antes de hacerlo lo había catapultado al futuro, y todos se creían que había muerto, bueno, en el fondo así era, miró su retornador y el tiempo se le agotaba, en unas horas, cuando la energía se le agotara volvería atrás, la máquina explotaría y moriría. No había recambio alguno ni solución posible, y eso que durante unos minutos le dio vueltas desesperado a la idea de poder salvarse. No, no había solución. Solo se le había concedido un regalo de unas pocas horas de vida.
Mimetizando al resto de los allegados, se introdujo en un autobús habilitado por la empresa y, sin que sospechara nadie de él, llegaron hasta el tanatorio. Una vez allí, se separó del grupo y se quedó apoyado en una esquina, vigilando a pocos metros la sala de duelo, las personas pasaban a su alrededor ignorándolo, veía como los asistentes daban muestras de consuelo a su viuda, le apretaban la mano, pronunciaban las frases de rigor, algunos la abrazaban.
No había sido un buen hombre, eso lo sabía bien. Siempre tan distante, tan frío, ¿podía culparse? ¿Qué importaba aquello ahora? Muchas dudas se arremolinaron en su pisque y, si la visión de su propia muerte no lo transformaba, nada lo haría; rememoró la frialdad calculada, el trato con los subalternos, con su mujer, con sus hijos. ¿Había hecho falta tanta distancia? ¿Era así mejor jefe? ¿Mejor persona?
Su mujer lloraba e intentaba no mirar al ataúd, desviaba la mirada a algún otro lugar, él también desvió los ojos, posados sobre su esposa y observó su propio rostro en el interior del sarcófago de madera, ¿acaso aquel rostro desfigurado le devolvía una mirada siniestra o más bien enfurecida? ¿Él con furia al morir? ¡Qué estupidez! La muerte se afronta con frialdad, no deja de ser algo natural, los vivos mueren en alguna ocasión, punto. Lo achacó al carácter de la explosión.
Consultó el reloj, era tarde, solo quedaban algunos amigos consolándola, pero, ante todo, no debían verle. No hacía falta ser dramático, conocía los peligros de su trabajo y ya nada se podía hacer, su final era cierto, solo quería despedirse.
Miraba el reloj constantemente, faltaba poco para agotarse la energía del retornador que le mantenía en ese marco temporal, acabado el plazo volvería atrás... y se acabó. Por suerte, el tanatorio, al arreciar la tarde, se vació, su mujer, acompañada con la única compañía de su hermana, quien la consolaba, dirigió la mirada al ataúd, estuvieron así un rato largo hasta que su cuñada se excusó y marchó al lavabo, así, por fin, su mujer restaba sola en la sala.
La miró con cariño, ¿quizá la primera vez en mucho tiempo que lo hacía? ¿Por qué había sido como había sido? ¡Qué estúpido! Tantos momentos en los que le podría haber mostrado algo de cariño, ¿tanto le hubiera costado? Faltaba media hora.

—¿¡Cariño?! —se acercó a ella.

Su mujer se volvió del pequeño sofá, asombrada, pero reconociendo la voz de ultratumba de su marido.

—¿Tú?

Sobrecogida, con miedo en el rostro, tembló y echó el torso para atrás, pero él tendió su mano y, con ese gesto, apaciguó su temor, ella aceptó entonces la mano y se dejó levantar del sofá, la llevó al enorme balcón del que disponía el centro. Allí podrían hablar a solas. Disponía de menos de media hora, ¿qué podía decir en tan poco tiempo? ¿Disculparse? ¿Decirle lo mucho que la quiso en vida? Le dijo estas cosas y muchas otras que llevaba guardando durante mucho tiempo. Cuando acabó, ella, que era su mano derecha en los experimentos temporales, le preguntó:

—¿Saltarás en breve?
—Sí —revisó su retornador—, solo me quedan dos minutos.

Ella asintió muy seria, abrazada a él, respiró con fuerza, él sintió la respiración de su mujer en el cuello, le besó y la mujer se separó un poco, apenas faltaban veinte segundos.

—Amor... —dijo ella.
—¿Sí?
—No fue un accidente. Yo averié la máquina.

