Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Se
creía más listo que el algoritmo y por ese motivo detestaba entrar en el
interior del esquema informático, lo que los nerdies, cómo él mismo,
denominaban en su terminología: patronaje de datos. Es decir, esa teoría predictiva
que estudia el comportamiento de cualquier individuo biológico —aplicable tanto
a las cucarachas como al evolucionado ser humano— una rama de la ingeniería informática
que, abstraidos los patrones ajenos e internos del propio ser, acaba conociendo
mejor a los estudiados que ellos mismos. Los comportamientos generalistas de la
especie se desmenuzan en agrupaciones de atributos compartimentados según
secuencias lógicas, de comportamiento, procedurales, biológicas, entre otras; y
los desmenuzables filtros se cuelan por una pirámide invertida hasta llegar a porciones
pequeñas, minúsculas, que llegan a predecir, con una exactitud que aterraría a nuestros
abuelos, el siguiente acto o necesidad del ser biológico estudiado…
«Te
voy a joder». El recurrente pensamiento del nerdie exultaba seguridad.
Sonaba
en el Youtube la última canción de Meghan Trainor, Dead Future Husband, y en la
lista derecha de videoclips recomendados (¡et voilà!) el algoritmo actuaba: Ed
Sheeran, Charlie Puth, Olivia Rodrigo, Jessi J.; y toda la sarta de comparsas
de mismo género musical que se mostraban tal retahíla extraída del patrón
apegado al usuario sobre sus últimas búsquedas, sus comportamientos, sus
amistades, su edad y sus largos etcéteras cuantificados en registros, tablas y bases
de datos en la nube.
Si
algo era el nerdie, desde luego, era persistente. Búsqueda: China Mo Hoo
k-Pop. La lista de vídeos mostró un listado, del otro extremo del mundo, música
japonesa, era un primer paso. La lista de la derecha todavía mostraba a cantantes
de la anterior hornada, Meghan, Sheeran y Puth, y apenas se colaba alguna que
otra banda de k-Pop.
«Tómate
tu tiempo, mamón».
Y
se lo tomó, tras una semana, el algoritmo, siempre el algoritmo, mostró a 8-eight,
2Am, 1TYM, y la lista derecha de recomendaciones mostró bandas k-Pop que ya
conocía.
«Hora
de cambiar».
Y
así, una semana tras otra, se esforzó en cambiar el hábito, y era un cambio
sincero, su predisposición a que le gustaran los ritmos africanos, el soul, los
cuencos tibetanos, la música de relajación, el country norteamericano, el jazz,
la clásica, el rap, el reguetón; desescalando a géneros, por llamarlos de
alguna manera, más variopintos, mezclas imposibles entre rap-heavy, clásica-rock,
jazz-reguetón, cada semana un nuevo salto, la variedad del mundo no paraba de
sorprenderle y de importunar al algoritmo que no acertaba en sus gustos, en sus
intereses, tan cambiantes, tan caóticos.
La
lista de recomendaciones de la derecha no se ajustaba, cada semana mostraba
temas y géneros de la anterior semana, canciones que no quería escuchar, ritmos
desfasados en el tempo autoimpuesto en su lucha contra la máquina.
«Llegas
tarde, mamón». Y lanzaba un aullido —no era una metáfora— mezclado con una risa
autocomplaciente cuando lo pensaba, como si el esfuerzo tardío e infructífero
de los algoritmos fuera una gloriosa victoria del intelecto humano sobre la
máquina.
A
la semana siguiente, una novedad en la sempiterna lista de la derecha le
sorprendió, Mute Band Song, unos mudos que interpretaban temas de Mozart
con botellas de vidrio, aquello resultaba extraño pero agradable. A los pocos
días, Bandee Bandar Rote Hain, monos del zoo de Siam, sonidos guturales
de animales cautivos armonizados con un laúd y un arpa tailandeses, una delicia
auditiva; y en la lista, debajo de la banda de los mudos y de la banda de los
monos, un nuevo grupo musical en símbolos indescifrables de algún país asiático,
por suerte traducido entre paréntesis salvadores como Tankō Pengin, sonidos y
música desde una mina de carbón en activo con graznidos de pingüinos árticos con
guitarra eléctrica de fondo, fascinante, ese tema lo escuchó tres veces, ¡eso
sí era buena música, eso sí le resultaba gratificante!, pero, chasqueó los dedos
y se quedó mirando la pantalla de su ordenador…
«Mierda».
No
fue algo brusco, pero a partir de ese día, el nerdie dejó de escuchar
música, a pesar de las tentadoras recomendaciones que semanalmente le enviaba el
algoritmo por correo electrónico con nuevos grupos musicales que hubieran
encantado a un excéntrico como él —¿poseen los bytes sentido de venganza?—.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de AquiescenciaEl sueño se alargó bastante rato más y durante ese deambular
dudé si el tiempo onírico transcurría de manera más acelerada que el tiempo
consciente*, tal y como comentaba DiCaprio a Elliot Page —entonces Ellen Page— en
la película Origen (Inception).
