lunes, 31 de diciembre de 2018


«Haced lo correcto y feliz año nuevo»

Entré en esa cafetería librería situada en el centro de la ciudad, ya sabéis, esa clásica edificación de nombre extraño e inventado, un antiguo templo de la literatura reconvertido en un almacén del consumismo literario. Había pedido un té verde y la camarera, solícita, me lo había servido con puntualidad suiza en la mesa. Llevaba mucho lío en mi cabeza, mi coche, un viejo Peugeot azul metalizado con más de dieciocho años sobre su chasis reposaba en el garaje, siendo presa de una reparación de urgencia por sobrecalentamiento; además, esperaba a mi biografiado, que por culpa de llevar mi vehículo al taller, quizá no aparecería, pues le había escrito un mensaje comentándole mi retraso debido a mi lamentable situación... Sí, llevaba mucho lío —insisto en que hay personas que se ahogan en un vaso de agua y yo soy una de ellas— a pesar de todas estas excusas, hay hitos que uno no debiera olvidar, a saber uno de ellos, pagar la consabida consumición.
Llamada del biografiado confirmándome que no acudiría finalmente a la cita. Mea culpa.
Colgué y al instante, y por culpa de esa sincronicidad cósmica, recibía la llamada del garaje: que tenían el coche arreglado, que cerraban en media hora, que si no me pasaba ya no podría recogerlo hasta pasado el fin de semana. Era viernes. Las campanas de la celeridad replicaron con intensidad en mis oídos, recogí bufanda, carpetas con anotaciones de la biografía, guarde móvil, bolígrafos y hojas en blanco, también el sempiterno libro electrónico que siempre llevaba encima, me puse la chaqueta y partí.
El coche bien arreglado, un peso menos y el desasosiego, del no saber que tendrá, desapareció, y al desaparecer ese peso, la mente se vacío y acudió a mí el desagradable recuerdo soterrado del té verde no pagado en la librería de la culturización. ¡Sacrebleu! Me había ido sin pagar la consumición. Mierda. Debería volver al otro día y subsanar mi cuenta. Sí, sé que muchos pensareis lo siguiente, pero si solo es una bebida con agua, lo que te gastaras en tren o en gasolina, mas el aparcamiento o desplazamiento en transporte público superará con creces su importe, y súmale la despreocupación del antro de la cultura al cual no le importará un pimiento el exánime dispendio de esa bebida no cobrada...
Pues no importa. Mis padres me criaron con esos valores estúpidos que impiden, a una persona correcta, llevarse nada ajeno, menos aún hurtar —no diré robar, pues no hubo mala intención—.


Al otro día agarré el tren, el metro y me personé en la cafetería librería de nombre extraño e inventado, donde «la lie». La camarera no era la misma, así que puse en situación a la nueva: ayer, un té verde, no lo pagué, nervios, confusión, hágase cargo y ¿cuánto es?
La camarera me miró como al estúpido más grande que se hubiera topado en la vida y me pidió el ticket de caja. Obviamente no lo tenía. Me hizo esperar de pie e hizo una llamada, según ella a su compañera, esta debía andar ocupada en su día libre y no cogía la llamada. La nueva camarera soltó un bufido, después del cuál llamó a un encargado, me iba informando de todos sus movimientos, imaginé para tranquilizarme o por pura cortesía profesional. El encargado tardó unos minutos en agarrar también el teléfono, escuché un exabrupto malhumorado al otro lado de la conversación, era fin de semana y el superior no debía entender porque le llamaban por aquella nimiedad. La camarera -la nueva- le refirió el problema con todo detalle. Al poco colgó e insistió: "sin ticket no podemos cobrarle".
En vista de que no me exoneraban la deuda y que tampoco me aportaban solución alguna, solicité un nuevo té verde. La camarera asintió, me senté en una mesa y volví a beber, aunque sin ganas, aquella delicia importada de vayan a saber que cultivos índicos. Me la bebí, sin darle tiempo a enfriarse, me quemé la lengua, y me dispuse a pagar. Cuando la camarera -ya había hablado más con esta que con la anterior, por lo que no usaré el adjetivo "nueva" para referirme a ella-, se dispuso a extenderme el ticket y yo tenía pensado dejar una propina que añadiera a la cuantía mi deuda del día anterior, la mujer, no sin cierta desazón descorazonador en el rostro me dijo:"¡Oh, lo lamento! No le puedo extender el ticket. La máquina no funciona".
Me encogí de hombros y, ella, adelantándose a mi pregunta me dijo que volviera otro día.
Aquellos tés verdes iban a costarme una fortuna. Creí intuir, por la sibilina sonrisa marcada en su rostro, que ella pensaba que ya no volvería una tercera vez. Craso error.