Atónito, fijó la mirada en la incipiente sonrisa macabra que nacía en el rostro de su mujer y su inicial estupor mutó de la sorpresa al odio. Su cara, marcada por rabiosas arrugas, era el reflejo de la furia misma, quiso lanzarse con las manos, atenazarle el cuello, ejercer mucha presión y estrangularla, pero el tiempo se había esfumado, como su propio cuerpo que desaparecía en la nada. Ella miró a esa nada, despejó la sonrisa de su rostro y volvió, con el rictus agravado por la seriedad, al interior del tanatorio, a rendir el último adiós al cuerpo de su exesposo.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 12 de mayo de 2019

«No hay que depender de las mayorías silenciosas, Evey, el silencio es frágil, un grito puede romperlo»
V

Brassos 128 B, un planeta al amparo de la estrella Próxima Centauri, contiene habitantes antropomorfos, seres bípedos muy parecidos a los humanos, excepto, en un pequeño detalle...

—Me temo que deberemos amputarle esa fea extensión.

Las palabras del doctor aturden a la mujer, unos minutos atrás, observaba con incredulidad la mutante extremidad adicional adosada al cuerpo de su hija. Ante esa visión, no sabe como sentarse en la butaca. Su marido, al lado, observa a su hija indiferente; ella, inquieta, se pone de pie, como si desde la perspectiva más elevada las preocupaciones se diluyeran.
Su esposo ni la mira, ¿la culpa a ella? Permanece sentado mientras observa, con esa anodina mirada y un rostro muy serio, a su hija que está estirada en el interior de una incubadora, una máquina que recrea el antiguo proceso de gestación Brassiense, cero orgánico, muchos tubos y muchas luces.
Ella, aún de pie, la mirada preñada de ternura, examina el minúsculo bracito que surge del cuerpo de su hija, se parece tanto al otro, al normal, pero es una aberración, el cuerpo de su hija es anormal, tan amorfo, ¿dos brazos? ¿Es culpa suya? Su marido, con la invariable mueca de preocupación se rasca la barbilla con su único brazo, al instante lo descansa sobre la pierna y, con sus seis dedos, repiquetea nervioso en la rodilla. Ella le observa desde su altura más elevada, se lleva la mano a la espalda, como cuando está nerviosa, y en esa actitud de reflexión se encuentra, cuando el médico vuelve a interceder.

—Es necesario amputar cuanto antes.

Él asiente. Ella se queda mirando la asquerosa extremidad extra. ¿Por qué a su pequeña? En esas ve como las dos manitas se mueven al unísono. Parece tan normal.

—Necesitaré sus firmas —arremete de nuevo el doctor.

El médico acerca su mano al ordenador, con un dedo enciende la pantalla, para después posarla en el teclado de 32 teclas que se reparte como una esfera plana delante de él, ergonomía adaptada para seis dedos.

—¿Tendrá secuelas de mayor? —Interviene la madre nerviosa, sin dejar de mirar la manita extra de su bebé—. ¿Es peligrosa la operación? ¿Le dejará alguna marca?

La retahíla de preguntas surge atropellada de la boca, como derrotada por tamaño esfuerzo, hunde la cabeza y se sienta en la silla, se lleva la mano a los ojos, no puede mirar al doctor directamente. Tiene miedo de lo que dirá.

—Apenas una pequeña cicatriz sin importancia, siempre y cuando realicemos la operación con carácter de urgencia.

El padre sigue sin decir nada, solo asiente, como hipnotizado. El medico calla, desvía la mirada de él y la dirige a la mujer, quien, finalmente, se quita la mano del rostro y le mira. Es consciente de que continúa en estado de shock, nunca habría imaginado que podría pasarle algo así, a ella.

—¿Saben? Es muy normal que duden, que les preocupe el futuro de su hija... —mientras el doctor habla, sigue tecleando con su única mano el teclado de 32 teclas—. Hace años trabajé en la unidad especial de mutaciones genéticas. Vi casos similares. La mayoría de padres toman la buena decisión y optan por extirpar, pero...

Un breve silencio. Ella mira el bracito extra, el apéndice contiene una manita chiquitina y, al observar a su pequeña, alojada en la incubadora, siente pena y asco a la vez.

—Un pequeño porcentaje de padres no se deciden. No sé, es como si esperasen que con ese brazo extra sus hijos fueran a ser más fuertes, más listos, algunos incluso poseen extrañas creencias religiosas, en fin, no deseo molestarles con mi opinión, pero es mi deber informarles que los padres que no dan el visto bueno... —El doctor suspira cansado.

El padre asiente, aunque es posible que no haya oído nada, al menos la mujer así lo intuye, su esposo tiene la mirada perdida, la mirada de cuando está preocupado y no atiende, o no quiere atender; ella misma viaja en una nube muy lejos de la consulta, piensa en la operación, en el bisturí, en los cortes, sangre, vísceras y huesos rotos. Tiembla y siente asco. El doctor levanta la mano del teclado y la posa en su vientre y, sus seis dedos, tamborilean en el estómago, como si esa zona fuera una extensión del teclado. La mirada del doctor les observa, un barrido, mujer, hombre, y vuelve a ella, quien le aparta la mirada.