*(tempus lucidus según algunos manuales de oniricología).
En el interior de la bruma somnolienta, los días pasaron y
me hallé de nuevo entre las paredes del aula donde la profesora Le Guin presidía
el improvisado claustro preuniversitario y aludía a la importancia de la obra
de Miller, Otro Giro de Tuerca, sobre todo la enorme repercusión que
tuvo en otras obras, incluso en una película… y se quedó callada mirando el
fondo de la clase, a la puerta doble por donde entrabamos y salíamos del aula, escapándosele
el título de la cinta que no acudía a su memoria.
Deduje que se refería a la cinta de Amenábar y con Nicole
Kidman de protagonista, pero la película que recordé en mi inmersión onírica —estoy
en los años cincuenta—, todavía no se había estrenado en esa época, en la
fantasía no soy consciente, lo seré al despertar, menudas mezclas temporales se
gastan las fabulaciones de los sueños.
Y como nadie más en el aula parecía saber la repuesta o ni
un alma se atrevía a responder, por vergüenza o por pereza, alcé la mano y Úrsula,
con un esperpéntico gesto de mano, me dio la voz.
—Los otros, de Amenábar —respondí ufano.
—Eso es, señor, buena respuesta.
Que bien me sentí al recibir el elogio de Úrsula y un
pensamiento se recreó en mí. ¡Úrsula sabe que existo! Menuda estupidez el ansia
de reconocimiento, ni siquiera llegó a pronunciar mi nombre porque con toda
seguridad desconocía la mayoría de nombres de sus alumnos, pero para mí, en
aquel momento que dictó, «buena respuesta», me supuso ser el centro de la
mirada de una persona de culto que para mi ego suponía el mayor de los logros. Tamaña
alegría se vio empañada por la disquisición posterior. ¡Qué poca cosa somos!
Por suerte el sueño continuó y me llevó de nuevo al
flequillo moreno de mi compañera que, sin comparación alguna, era lo mejor de
esta fantasía onírica, pues ni literatura ni escritora de culto ni estudios
preuniversitarios eclipsaban mi deseo por ella. Al fin, mis insistentes cuchicheos
habían logrado el primer efecto: una cita. Paseábamos agarrados de la mano por
el arcén de una avenida transitada por antiguos Thunderbird con capota, algún
Corvette descapotable y un Buick, ¿por qué acudían estos extraños nombres a mi
sueño? ¿De dónde extraía marcas de coche de los cincuenta y de un país lejano? La
respuesta más sencilla se podía transcribir en dos palabras: Ni idea.
De lo que sí era plenamente consciente era el calor de su
mano apretando la mía y la firmeza de los dedos entrelazados. Nuestro paseo nos
llevaba por debajo de robles que atenuaban la luz de las farolas, y el tiempo
se deslizaba con nosotros y para nosotros, y de la mañana pasamos a la tarde sin
apenas una notoria transición y sin importarnos el extraño hecho. A pocos
metros de nosotros, una pareja, un marinero, traje oscuro y gorra blanca inclinó
el cuerpo sobre una muchacha vestida de enfermera —la imagen versaba sobre esa famosa
fotografía que conmemora el final de la segunda guerra mundial—; una instantánea
de época que la maquinaria propagandística norteamericana se ha encargado de colectivizar
en los inconscientes colectivos a base de mazazos publicitarios. La escena
resultaba del todo impropia en la acera de la avenida, no había celebración ni festejos, se acercaba la noche, pero la pareja causó su debido impacto y me giré
hacia mi compañera que también los observaba e inclinó levemente los
hombros interrogándome con el gesto, ¿qué hacía?, ¿aprobaba o desaprobaba?, ¿interrogaba, negaba, suplicaba o qué? ¡Vaya!, pensé (no sé si se puede pensar
dentro de un sueño, pues ¿no es pensamiento puro el mundo onírico?) La única
deducción lógica es: debe ser ahora o nunca; y con suavidad la arrastré hasta
una pared cercana, no quería torcerle el espinazo como el marinero a la
enfermera, y con atenta dulzura la besé en los labios, y tras el primer
contacto sonrió. La sensación, antes de despertar, fue similar a la de aquel
escritor archiconocido —se me escapa el nombre igual que a Úrsula la película—
que escribió que la literatura resultaba fabulosa, pero ni toda la literatura
del mundo sería importante si por la noche no tuviera a su mujer al lado.
Y, creo, pues mis recuerdos son traicioneros, desperté.
Hace unos días nuestros amigos Letraheridos sacaron su
revista número 15, un monográfico especial para celebrar el próximo día de la
mujer.
Las reseñas no faltan, al ser un monográfico sobre la mujer,
los libros recomendados son todos de autoras.