Esperé al lunes, agarré de nuevo el tren, agarré el metro y acudí, por tercera vez, a ese antro de pseudocultura. La primera camarera -la primigenia- volvía a encontrarse detrás de la barra y al lado de ella un hombre, quien deduje sería el encargado. De nuevo me presenté, les expliqué la situación; el hombre levantó una ceja y reconoció en mí al tipejo que le había molestado en el fin de semana de su descanso, la camarera intentó hacer un esfuerzo de memoria, pero por su cara yo debía ser un completo desconocido, su memoria debía ser peor que la mía -algo realmente excepcional-, entre ambos se encogieron de hombros y me explicaron una nueva situación.
La cafetería quedaba temporalmente fuera de servicio, no podían cobrar, ya que la máquina expendedora se encontraba estropeada y el técnico, supuestamente de camino, desconocían cuando llegaría. Tres días perdidos, imploré alguna solución, después de todo no iba a desfallecer en mi esfuerzo de hacer lo correcto, es lo que me habían enseñados mis padres, e insistí en encontrar algún método compensatorio con el que pudiera subsanar los dos tés verdes que ya debía. El encargado bufaba, todo se hubiera solucionado si el hombre me hubiera perdonado la cuenta, pero supuse que alguna ley, de orden interno en aquella esnob cafetería, debía impedirle ofrecerme aquella sencilla salida a aquel callejón de exageradas buenas formas y estúpidos tecnicismos, pero no, en ningún momento vi atisbo alguno de aquella solución honrosa. Me volví a encoger de hombros y me parapeté detrás de la barra, mostrándome firme en mi propósito de no marcharme en aquella ocasión sin pagar. El encargado, intuyendo la cabezonería de aquel tipejo -yo-, me ofreció la posibilidad de comprar un libro en el establecimiento de más abajo que también pertenecía a la cafetería librería donde, y para que todo fuera más oficioso, la camarera me acompañaría, le explicaría la situación al dependiente de abajo y me cobrarían un importe adicional en forma de bolsas de plástico que compensaran la cuantía de los dos tés verdes.
¿Y qué libro escogía yo? El más barato era de un tal Armando Torres Revueltas, 35 euracos, con razón nadie iba a comprar libros a aquel templo del consumismo literario. A pesar de encontrarme satisfecho por hacer lo correcto, me encontraba apesadumbrado por la rascazón impuesta en mi exánime billetera; me adicionaron a la cuenta tantas bolsas de plástico por importe de los dos tés verdes en deuda, y cuál fue mi sorpresa cuando me dieron veintiocho bolsas de plástico. "Oigan, que no es necesario. No hace falta". Insistí. De nuevo, alguna ley de orden interno actuó en contra de mis ecológicos y pragmáticos intereses. Era obligación por parte del dependiente hacer entrega de las bolsas de plástico al cliente. Así que marché del establecimiento con veintiocho bolsas de plástico debajo de las axilas, parecía el hombre de las nieves yendo de compras navideñas. Aproveché el viaje y llamé a mi madre, para saber si les iba bien que me pasara a comer con ellos. "¿Qué cosas de preguntar? Pásate cuando quieras", era la respuesta de siempre. Llegué al hogar materno, mi madre cocinaba un excelente guiso, y cuando me vio aparecer cargado con veintiocho bolsas de plástico se hecho a reír, aunque al momento acogió con agrado aquellos portentos de valijas a las que les daría tantos usos. Mi padre, observante de toda la escena, me esperaba serio sentado en el sofá. Me preguntó acerca de mis últimos días, le di la retahíla de largas y oportunas explicaciones de aquellos tres días, mientras él asentía sin interrumpirme, cuando acabé mi relato me preguntó acerca del coste de las bebidas y del coste final de transportes y libros; yo le respondí: 2 euros y 50 céntimos los dos tés verdes, el libro de Revueltas más los gastos de desplazamiento 41 euros con 77 céntimos.
"Pero hice lo correcto", puntualicé con énfasis orgulloso aquella proeza mía, promovida, sin lugar a duda, por las enseñanzas paternas. Mi padre se encorvó un poco y acercándose a mi oído, quizá para que mi madre no le escuchase, me soltó: «Hijo, tú lo que eres es un tontaina».

