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domingo, 20 de junio de 2021




«Patrón: aquella serie de variables constantes, identificables dentro de un conjunto mayor de datos. Estos elementos se repiten de una manera predecible».


Se creía más listo que el algoritmo y por ese motivo detestaba entrar en el interior del esquema informático, lo que los nerdies, cómo él mismo, denominaban en su terminología: patronaje de datos. Es decir, esa teoría predictiva que estudia el comportamiento de cualquier individuo biológico —aplicable tanto a las cucarachas como al evolucionado ser humano— una rama de la ingeniería informática que, abstraidos los patrones ajenos e internos del propio ser, acaba conociendo mejor a los estudiados que ellos mismos. Los comportamientos generalistas de la especie se desmenuzan en agrupaciones de atributos compartimentados según secuencias lógicas, de comportamiento, procedurales, biológicas, entre otras; y los desmenuzables filtros se cuelan por una pirámide invertida hasta llegar a porciones pequeñas, minúsculas, que llegan a predecir, con una exactitud que aterraría a nuestros abuelos, el siguiente acto o necesidad del ser biológico estudiado…

«Te voy a joder». El recurrente pensamiento del nerdie exultaba seguridad.

Sonaba en el Youtube la última canción de Meghan Trainor, Dead Future Husband, y en la lista derecha de videoclips recomendados (¡et voilà!) el algoritmo actuaba: Ed Sheeran, Charlie Puth, Olivia Rodrigo, Jessi J.; y toda la sarta de comparsas de mismo género musical que se mostraban tal retahíla extraída del patrón apegado al usuario sobre sus últimas búsquedas, sus comportamientos, sus amistades, su edad y sus largos etcéteras cuantificados en registros, tablas y bases de datos en la nube.

Si algo era el nerdie, desde luego, era persistente. Búsqueda: China Mo Hoo k-Pop. La lista de vídeos mostró un listado, del otro extremo del mundo, música japonesa, era un primer paso. La lista de la derecha todavía mostraba a cantantes de la anterior hornada, Meghan, Sheeran y Puth, y apenas se colaba alguna que otra banda de k-Pop.

«Tómate tu tiempo, mamón».

Y se lo tomó, tras una semana, el algoritmo, siempre el algoritmo, mostró a 8-eight, 2Am, 1TYM, y la lista derecha de recomendaciones mostró bandas k-Pop que ya conocía.

«Hora de cambiar».

Y así, una semana tras otra, se esforzó en cambiar el hábito, y era un cambio sincero, su predisposición a que le gustaran los ritmos africanos, el soul, los cuencos tibetanos, la música de relajación, el country norteamericano, el jazz, la clásica, el rap, el reguetón; desescalando a géneros, por llamarlos de alguna manera, más variopintos, mezclas imposibles entre rap-heavy, clásica-rock, jazz-reguetón, cada semana un nuevo salto, la variedad del mundo no paraba de sorprenderle y de importunar al algoritmo que no acertaba en sus gustos, en sus intereses, tan cambiantes, tan caóticos.

La lista de recomendaciones de la derecha no se ajustaba, cada semana mostraba temas y géneros de la anterior semana, canciones que no quería escuchar, ritmos desfasados en el tempo autoimpuesto en su lucha contra la máquina.

«Llegas tarde, mamón». Y lanzaba un aullido —no era una metáfora— mezclado con una risa autocomplaciente cuando lo pensaba, como si el esfuerzo tardío e infructífero de los algoritmos fuera una gloriosa victoria del intelecto humano sobre la máquina.

A la semana siguiente, una novedad en la sempiterna lista de la derecha le sorprendió, Mute Band Song, unos mudos que interpretaban temas de Mozart con botellas de vidrio, aquello resultaba extraño pero agradable. A los pocos días, Bandee Bandar Rote Hain, monos del zoo de Siam, sonidos guturales de animales cautivos armonizados con un laúd y un arpa tailandeses, una delicia auditiva; y en la lista, debajo de la banda de los mudos y de la banda de los monos, un nuevo grupo musical en símbolos indescifrables de algún país asiático, por suerte traducido entre paréntesis salvadores como Tankō Pengin, sonidos y música desde una mina de carbón en activo con graznidos de pingüinos árticos con guitarra eléctrica de fondo, fascinante, ese tema lo escuchó tres veces, ¡eso sí era buena música, eso sí le resultaba gratificante!, pero, chasqueó los dedos y se quedó mirando la pantalla de su ordenador…

«Mierda».