Los evéntridos, de buen seguro una palabra de invención
letraherida, se alegra en mostrarnos los eventos culturales que ha suscitado
las alegrías de los componentes durante dos meses, pues la revista es bimensual.
Finalmente, unas estadísticas muestran, aunque no
esclarecen, pues las estadísticas solo informan y no dan respuesta a los
interrogante, qué tendencia lectora siguen los letraheridos en cuanto a autoras
o autores.
La revista se puede leer de manera gratuita en PDF y se
puede descargar en línea en letraheridos.es.
Saludos, estimados.
En la esquina contraria, escondido tras un armario repleto
de libros, un joven con tupé espiaba a Ignatson: «¿Subes o no?». El profesor
Strambotikus, ajeno a la investigación de sus propias acciones, continuaba
comprobando la estabilidad de la escalera. Una bibliotecaria pasó por el lado
del hombre, le saludó e intercambio unas palabras con él. «Por fin», pero para
disgusto del muchacho, después del breve intercambio de palabras, la mujer se
despidió y continuó su camino dirección de la planta baja. «Joder». Ignatson
Strambotikus rodeó la escalera hasta situarse bajo ella, de manera que tras su
espalda quedaban los libros y delante de él la parte posterior de la escalera, en
esa especie de tipi india miró hacia arriba, examinando el herraje que mantenía
a la guía superior en su sitio, miró fugazmente de un lado a otro,
inspeccionando con agudeza la sala. Zeno se quedó inmóvil y contuvo la
respiración. El profesor, ante la falsa creencia que se encontraba solo y ajeno
a su atento espía, de improviso zarandeó violentamente la escalera de arriba a
abajo, hasta que un leve crujido descolocó el herraje de la guía superior.
«Coño, ¿qué hace?». El profesor volvió a su lugar de origen enfrente de la
escalera, la intentó mover de nuevo, pero las ruedas del herraje superior se
habían salido de la guía y el zarandeo de un lado para otro no surtió el mismo efecto
como en la vez anterior. Pasaron los minutos, Ignatson continuaba enfrente de
la escalera y de vez en cuando la asía para intentar mover, el crujido se repetía
y paraba, miraba al techo, al lugar donde el herraje que él mismo había
descolocado se había salido de la guía. «¿A qué juega?». Después de unos
minutos, la misma bibliotecaria volvió cargada con unos libros e Ignatson la
abordó. La mujer miró al techo, depositó los libros que llevaba sobre una mesa de
estudio cercana y asió por los laterales la escalera. Al intentarlo un crujido,
más fuerte que los anteriores, reverberó por la sala. La mujer se dirigió a
Ignatson, este asentía y señalaba con un dedo hacía la última estantería, se siguió
un intercambio de frases que, por desgracia Zeno no llegaba a escuchar, y
después de algunas frases más la bibliotecaria, con gesto un poco cansado,
asintió y se marchó con los libros. Ignatson no se movía de delante de la
escalera. Zeno no dejaba de espiarle sin atreverse a mover, aunque ya llevaba
un rato meándose. Unos cuantos minutos más tarde, la bibliotecaria reapareció
con la técnica de mantenimiento, una mujer corpulenta con mono de trabajo azul,
la mujer ni se dirigió al profesor, examinó la escalera con mirada de cirujano
y se situó, como momento antes había hecho Ignatson, bajo el ángulo que formaba
la escalera con las estanterías, de nuevo lanzó una mirada a lo alto, gruñó, se
resituó una vez más delante de la escalera y desde esa posición empujó el
artilugio hacía la pared como si fuera una saco de boxeo, por un momento se
escuchó un crujido satisfactorio, no como el tono de los anteriores que transmitían
rotura. La técnica se palmeó las manos y con un único movimiento de cabeza se
despidió del profesor y de la bibliotecaria. La bibliotecaria iba a hablar,
pero Ignatson la atajó y volvió a señalar con la mano a la última fila, zarandeó
en un gesto histriónico la escalera y se cruzó de brazos. La mujer se encogió
de hombros, intercambió unas palabras, él negó con la cabeza y continuó en su
postura, con las manos cruzadas delante del pecho y mirando a través de su
máscara hacia el techo. Finalmente, la bibliotecaria se acercó a la escalera y empezó
a subir los travesaños, cuando llegó a la última estantería cogió cuatro libros
y, con ellos en las manos, bajó hasta el suelo. Se los entregó a Ignatson que acercó
el lomo a la cara y debió comprobar los códigos inscritos en el tejuelo, pues
por la inclinación de la cara y la dirección de la tela donde se suponía estaban
los ojos no se dirigían al centro del lomo, sino abajo, a la esquina donde la pegatina
identificativa informaba del sistema de clasificación bibliotecario. Así, con
los volúmenes en su poder, se despidió de la bibliotecaria que marchó presta
como si hubiera hablado con el mismo diablo; por su parte, Ignatson se marchó
en dirección contraria hacia el único lugar al que se iba escaleras arriba: a
la cafetería de la terraza. Y Zeno marchó tras él.