¡FELIZ ENTRADA DE AÑO 2019!
¡Y RECORDAD... NO SER UNOS TONTAINAS!

¡ABRAZOS!

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


miércoles, 19 de diciembre de 2018


«Saludos aquiescentes
en nuestro octavo
cumpleblog
»



Habíase un lugar:

Cuando el tiempo empieza a medirse en años se echa la vista atrás y se rememora, con cierta nostalgia, el camino andado. Es esa clase de nostalgia pacífica, agradable, que impregna tu ser con una bonita sonrisa al recordar....

Así me gusta imaginar la sabiduría de la vejez, y aunque solo ocho años cubren mi sombrero debiera por ese hecho y por ese tiempo escribir un símil acerca de un aprendizaje cuasi infantil; pero me gusta imaginar que quizá forme parte de ese círculo de almas viejas a las cuales no les importa los años físicos, sino el tiempo sensorial, o como yo prefiero llamarle, el tiempo sentimental.

Sea joven, o sea viejo, con independencia de ese punto de vista de edad físico-mental, disfruto echar esa mirada atrás, y agradecer, siempre agradecer, aceptar todas y cada una de las ambigüedades que me encuentro en esta senda de existencia: penas y alegrías, llantos y risas, errores y aciertos... Y aprender, siempre aprender de las situaciones, de las personas, de los lugares, sobre todo de la quintaesencia de esta vida que anida en el centro de la aquiescencia: el amor.

Agradezco... un año más.

Gracias a todos por estar aquí.
Abrazos, estimados.




Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


miércoles, 5 de diciembre de 2018

«Una obra práctica y completa por su reducido tamaño»


En el interior de cada persona existe un pequeño prontuario escrito con letras versalitas. Para Jaime, la palabra odio ocupa un lugar importante en su particular volumen y la primera definición de su destacado vocablo arranca tal que así:

Odios.
Primera acepción. Sustantivo masculino plural. Catorce de agosto. Los grises disparan a mi padre por la espalda, le dejan desangrarse en la cuneta.
Odio.
Segunda acepción. Sustantivo masculino singular. Lola fallece a la semana de traer al mundo a nuestra hija. No me pude ni despedir.
Odia.
Tercera acepción. Verbo intransitivo. A mi hija. Que los ángeles te cuiden por toda la eternidad, cariño mío. 


En el prontuario de Jaime existen treinta y tres acepciones distintas para la palabra odio, la última de ellas, engarzada en lo más profundo de sus sentimientos, se la reserva como un epitafio, una frase póstuma que espera, algún día, esculpirá en su tumba. 

«Odiad el amor, ese que tanto os quitará».


LA NEGATIVIDAD OS HARÁ LIBRES
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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