No fue algo brusco, pero a partir de ese día, el nerdie dejó de escuchar música, a pesar de las tentadoras recomendaciones que semanalmente le enviaba el algoritmo por correo electrónico con nuevos grupos musicales que hubieran encantado a un excéntrico como él —¿poseen los bytes sentido de venganza?—.

 

 Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.

Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 2 de mayo de 2021


«Revolviendo algunos papeles en su cartera, se levantó al verme»


Desde una perspectiva elevada, mi cámara de durmiente examinaba una aparente montaña de papeles desperdigados por el suelo, aunque a primera vista pudiera parecer que el caos había erigido aquella pila: hojas de periódicos, novelas, revistas, manuales de instrucciones; en una segunda visión, apreciaba como se extendían paralelos y apegados a una vieja pared de ladrillos sin revocar. De hecho, a medida que el tiempo onírico avanzaba, mi conocimiento sobre el espacio y sus contenidos también crecía y, de repente, con esa clarividencia que solo en los sueños se posee, una lucidez omnisciente me invadió y supe más del improvisado iglú de papeles: era mi hogar.

Se accedía por un agujero trasero, alejado de la calle donde me encontraba. El hueco de entrada quedaba tapado entre un tomo desvencijado de una obra inmortal —que apenas nadie lee a día de hoy— y la pared. La entrada secreta perfecta. El interior estaba oscuro y, con claridad, entendí que no podía hacer un fuego allí dentro para leer, ni siquiera para ver, y, aunque me hice la pregunta, tampoco supe por qué no disponía de una linterna. En todo caso, si se pasaba el tiempo suficiente en el habitáculo, los papeles dejaban traspasar la claridad exterior y los ojos se acostumbraban a la penumbra interior. Desde luego no podía ponerme de pie en el reducido espacio, pues apenas podía entrar reptando. En el suelo había un saco de dormir, unos cojines, bolígrafos, libretas y un portátil, las únicas comodidades que necesitaba.

Un hombre y una mujer rondaban mi casa. La policía papelaria o algún título similar para nombrar a la pareja. Estaba prohibido construirse casas con papeles y ellos se encargaban de comprobar que no hubiera ningún ilegal (como yo) erigiendo habitáculos de tal índole. No podía pasar el día entero allí por lo que, para pasar desapercibido, salía de casa bien temprano, vestido con corbata, chaqueta y unos buenos pantalones negros. En mi parcela de mundo onírico si vestías con la corrección esperada no resultabas sospechoso a ojos de la policía papelaria ni del común de los habitantes.

Para salir de mi casa, reptaba por el suelo hasta llegar al desvencijado libro-puerta, salía vestido con mis galas, me sacudía con las palmas de mis manos el polvo que hubiera podido quedar en mi traje y, puesta de nuevo la improvisada puerta que ocultaba la entrada, giré la calle y saludé al hombre y la mujer que caminaban expectantes por la zona con las manos a la espalda y con mirada aguda.

—Buenos días.

No decían nada, pero devolvían el saludo con un asentimiento de cabeza, sin quitar la vista de los papeles, pues su atento examen requería de toda su concentración (o al menos eso pensaba). Mi interior andaba revuelto con antagónicos sentimientos, preocupación y tranquilidad, pues en aquel vertedero de celulosa con tantísimos papeles desperdigados por doquier, ¿quién pensaría que junto a aquella pared, donde los churretes de cemento se advertían entre ladrillo y ladrillo, pudiera haber un hogar de una persona como yo?

Durante el tiempo diurno deambulé por la ciudad. Me hubiera gustado poder transcribir qué maravillas vi en ese deambular, pero Morfeo no quiso mostrarme nada del paisaje urbano que, a modo de excusa, me ocultaba entre su muchedumbre y sus altos edificios. Los supuse altos porque, no sé por qué, imagino las ciudades desconocidas con rascacielos como si me encontrara de nuevo en Manhattan.
El interminable día pasó y, agotado, volví a mi hogar de papel para descansar. Los ladrillos de la pared se encontraban destrozados como si una inmensa bola de demolición hubiera arrasado con ellos, los papeles habían hundido el techo de mi casa y se encontraban destrozados y esparcidos por la tierra. La entrada ya no existía y el desvencijado tomo inmortal de la entrada a mi casa se encontraba rajado y, de igual modo que el resto de elementos de celulosa que componían mi hogar, desperdigado por el suelo, imposible de unir, de reparar, rajadas las páginas como si un escuadrón de la policía papelaria se hubiera ensañado con él.

Con esa sensación de vacío inexplicable que dejan los sueños, desperté.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 4 de abril de 2021


«Por debajo de la memoria y la experiencia,
por debajo de la imaginación y la invención,
por debajo de las palabras hay ritmos
».