Zeno llegó con un estudiado retardo respecto a los andares de su objeto de espionaje. Letreros en letras rojas y fondo blanco escritos únicamente en neerlandés anunciaban el lugar donde se encontraban, Universiteitsbibliotheek, es decir, biblioteca universitaria, en concreto la terraza de la misma donde se encontraba además una esplendida cafetería que usaba toda la planta, con grandes ventanales e incluso un aprovechable espacio al aire libre para los días donde el clima acompañase al estudio exterior. Él traspasó el umbral y observó el intenso azul del cielo tras las nubes blancas, inmensas, espaciadas, tanto que dejaban suficiente hueco entre ellas para permitir el paso del sol, una claridad impetuosa que calentaba la piel y la sensación de calidez se veía aumentada al no encontrarse en el aire ningún viento molesto. Todas las mesas se encontraban ocupadas por grupos de estudiantes, aunque Ignatson había conseguido agenciarse una pequeña de color naranja, la más alejada de la puerta, un lugar esquinado y cercano a la barandilla, quizá demasiado para alguien como él y por eso el profesor había separado dos palmos la mesa de la baranda protectora. Zeno inclinó la cabeza y miró abajo, no había mucha altura hasta la calle, pero dedujo que para alguien que tenía miedo a subirse a una escalera la distancia debía ser considerable, aunque la biblioteca solo fuera un edificio de tres plantas. Abajo, un suelo empedrado, como un mar calmo, acogía un centenar de bicicletas ancladas como bajíos reposando en puerto, alzando la vista y si superaba el picudo edificio universitario erigido enfrente de la biblioteca, contenedor de aulas y despachos, el despejado día permitía ver la línea del horizonte, la playa y el mar, el verdadero, pues las bicicletas reposaban quietas en su improvisado mar de suelo empedrado en la calle.
Zeno examinó el entorno antes de dar los pasos finales hacia
su objetivo. El lugar que ocupaba Ignatson, la mesa más alejada de la terraza,
se encontraba en un punto de difícil acceso, pues alrededor de ella no se
podían sentar grupos de estudiantes, como sí ocurría en el resto de mesas,
donde se apretujaban sillas con hasta cuatro o seis estudiantes apiñados en
torno a las escuálidas superficies de colores, pero la mesa de Ignatson no
permitía esa agrupación, pues se encontraba encajonada en una esquina, dificultada
por un aparato extractor de aire, o un artilugio similar, y en dicha estrechez apenas
cabía la mesa y una silla; un lugar, por otro lado, perfecto para una persona
solitaria, pero no daba lugar a que otro se sentara; sin embargo, pronto
encontró la solución, había un zócalo de hierro sobresaliente en la pared,
debía ser un peldaño colocado estratégicamente por el arquitecto para que los
técnicos de mantenimiento se subieran sin problemas al aparato de aire y lo
pudieran arreglar, la superficie no era muy grande, pero él no ocupaba mucho y
ahí podría sentarse un momento y, de ese modo, recostarse al lado del profe. Sí,
el plan estaba listo. Zeno se alisó el inexistente pelo lateral, inspiró
profundamente, ancló la vista hacia el objetivo, alias El profesor Ignatson
Strambotikus y, con pasos decididos, fue hasta él.
—Buenos días. —Una vez anunciado con el saludo, Zeno se sentó al lado de Ignatson en el escuálido peldaño sobresaliente de la pared.
Ignatson levantó la vista de la mesa, ojeaba un libro
codificado como XI 3.9, una línea vertical y un 43, de tanto observar a su
presa había adquirido el mismo hábito, pero si desviaba la vista del tejuelo podía
leerse en el lomo, Gandhara Sculpture Volume I, un volumen que contenía
en la portada esculturas de la india clásica. El profesor no respondió, aunque Zeno
supo que lo miraba a través de la máscara de pigmento blanco oscuro, pues la
telilla alrededor de los ojos, más fina que el resto, traslucía el movimiento
ocular y, tras ella, se intuían unos ojos atentos.
—Buenos días, señor Strambotikus. —Insistió mostrando una
gran sonrisa.
—¿Le conozco? —Cerró el libro, lo apartó a un lado y prestó
su atención al intruso.
—Sí, soy alumno suyo.
—¡Ah! —masculló Ignatson.
—De Gualtra.
—Eso es obvio. Es la única asignatura que imparto aquí.
Zeno calló un momento antes de continuar.
—Sí, claro, menuda obviedad, ¿verdad? —Pausó un instante la
conversación y sonrió—. Quería decirle que me encanta su clase y que es un
inmenso honor para mí formar parte de ella.
—Está bien.
Ignatson calló y se le quedó mirando fijamente. Forzó una sonrisa,
más histriónica que las anteriores y, por tercera vez, se alisó de nuevo el pelo
raspado en los laterales, además de rascarse la oreja.
