Se
creía más listo que el algoritmo y por ese motivo detestaba entrar en el
interior del esquema informático, lo que los nerdies, cómo él mismo,
denominaban en su terminología: patronaje de datos. Es decir, esa teoría predictiva
que estudia el comportamiento de cualquier individuo biológico —aplicable tanto
a las cucarachas como al evolucionado ser humano— una rama de la ingeniería informática
que, abstraidos los patrones ajenos e internos del propio ser, acaba conociendo
mejor a los estudiados que ellos mismos. Los comportamientos generalistas de la
especie se desmenuzan en agrupaciones de atributos compartimentados según
secuencias lógicas, de comportamiento, procedurales, biológicas, entre otras; y
los desmenuzables filtros se cuelan por una pirámide invertida hasta llegar a porciones
pequeñas, minúsculas, que llegan a predecir, con una exactitud que aterraría a nuestros
abuelos, el siguiente acto o necesidad del ser biológico estudiado…
«Te
voy a joder». El recurrente pensamiento del nerdie exultaba seguridad.
Sonaba
en el Youtube la última canción de Meghan Trainor, Dead Future Husband, y en la
lista derecha de videoclips recomendados (¡et voilà!) el algoritmo actuaba: Ed
Sheeran, Charlie Puth, Olivia Rodrigo, Jessi J.; y toda la sarta de comparsas
de mismo género musical que se mostraban tal retahíla extraída del patrón
apegado al usuario sobre sus últimas búsquedas, sus comportamientos, sus
amistades, su edad y sus largos etcéteras cuantificados en registros, tablas y bases
de datos en la nube.
Si
algo era el nerdie, desde luego, era persistente. Búsqueda: China Mo Hoo
k-Pop. La lista de vídeos mostró un listado, del otro extremo del mundo, música
japonesa, era un primer paso. La lista de la derecha todavía mostraba a cantantes
de la anterior hornada, Meghan, Sheeran y Puth, y apenas se colaba alguna que
otra banda de k-Pop.
«Tómate
tu tiempo, mamón».
Y
se lo tomó, tras una semana, el algoritmo, siempre el algoritmo, mostró a 8-eight,
2Am, 1TYM, y la lista derecha de recomendaciones mostró bandas k-Pop que ya
conocía.
«Hora
de cambiar».
Y
así, una semana tras otra, se esforzó en cambiar el hábito, y era un cambio
sincero, su predisposición a que le gustaran los ritmos africanos, el soul, los
cuencos tibetanos, la música de relajación, el country norteamericano, el jazz,
la clásica, el rap, el reguetón; desescalando a géneros, por llamarlos de
alguna manera, más variopintos, mezclas imposibles entre rap-heavy, clásica-rock,
jazz-reguetón, cada semana un nuevo salto, la variedad del mundo no paraba de
sorprenderle y de importunar al algoritmo que no acertaba en sus gustos, en sus
intereses, tan cambiantes, tan caóticos.
La
lista de recomendaciones de la derecha no se ajustaba, cada semana mostraba
temas y géneros de la anterior semana, canciones que no quería escuchar, ritmos
desfasados en el tempo autoimpuesto en su lucha contra la máquina.
«Llegas
tarde, mamón». Y lanzaba un aullido —no era una metáfora— mezclado con una risa
autocomplaciente cuando lo pensaba, como si el esfuerzo tardío e infructífero
de los algoritmos fuera una gloriosa victoria del intelecto humano sobre la
máquina.
A
la semana siguiente, una novedad en la sempiterna lista de la derecha le
sorprendió, Mute Band Song, unos mudos que interpretaban temas de Mozart
con botellas de vidrio, aquello resultaba extraño pero agradable. A los pocos
días, Bandee Bandar Rote Hain, monos del zoo de Siam, sonidos guturales
de animales cautivos armonizados con un laúd y un arpa tailandeses, una delicia
auditiva; y en la lista, debajo de la banda de los mudos y de la banda de los
monos, un nuevo grupo musical en símbolos indescifrables de algún país asiático,
por suerte traducido entre paréntesis salvadores como Tankō Pengin, sonidos y
música desde una mina de carbón en activo con graznidos de pingüinos árticos con
guitarra eléctrica de fondo, fascinante, ese tema lo escuchó tres veces, ¡eso
sí era buena música, eso sí le resultaba gratificante!, pero, chasqueó los dedos
y se quedó mirando la pantalla de su ordenador…
«Mierda».
No
fue algo brusco, pero a partir de ese día, el nerdie dejó de escuchar
música, a pesar de las tentadoras recomendaciones que semanalmente le enviaba el
algoritmo por correo electrónico con nuevos grupos musicales que hubieran
encantado a un excéntrico como él —¿poseen los bytes sentido de venganza?—.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Supongo que nunca es tarde para volver a comentar, y aunque veo mucho cambio por aqui me crea cierto orgullo estrenar la bandeja de comentarios al menos en este post ;)
ResponderEliminarReconozco que he tenido que leer dos veces el relato para llegar al centro, a la clave. Me lo he leido la primera vez , un poco sin seguir al 100% el lenguaje informatico que seguia ni la idea en si, pero al llegar al final me ha creado esa curiosidad que me ha impulsado a leerlo de nuevo una segunda vez, e incluso releer algun parrafo por tercera vez, a medida que me metia en la "mente" del algoritmo y me reia por dentro ante la situacion y me imaginaba mi porpia hisotira. En mi cabeza he imaginado una fantastica historia de amor-odio entre el nerd i el algoritmo, donde este ultimo intententava comquistar a su "lector" con sus recomendaciones. Y el nerdie, lejos de ganar iba perdiendo, sucumbido a sorprender al algoritmo, olvidando de sus propiso gustos, solo y con la unica intención de fastidiarlo,de ignorarlo, pero sin saber que en realidad vivia pendiente de el. El siguiente pensamiento ha sido sobre la sociedad, en concreto en los movimientos negacionistras, transgresores (de cualquier ambito, nadie en particular) donde queriendo evitar caer en el borreguismo a menudo nos ponemos trabas a nosotros mismos, por no queres aprovechar las herramientas.
Como conclusion me compadezco del pobre nerdie, que prescindio de la musica solo para fastidiar a un algoritmo, que a fin de cuentas ni siquiera es real.
Resumiendo, que si tantas linias de reflexion me has sacado es que el relato ha valido la pena.
un abrazo desde Bosquevilla!