El sueño se alargó bastante rato más y durante ese deambular dudé si el tiempo onírico transcurría de manera más acelerada que el tiempo consciente*, tal y como comentaba DiCaprio a Elliot Page —entonces Ellen Page— en la película Origen (Inception).

*(tempus lucidus según algunos manuales de oniricología).

En el interior de la bruma somnolienta, los días pasaron y me hallé de nuevo entre las paredes del aula donde la profesora Le Guin presidía el improvisado claustro preuniversitario y aludía a la importancia de la obra de Miller, Otro Giro de Tuerca, sobre todo la enorme repercusión que tuvo en otras obras, incluso en una película… y se quedó callada mirando el fondo de la clase, a la puerta doble por donde entrabamos y salíamos del aula, escapándosele el título de la cinta que no acudía a su memoria.

Deduje que se refería a la cinta de Amenábar y con Nicole Kidman de protagonista, pero la película que recordé en mi inmersión onírica —estoy en los años cincuenta—, todavía no se había estrenado en esa época, en la fantasía no soy consciente, lo seré al despertar, menudas mezclas temporales se gastan las fabulaciones de los sueños.

Y como nadie más en el aula parecía saber la repuesta o ni un alma se atrevía a responder, por vergüenza o por pereza, alcé la mano y Úrsula, con un esperpéntico gesto de mano, me dio la voz.

Los otros, de Amenábar —respondí ufano.

—Eso es, señor, buena respuesta.

Que bien me sentí al recibir el elogio de Úrsula y un pensamiento se recreó en mí. ¡Úrsula sabe que existo! Menuda estupidez el ansia de reconocimiento, ni siquiera llegó a pronunciar mi nombre porque con toda seguridad desconocía la mayoría de nombres de sus alumnos, pero para mí, en aquel momento que dictó, «buena respuesta», me supuso ser el centro de la mirada de una persona de culto que para mi ego suponía el mayor de los logros. Tamaña alegría se vio empañada por la disquisición posterior. ¡Qué poca cosa somos!

Por suerte el sueño continuó y me llevó de nuevo al flequillo moreno de mi compañera que, sin comparación alguna, era lo mejor de esta fantasía onírica, pues ni literatura ni escritora de culto ni estudios preuniversitarios eclipsaban mi deseo por ella. Al fin, mis insistentes cuchicheos habían logrado el primer efecto: una cita. Paseábamos agarrados de la mano por el arcén de una avenida transitada por antiguos Thunderbird con capota, algún Corvette descapotable y un Buick, ¿por qué acudían estos extraños nombres a mi sueño? ¿De dónde extraía marcas de coche de los cincuenta y de un país lejano? La respuesta más sencilla se podía transcribir en dos palabras: Ni idea.

De lo que sí era plenamente consciente era el calor de su mano apretando la mía y la firmeza de los dedos entrelazados. Nuestro paseo nos llevaba por debajo de robles que atenuaban la luz de las farolas, y el tiempo se deslizaba con nosotros y para nosotros, y de la mañana pasamos a la tarde sin apenas una notoria transición y sin importarnos el extraño hecho. A pocos metros de nosotros, una pareja, un marinero, traje oscuro y gorra blanca inclinó el cuerpo sobre una muchacha vestida de enfermera —la imagen versaba sobre esa famosa fotografía que conmemora el final de la segunda guerra mundial—; una instantánea de época que la maquinaria propagandística norteamericana se ha encargado de colectivizar en los inconscientes colectivos a base de mazazos publicitarios. La escena resultaba del todo impropia en la acera de la avenida, no había celebración ni festejos, se acercaba la noche, pero la pareja causó su debido impacto y me giré hacia mi compañera que también los observaba e inclinó levemente los hombros interrogándome con el gesto, ¿qué hacía?, ¿aprobaba o desaprobaba?, ¿interrogaba, negaba, suplicaba o qué? ¡Vaya!, pensé (no sé si se puede pensar dentro de un sueño, pues ¿no es pensamiento puro el mundo onírico?) La única deducción lógica es: debe ser ahora o nunca; y con suavidad la arrastré hasta una pared cercana, no quería torcerle el espinazo como el marinero a la enfermera, y con atenta dulzura la besé en los labios, y tras el primer contacto sonrió. La sensación, antes de despertar, fue similar a la de aquel escritor archiconocido —se me escapa el nombre igual que a Úrsula la película— que escribió que la literatura resultaba fabulosa, pero ni toda la literatura del mundo sería importante si por la noche no tuviera a su mujer al lado.