—Habrá que estudiar mucho para aprobar una asignatura tan
complicada. No tiene uno la suerte de estudiar una nueva lengua todos los días.
—Así es.
Las telegráficas respuestas del profesor incrementaban sus
gestos nerviosos, así Zeno reacomodó la espalda y levantó un poco el coxis de
la estructura, pues empezaba a dormírsele esa zona ante la forzada postura.
—Seguro que usted conoce muchos trucos y atajos para poder aprobar
mejor la asignatura.
—El único atajo es el estudio.
—Por supuesto, seguro que sí, estudiar, estudiar y más
estudiar. ¿Sabe? Tiene usted toda la razón. Hincar los codos. Justamente aquí
los holandeses tienen una expresión para decir justamente eso, pero no la
recuerdo, en fin, que quería comentarle que tengo un primo que estudió con usted
en la Universidad de Bellaterra en un intercambio de estudiantes extranjeros,
como hacemos aquí. Seguro que se acuerda de él, somos muy parecidos, ¿sabe?, casi
gemelos nos dice la gente, como dos gotas de agua.
—¿A sí?
—Claro. Se llama Quinn Papadakis. Segurísimo que se acuerda
de él.
—Recuerdo al señor Papadakis.
Ante el reconocimiento del familiar, la floreciente sonrisa en
el rostro de Zeno desterraba el nerviosismo previo y, envalentonado por la
confirmación, acercó su mano al interior de la chaqueta, con exactitud al
bolsillo donde tenía un sobre con dos mil euros.
—¡Eso es estupendo, señor Strambotikus! Mi primo me habló
maravillas de usted, me dijo lo atento que era, lo buen profesor que era, siempre
dispuesto a ayudar a los alumnos con problemas de estudio. ¿Sabe a dónde quiero
ir a parar? —Le guiñó un ojo, pero la mueca no tuvo respuesta alguna por parte
del interlocutor que respondió escuetamente:
—Creo que sí.
—¿Me puede pasar ese libro?
Zeno señaló al libro con portada de esculturas indias e
Ignatson lo levantó y se lo entregó. Zeno tragó saliva. Abrió el volumen y,
entrecerrando las piernas, lo dejó sin sujetarlo con ninguna mano encima de las
rodillas y el cuádriceps. La mano izquierda agarró el mismo lado de la chaqueta
y lo extendió como si fuera una vela hinchada al viento, tapando así la línea
de visión de cualquier mirada maliciosa hacia el sobre que estaba extrayendo
del bolsillo interior, sobre que depositó seguidamente entre medio de las
páginas del libro y con la mano derecha libre lo cerró, soltó la chaqueta,
agarró el libro y, con una sonrisa, se lo devolvió; sin embargo, Ignatson no
mostró ningún gesto de querer coger el libro. Ante el imprevisto, lo depositó sobre
la mesa lo más cerca posible al profesor.
—No… ¿No lo coge?
—Claro que lo cogeré.
Pero las palabras contradecían la nulidad en los ademanes
fijos y estáticos del profesor, que lo escrutaba con la pose clavada en él.
—¿Hará conmigo lo mismo que hizo con mi primo? Necesito una
confirmación clara de que nos estamos entendiendo: ¿Sabe?
—Por supuesto que sé, pero hay tres condiciones.
—¿Tres condiciones?
—Recoja el libro, por favor.
La expresión de Zeno se turbó, negó con la cabeza, no de
manera premeditada, sino en un gesto automático, y de la misma manera apretó la
lengua contra el interior del labio inferior, la fuerza de la inercia hizo que la
sinhueso saliera disparada y se produjo un inesperado chasquido, guardó la
lengua y se rascó la barbilla en un claro gesto frustrado. Tras el alarde de
nervios recogió el libro con el sobre dentro.
—¿Qué tres condiciones?
El profesor se giró, inclinó el torso y rebuscó en su
mochila negra, que estaba en el suelo en el lado opuesto a donde se encontraba Zeno.
De ella extrajo dos cartulinas rectangulares tan pequeñas como la palma de una
mano, una de fondo blanco y la otra color crema, y le entregó ambas. Zeno las aceptó.
—Primera. No entregará ningún sobre. Hará una entrega de lo
acordado a la cuenta bancaria que figura en el papel blanco.
Zeno asintió y el profesor continuó.
—Segunda. No hará ningún ingreso hasta que me entregue traducida
al inglés, al castellano y al esperanto, la frase escrita en Guáltra que hay en
el papel de color crema.
La curiosidad ante la segunda condición le sedujo y observó de
reojo el galimatías de glifos y caracteres que se apiñaban escritos con
bolígrafo en apenas cuatro líneas sobre color crema. Zeno bamboleaba la cabeza en
un movimiento aquiescente e inconsciente, paseando la vista de la cartulina
blanca a la cartulina crema. Pero…
—¿Y la tercera condición?