—Al principio, algunos de los pequeños se desarrollan bien, ya saben, crecen con esa mutación extra, incluso la mayoría, en los primeros estadios, articulan todo el conjunto, mano y brazo, con precisión —Aunque la voz del doctor es serena, al menos eso le parece a la mujer, anticipa cierto nerviosismo por llegar en su monólogo, similar a la calma que precede a la tempestad—. Pero a la mayoría de edad, el brazo se les pudre o acaban perdiendo movilidad articular en la mano, a los que no les sucede nada de eso, padecen otros síndromes, los problemas circulatorios ocasionados por la compensación extra que supone acarrear más sangre son muy comunes, también los de índole respiratoria, por el mismo principio. También sufren cardiopatías, la descompensación castiga mucho al corazón. Los pocos casos que alcanzan una edad adulta y que no sufren de ninguna índole anatómica, se les detecta depresión, esquizofrenia o síndrome disociativo de la realidad. No importa lo sanos que parezca, o que incluso alguno de ellos se haya hecho famoso por dar conciertos de piano a dos manos, esos que sobreviven únicamente representan el 1%. Estudié las estadísticas, créanme cuando les digo que los restantes 99% llevan una vida insana, con muchísimos problemas. Ustedes son libres de decidir, pero escojan rápido.

La mujer agradece el final agónico del discurso, se comenzaba a encontrar mal, tenía ganas de vomitar, pestañea, pierde el enfoque al mirar el segundo bracito de su hija, y lanza una mirada de auxilio a su marido. Este se gira, y vuelve a asentir. Espera que él decida por ambos, pero ¿está ahí con ellos? ¿Se encuentra en la consulta?
La pausa se alarga, ahora sí, como un leitmotiv fúnebre, el hombre asiente de nuevo, su mujer pestañea, tiene un tic en el ojo, le sale cuando está muy nerviosa, y, entonces, por fin, su marido se dirige con aplomo al médico.

—Amputaremos.


Ella lanza un suspiro. No quiere volver a mirar a su hija, no hasta que no le hayan quitado esa malformación. ¿Por qué? ¿Por qué a ella? Piensa en lo mucho que beneficiará esa decisión a su pequeña, las burlas, las humillaciones, los problemas físicos descritos por el doctor, ¿qué hombre se querría casar con una mujer con dos brazos? La sola idea le hace temblar, no, no piensa mirar a su hijita aunque se le parta el alma, al menos no hasta que se lo quiten, su determinación es fuerte, de hecho, solo le hace falta seguir las afirmaciones de su marido, que por fin ha vuelto, ha tomado el control y eso la tranquiliza en parte, pero, y a pesar de la aparente tranquilidad que va adquiriendo de nuevo, el pulso le tiembla, le tiembla todo el brazo, todo su ser tiembla, cuando el médico le aproxima la hoja de carácter legal y ella, dócil, se apresura a lanzar un garabato, apenas una insana copia de su firma, para dar el consentimiento de la extirpación quirúrgica.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 5 de mayo de 2019


«Nacer es solamente comenzar a morir»


La melodía de tañidos, una tríada de notas agudas y penetrantes, marcaron la señal de cambio de turno. El pasillo se llenó de esféricos alumnos, bolas luminosas, que transitaron veloces camino de sus respectivas aulas al compás del melodioso tintineo. Los repiqueteos agudos, emitidos desde el campanario lugartiempo, traspasaron el interior de cada uno de los alumnos, quienes, constreñidos por la poderosa vibración en su interior, sintieron un poderoso, «rápido, tenemos que ir a clase», y por ello se afanaron aún más en acudir con sus respectivos profesores.
Encima de las puertas, carteles rectangulares de brillos dorados, señalaban el clasificatorio nombre asignado a las aulas, así, en IºS el señor Búho enseñaba ululantes cantos, en IXºE, en la clase del ser sin rostro, aprendían telepatía empática, en VIIºR la señorita Gididí mostraba costumbrista historia zombi, en la segunda planta, en VIIºG, confección de atrapasueños y artilugios; una clase clausurada en la tercera planta, al final del pasillo, con un cartel desvencijado y borroso no permitía adivinar el número, aunque si la letra, una borrosa i, donde el marco quemado y la balda atravesada con clavos, impedía la entrada a los alumnos esféricos. Ese aulario cerrado era el preferido de los rumores, pues ellos retransmitían, fueran ciertas o falsas, noticias acerca de una antigua clase de historia sobre humanidad, seres terribles que vivían en un extraño planeta verdiazul, o al menos esa era la fábula, insistentemente repetida, por los rumores.
También había otras y muy variadas clases, pero la última, la que ocupaba la séptima planta de la escuela de Almajardín mostraba la clase VªO y nadie sabía que se impartía en ella, ni los rumores, ni mucho menos las esferas, quizá sí lo supieran algunos profesores, pero ningún rumor había conseguido sonsacar tal información a ninguno de ellos, pero sí coincidían los rumores en señalar al director, el adusto señor Ermute, como único conocedor del secreto.