Y, creo, pues mis recuerdos son traicioneros, desperté.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

martes, 30 de marzo de 2021

«Podríamos cantar mejores canciones que esas».


Esta fábula onírica la tuve unas noches atrás, la madrugada del día 22 de marzo, y aunque el día es lo de menos no lo son las interesantes lecturas que llevé a cabo durante esa semana. Otro giro de tuerca de Henry Miller y Conversaciones sobre la escritura de Úrsula K. Le Guin, este último un libro sobre reflexiones, acerca de la escritura, donde David Naimon transcribía los pensamientos de la fallecida escritora; en él, la autora, recomendaba el clásico de Miller por el tratamiento ejemplar de lo que en técnica narrativa se denomina la tercera persona limitada, ¡y menudo dominio, doy fe de ello!, un libro, el de Miller, que resulta aún mejor cuando exprimes su jugo acudiendo a una posterior explicación tras su lectura. Por supuesto, con tamaños hechiceros, Miller y Le Guin, y con la no menospreciable ayuda de Morfeo, caí bajo la influencia de las palabras, de las imágenes y de las ideas de la semana que, además, se aderezaron con una película vista en compañía de Montse la misma tarde del citado día que me traía muy gratos recuerdos, me refiero a Educando a Rita que, en una fugaz sinopsis, un Michael Caine, profesor de literatura, un tanto alcoholizado, debe encargarse de dar clases a una mujer adulta, representada por Julie Walters, mujer que ha descubierto tardíamente la fascinación por los libros. ¡Qué grandes recuerdos traer a mi memoria la versión de Educando a Rita interpretada en teatro por antiguos compañeros de trabajo! Pero debo centrarme en el sueño, si no este párrafo introductorio, que a priori debía ser minúsculo, cobraría mayor importancia de lo que una mera introducción requiere…
Abatido y zarandeado por Morfeo, que es donde me encontraba yo, mis ensoñaciones me transportarían a algún edificio docente entre Oregón y Pensilvania:

Me encontraba en un aula bastante amplia, de techos altos y abovedados, cristaleras alargadas, pero sin motivos religiosos aunque el espacio se pudiera prestar a tal interpretación. Chavales jóvenes como yo —he rejuvenecido al menos veinte años— poblaban el aula de aspecto universitario que, por las vestimentas y el mobiliario, sillas y destartalada pizarra, situé en la época de los años cincuenta del siglo XX, y, con esa seguridad que se tiene en los sueños, puse nacionalidad al sitio físico donde me encontraba: Norteamérica, el mejor país del mundo, o eso dicen algunos. Las alumnas y los alumnos se sentaban en sillas con respaldo y apoyabrazos laterales a modo de pequeña mesa para escribir. Nos apiñábamos en el aula un centenar, repartidos equitativamente entre hombres y mujeres, todos de raza blanca, sí, un sueño falto de diversidad. A mi lado estaba ella (Montse). Falda larga por debajo de la rodilla, como marcaba el decoro de la época y, más arriba, el hipnótico flequillo moreno cayéndole hasta las cejas antesala de la exuberante melena larga cayéndole por la espalada, pelo tan sedoso, envuelto en primavera y en promesas futuras, como me fascina en el sueño, como me fascina fuera de él. Mi juventud onírica me volvía exultante, olía a ese sol de primavera que se colaba por la vidrieras y las fragancias de colores se mezclaban con los perfumes de los jóvenes de época.
Entonces me percaté de un detalle curioso, y ciertamente importante y que hasta ese momento me había pasado desapercibido, la profesora que presidía el aula era ni más ni menos que Úrsula K. Le Guin, ¡toma!, pero ya sea porque me he acostumbrado en el mundo real a verla únicamente fotografiada en blanco y negro, su rostro se difuminaba en grises, a pesar de la visión Technicolor del entorno. Úrsula caminaba por los improvisados pasillos formados por las filas y columnas del tapiz de sillas y alumnos, azuzando el oído atenta al menor ruido, vigilándonos con su atenta mirada, y entonces caí en la cuenta de que debíamos estar en alguna clase de prueba, pues en mi mesa había un folio, con preguntas a las que no les prestaba la menor atención, pues, en medio del silencio, le cuchicheaba palabras a mi compañera, del flequillo arrebatador, que, sentada a mi lado, escuchaba con reparo las palabras bonitas que le dedicaba, y, aunque sonreía avergonzada, me chistaba con el dedo índice llevado a la boca, intentando obligarme, con gesto y sonido, a una ley del silencio que por mi parte no pensaba acatar. Seguía en mi perfeccionamiento del cuchicheo, con nuevas palabras, cuando Úrsula se giró, me miró, detectando el aleteo de mis palabras en la quietud de su silenciosa aula y, al poco, inquiriéndome con mirada y voz, puestas ambas fijas en mí:

—¿Señor, está usted copiando?