—Tercera. Ni se le ocurra en próximas conversaciones usar la
muletilla ¿sabe?. Sea concreto en su lenguaje.
Una estudiante entró en el aula cargada con una docena de libros
y una carpeta apretados contra el pecho. Desde su posición veía en contrapicado
las pelambres y las calvas de algunos compañeros de espaldas a ella, asentían,
tomaban notas o charlaban entre ellos mientras prestaban atención a las
explicaciones del profesor, un hombre con una máscara blanca en el rostro al
final del anfiteatro universitario, una gradería con capacidad para cien estudiantes,
que apenas contenía una docena. Acompañó con espalda y culo la puerta, la singular
proeza malabarista permitió cerrarla evitando cualquier ruido al cerrarse, después
dirigió la vista a la última fila del anfiteatro y detectó la parte trasera de una
cabeza conocida, un inconfundible tupé, y se acercó hasta el alumno que estaba
allí sentado. ¿Hace mucho que empezó?, tras la queda interrogación y sin
esperar respuesta repartió la carga de volúmenes por encima de la alargada mesa,
desparramándolos delante de ella. Se sentó en la bancada ni muy junta ni muy
separada del compañero que tenía la mirada perdida en el techo. El asiento, junto
con la mesa, formaba un conjunto compacto y alargado anclado al suelo que ocupaba
la casi totalidad del ancho del aula, únicamente a los lados se extendían dos pasillos
laterales con escalones que separaban la gradería de las paredes, en el
interior de la grada una docena de filas idénticas con idénticas mesas acogía a
algunos alumnos. Los accesos laterales conducían a través de sus pequeños
escalones hasta la fosa del anfiteatro donde pizarra y mesa acogían al profesor.
¡Eh, Zeno! Estiró la mano y zarandeó al chico en el hombro. ¿Que si empezó hace
mucho? Él dejó de mirar al techo y se giró hacia ella. No, pesada, que acaba de
empezar. Tras la respuesta, asintió, soltó aire con lentitud y desperezó el
cuerpo dejándolo deslizar un poco por debajo de la mesa. Con el rostro más
relajado se metió la mano en medio del pelo afro, la mano negra contrastaba con
el intenso rubio del cabello, y volvió a la carga de preguntas. ¿Y Mei? ¿No ha
venido? Observó el corte de pelo de Zeno, rasurado por los lados y con un
prominente tupé, también vio el particular arqueo de las pobladas cejas del
muchacho y como este, por toda respuesta, se encogía de hombros. En ese
momento, la puerta del aula volvió a abrirse y otra estudiante, en idénticos
movimientos que su predecesora, pasos silenciosos, acompañamiento de puerta aunque
sin malabarismos, se sentó al lado de ella. ¡Aamo, Zeno!, exclamó la recién
llegada invocando entre susurros los apodos de sus amigos como si en vez de
encontrarse en un aula universitaria se encontraran en el acto litúrgico de una
catedral. Joder, Mei, menos mal que has venido. Traje los libros por ti, dijo
Aamo señalando los libros encima de la mesa. Lo sé, lo sé, glacias, contestó en
voz baja, sin apenas abrir la boca tras la última palabra y recogió los libros
y los guardó en el interior de su mochila. ¿Qué te pasa? Hablas raro. Nada,
nada… ¡Estás muy rara! ¿Se puede saber por qué llegas tan tarde? Zeno la
interrumpió. ¡Que desfachatez, pero si tú también acabas de llegar! Tú calladito
que hablamos de cosas de chicas, ¿de acuerdo? Zeno arqueó de nuevo las cejas, se
giró dándole la espalda a ambas y se fijó en el deambular del profesor, un
hombre con una máscara en el rostro que escribía símbolos y caracteres de una
lengua desconocida en la pizarra porque, más que una pizarra, se asemejaba a un
muro de palabras o más bien a un muro repleto de grafitis desconocidos para los
que solo el propio autor discerniría el significado. Yo…, arrancó Mei. ¿Qué?
¡Habla! Mei separó los labios y con el dedo se señaló al corrector bucal que tenía
en los dientes. ¡Me da velgüenza! ¡Me cuesta plonuncial!, dijo bajando la cara.
Al oír las palabras de su compañera, Zeno se giró e intentó mirar a la boca de Mei,
pero no lo consiguió debido al ángulo del rostro de la muchacha que apuntaba
hacia el suelo. Al fin hablas como una verdadera china, Zeno sonrió malicioso. Vete
a tomal viento, le contestó ella sin levantar la cara. ¡Pero Mei, con ese
acento inglés tan bonito y perfecto que tenías! ¿Sabes que te digo? Que mejor
así, que aquí preferimos a una asiática estereotipada que no pronuncie bien las
erres. Imagínatelo, no darías buena imagen a los clichés, ja, ja, ja. Aamo,
sentada en medio de los dos, le propinó un codazo en las costillas. ¡Ay!, que
bruta. ¡Que te calles! Las chicas estamos hablando. Pero en el inflamado crescendo
de la conversación habían alcanzado un volumen más alto de lo oportuno.