Henstep se levantó del camastro solo para decirle, a su compañera de cuarto, que estaba durmiendo, después, se volvió a acostar. Bitathá asintió, molesta e ignorada por su compañero, absorbió el eco de algunas palabras sueltas diseminadas por la estancia y, al escuchar la segunda repetición del terceto de notas, marchó corriendo a clase. Un tiempo después Henstep removió su aura lumínica y con la desperezada sacudida removió algunos finos haces de tinieblas de su lecho, solo en el cuarto se levantó, emitió una fugaz vibración y marchó para el jardín, allí donde quedaba el pozo con la curiosa inscripción que tanto llamaba su atención.
El pozo. Una construcción fascinante, erigido en cuarzo rosado, con un semiarco de huesos que lo envolvía en todo su diámetro, y la inscripción, tallada a mano en el mineral, rezaba: «la curiosidad echa a perder a los mejores». La inscripción le fascinaba desde hacía muchas perspectivas atrás, más aún que el propio pozo, cuando lo vio el primer día en su ingreso en Almajardín, perspectivas más tarde cuando fue asignado al cuarto de Bitathá y, desde la ventana ovoidal de la habitación, volvió a observarlo; en su segunda semana lo ubicó mientras transitaba por el pasillo exterior cercano al ala este y le llegaban multitud de frases escampadas por los rumores, al pasar de las perspectivas escuchaba cada vez más, porque oía en demasía a los rumores en pasillos, zonas de recreo, lavabos y aularios, la misma frase, «no te acerques al pozo, no te acerques al pozo», frase que, lejos de ahuyentarlo, lo atraía.


El señor Ermute vigilaba desde su despacho, ubicado en la séptima planta, colindante a la habitación cerrada, el pozo, lo observaba desde muchas perspectivas, pasadas, presentes y futuras, se conocía de memoria la tallada inscripción y, también observó, al esférico alumno, conocido como Henstep, acercarse en horario lectivo al borde del agujero. El director agarró un libro con su única mano, de título Desesperación, y bajó raudo las escaleras de caracol, una bajada de emergencia situada en la cara este del edificio. Las escalinatas conducían hasta el patio del pozo.


Henstep se encaramó al borde del pozo, curioseaba en la linde, observando el vacío del agujero, una negrura casi sin fin se extendía mucha distancia bajo su esencia. Al final de ella, un puntito redondo, azul y verde, giraba y susurraba «ven Rey mío, ven». La sombra de Ermute sorprendió a Henstep, el alumno no esperaba al director allí y menos tan de improviso, pensó en alguna excusa que transmitirle, pero este, sin decir ni una sola palabra, le estampó la portada del libro en toda su ovalidad, el golpetazo empujó a Henstep unos centímetros, los suficientes para perder agarre en el borde. Cayó al interior del pozo, el director tiró tras de sí el pesado volumen con título Desesperación, y, esfera y libro, cayeron arrastrados por alguna clase de succión, más poderosa que la fuerza de gravedad, hacia el no tan lejano globo redondo, azul y verde, al que se aproximaban más y más veloces. Un presagio acudió a Bitathá contándole lo ocurrido, aunque los rumores no le confirmaban nada de lo que le contaba aquel buen ser, con un pálpito y, sin esperar a la finalización de la clase, salió volando al pasillo, recorrió el claustro interior y llegó a tiempo de observar, espantada, los últimos haces de luz de Henstep escapándose desde el interior del pozo, mientras el director Ermute daba la espalda al pozo y abandonaba el patio, presta, Bitathá se acercó al pozo y de un brinco lumínico se lanzó a su interior, fue engullida por la misma succión, recorriendo la misma negrura que Henstep, siguiéndole allí donde él fuera.

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