—Los de la última fila bajen el volumen de su parloteo. —De
repente, el profesor, que había dejado de escribir en la pizarra, les señaló
con la tiza—. Les invito a abandonar el aula si no quieren prestar atención, si
no tienen respeto por la asignatura al menos sí tengan respeto por el resto de compañeros
que desean tomar apuntes y aprender.
Dicha la amonestación, el profesor se recolocó la máscara,
se giró y volvió a la retahíla de símbolos y caracteres, grafías que mezclaban
glifos hindúes, egipcios y latinos entremezclados con otros indescifrables.
Menudo farsante el tío este y encima nos da lecciones. ¿Si
no querías aprender Guáltrapa por qué te apuntaste? Pues yo la encuentlo
intelesante. Por favor, ¿es que no lo veis? Mirad la pizarra. Ambas inclinaron
la vista y miraron metros más abajo los trazos de los símbolos escritos en tiza.
¿Habéis mirado bien? ¿Qué sentido tiene ese conjunto de símbolos? La primera
fila es egipcio mezclado con hindú, la segunda línea es un popurrí de latín y castellano
antiguo. La tercera fila… Vete a saber que habrá inventado en la tercera. Eso
es polque los guáltlapa elan un pueblo nómada y tomalon plestado vocabulalio de
otlas cultulas. Zeno miró el rostro de Mei que, por fin, había alzado la
barbilla y podía observarle los labios. ¿Sí? ¿Y dónde está escrito eso? ¿En qué
artículo?, el rostro de Zeno enrojeció. Hay estudios que lo confilman. ¿Estudios?
Los cuatro libros que publicó él mismo y su camarilla de colegas frikis. No me
extraña que la decana lo quiera echar. ¿Entonces ahora eres amiguito de la
Dupré? ¿Y tú no? Claro que no. La mirada de Zeno se ancló con malicia sobre Aamo
que lo estudiaba con precisión y después pasó rápidamente la mirada a Mei que lo
miraba con inquietud. ¿Las negritas no sois amigas entre vosotras? ¡Hey, bro,
black power y todo eso!, Zeno levantó los dedos en estilo rapero y le lanzó una
sonrisa burlesca, la cara de Aamo representaba justo lo opuesto del rostro de su
compañero, un revoltijo de odio y contención, pero ella se revolvió. No todos
somos hijos de un ricachón. Las palabras habían girado las máscaras de la
comedia, el rostro de Zeno se transmutó en la máscara de la tristeza y el de
Aamo en el de la sonrisa del loco. No peléis, pol favol. ¡Bah! Eres muy buena,
Mei, es un auténtico lul. Tras el insulto en neerlandés, Mei puso la
mano sobre el hombro derecho de su compañera, el tacto y el pacífico gesto tuvo
su efecto y Aamo relajó de improviso el rostro y, como en un baile de espejos, Zeno
también. Venga, no quería joderte, no nos peleemos por tonterías. ¡Qué te den!,
a pesar de la calmada compostura Aamo no pudo reprimir un último coletazo de
rabia. Zeno se mordisqueó los labios de un lado para otro, pasó la mano por el tupé,
como si se lo quisiera alisar. ¿Bandera de la paz? Y le tendió la mano. Aamo
gruñó. Si me perdonas os cuento lo que me contó un primo mío de Barce… ¡Bah!,
lo interrumpió Aamo, tú tienes primos en todo el mundo. Es sobre el profe, el
señor Strambotikus. ¿Qué le pasa?, preguntó correctamente Mei. Eso, ¡qué le
pasa! Si os calláis os cuento lo que me dijo mi primo. ¡Puuufff! ¡Sí, pol
favol! Ambas compañeras mostraban un interés particular, Mei abría los ojos y
asentía con delicadez, Aamo seguía mostrando una impostada careta de enfado, pero
ambas modificaron la postura y, cada una su modo, inclinó el cuerpo un poco
hacia delante, para escuchar con atención lo que les quería contar entre
susurros. Pues mi primo se apuntó a Guáltrapa y vio desde un principio que
sería un peñazo de asignatura, así que cogió una tarde, se fue hasta el Strambotikus
y, ¿sabéis que le dijo? Pues le dijo, le doy dos mil euros si me aprueba. Zeno
jugó con el silencio, como cuando quería hacerse el interesante, y se acarició el
tupé y… ¡Bueno y qué! ¿Qué le respondió el profe? Eso, ¿qué le lespondió? Pues
le dijo, le dijo que sí. ¡Ostia¡ ¡Gé! A que sí, que fuerte, ¿verdad?. ¿Y le
pagó y aprobó? Pues sí. Joder que cabrón, pues con la pasta que tú tienes. Eso
es, y le guiñó un ojo a Aamo mientras replicaba un nuevo gesto rapero, pero en
esta ocasión más amable, mientras, Mei zarandeaba la cabeza de un lado a otro.
Cabría aclarar muchas cosas antes del inicio del siguiente
capítulo, ¿por qué Ignatson Strambotikus estaba sentado delante del escritorio
de la decana?, ¿por qué esta lo miraba con ceño enfurruñado y puños cerrados
como aguantando una presión interna que desbordaba estallar?, ¿por qué razón llevaba
máscara el señor Strambotikus?, ¿por qué la decana, una mujer negra, pelo cano,
vestido azul Ralph Lauren, de pico cruzado, cinturón y mangas cortas, no le
soportaba? Se deberían dar muchas explicaciones a estos respectos, pero al
hacerlo, también se perdería la magia de la narración, por lo que sería mejor,
aunque no lo más óptimo, que la propia historia continuara según los
acontecimientos y cada cuál descubriera por sí mismo sus verdades a las
preguntas.
—Pierde el tiempo sí piensa que aquí impartiremos sandeces —El sillón de la decana se asemejaba al trono de un antiguo rey, el poder basado en la fuerza física había transmutado con el paso del tiempo a la fuerza del intelecto, y, al menos, en aquella universidad los hombres se habían batido en retirada ante la reina decana que sentada sobre su trona imperial encorvaba el torso hacia delante y entrelazaba las manos con rigidez encima del escritorio como si al separarlas pudiera detonar un artefacto nuclear.
Ignatson mecía su silla adelante y atrás, pero su tronco, a diferencia del de la decana, se encontraba recto y la cabeza, aunque bamboleada por el movimiento, seguía con rectitud al resto del cuerpo. En uno de los vaivenes se introdujo con delicadeza, como si su dedo índice fuera un pincel y su cuerpo un cuadro, la falange con lentitud entre el borde de la máscara y la barbilla, y encorvando el dedo como una ganzúa se rascó la punta del mentón.
—El señor Wagen se equivoca. Maldita sea la hora de las becas internacionales. Pues bien, a mí me dan igual.
La vista de Ignatson: suelo, moqueta, azul, quizá ¿sisal o felpa? Escritorio, rojizo, posiblemente caoba plastificada, armazón y patas de polietileno gris.
—Y no piense que es una cuestión de dinero. No se confunda, señor.
Encima del escritorio una placa alargada de madera con cuatro chapas incrustando un latón de simulado oro y serigrafiado en él siglas y un apellido: S. M. Dupré. A la izquierda cuadrado ventanal, doble acristalamiento, y tras la transparente protección los condominios de la reina, edificios del campus y tejados de casas de estudiantes, el cielo, la línea del horizonte y el mar azul eléctrico. Tras la decana y su trona, la pared pintada en miel y en ella tres cuadros colgados, un mueble cajonera alargado con dos posibles estantes tras sus puertas cerradas, a la derecha una librería con puerta acristalada y libros.
—Señor Strambotikus tiene los días, que digo los días, tiene las horas contadas aquí. No voy a permitir que en Trystonia se nos tome el pelo.
Dos cuadros, a lápiz, bosquejos de retratos de la decana. El cuadro, imponentes medidas, marco estilo barroco, dorado. Motivo: paisaje urbano. Inundado de techos picudos y casas de ladrillo rojo, una iglesia al fondo, edificios amurallados, en uno un reloj circular, no de sol, mecánico, un puente de piedra atraviesa el río, el agua de la ensenada refleja los edificios y sobre sus aguas atracan varios barcos, más cerca del espectador dos mujeres en la orilla ataviadas con faldones y cofia. La vista de Delft. Es un Vermeer.
—Firme la solicitud de renuncia —Sin desentrelazar las manos la decana deslizó tres hojas de papel reciclado gris, estaban grapadas, y con la punta de los meñiques las acercó hacia su interlocutor. El tono grisáceo de las páginas se fundía en una molesta lectura con la endeble impresión de varios párrafos numerados y solo al pie una rúbrica en tinta negra ensalzada por la tilde en Dupré y el sello rojo de Trystonia resaltaban sobre el fondo gris de las hojas. De las manos de la decana, todavía entrelazadas como un mazo, sobresalían los meñiques espigados y estos se posaron sobre una cuantía de cuatro cifras sobre la novena cláusula— y lea detenidamente la retribución más que adecuada a este cese injustificado.
Los estantes de la librería contenían un arcoíris de lomos, letras de distintas familias, tamaños, en un pulcro orden alfabético de autor: La vejez y el segundo Sexo, Beauv; Crimen y Castigo, Dosto; Las habitaciones de atrás, Frank; Psicopatología de la vida cotidiana, Freud; El maravilloso viaje de Nils Holgersson, Lager; La mano izquierda de la oscuridad, LeGui; Therese Desqueyroux, Mauri; La montaña mágica, Mann; Sobre el color y la armonía, Ausde…