Enderecé la espalda, desvié la vista del flequillo de mi compañera, pasé la vista ágilmente a los ojos de la profesora y respondí a la pregunta:

—Le puedo asegurar que con esta belleza a mi lado hago de todo menos copiar.

Las risas de los alumnos inundó la otrora silenciosa aula, rompiendo la improvisada algarabía el marginal silencio. Deduje, puesto que no poseía la clarividencia mental de saber que pensaba la profesora, que su mirada me escrutaba en una mezcla de enfado, ego del profesor herido, y empática por el halago dicho a la compañera, como sintiendo Úrsula esa punzada de la juventud, de los sentimientos desbocados, percatándose en esa fugaz visión del rubor de mi compañera, avergonzada y contenta, que miraba al suelo con una sonrisa muy prometedora, pero los ojos de la profesora seguían clavado en mí y, ante tanto examen, vacilé, vacilé ante la gran Úrsula K. Le Guin —¿quizá por un instante supe que ella era Úrsula K. Le Guin y no una mera profesora?—, y la vacilación me pudo y pensé que quizá me había sopasado en las palabras, y entonces fui yo el que sintió el rubor en las mejillas y atemperé, un tanto acobardado, el ánimo inicial de mis anteriores palabras.

—Disculpe, no volverá a pasar.

Y ella, Ursula, que miraba a mi compañera Montse, pasó del recreo en su rostro y flequillo, como si la estudiara para crear un personaje con ella, giró la vista sobre mí y le dio vuelta a los los ánimos, sonrió socarrona, como quién conoce un buen chiste de antemano y se ríe al saber el impacto que creará en sus espectadores.

—Usted sabrá lo se hace.

¿Qué insinuaba con ello? ¿Por qué lo decía? ¿Por quién lo decía? ¿Y porqué sonreía mientras alejaba la vista de mi compañera? El resto de la clase dejó de reír y Úrsula volvió a su escrutinio de profesora.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 7 de febrero de 2021

«Sin mi café de la mañana, soy sólo como una pieza dorada y seca de carnero».

La pared norte de la biblioteca Universitaria de Trystonia no se veía, estaba forrada en estanterías con libros que se extendían hasta lo alto del techo, sobre el tesoro de lignina escaleras alargadas e inclinadas, con ruedas en la base, se sujetaban ligeramente a las guías de los últimos estantes. Ignatson miraba indeciso al último de los estantes sin decidirse a subir hasta lo alto. Agarraba la escalera por su riel lateral, la zarandeaba con ligereza de izquierda a derecha, como asegurándose que no se fuera a salir de la guía superior, la soltaba y volvía a mirar a lo alto.

En la esquina contraria, escondido tras un armario repleto de libros, un joven con tupé espiaba a Ignatson: «¿Subes o no?». El profesor Strambotikus, ajeno a la investigación de sus propias acciones, continuaba comprobando la estabilidad de la escalera. Una bibliotecaria pasó por el lado del hombre, le saludó e intercambio unas palabras con él. «Por fin», pero para disgusto del muchacho, después del breve intercambio de palabras, la mujer se despidió y continuó su camino dirección de la planta baja. «Joder». Ignatson Strambotikus rodeó la escalera hasta situarse bajo ella, de manera que tras su espalda quedaban los libros y delante de él la parte posterior de la escalera, en esa especie de tipi india miró hacia arriba, examinando el herraje que mantenía a la guía superior en su sitio, miró fugazmente de un lado a otro, inspeccionando con agudeza la sala. Zeno se quedó inmóvil y contuvo la respiración. El profesor, ante la falsa creencia que se encontraba solo y ajeno a su atento espía, de improviso zarandeó violentamente la escalera de arriba a abajo, hasta que un leve crujido descolocó el herraje de la guía superior. «Coño, ¿qué hace?». El profesor volvió a su lugar de origen enfrente de la escalera, la intentó mover de nuevo, pero las ruedas del herraje superior se habían salido de la guía y el zarandeo de un lado para otro no surtió el mismo efecto como en la vez anterior. Pasaron los minutos, Ignatson continuaba enfrente de la escalera y de vez en cuando la asía para intentar mover, el crujido se repetía y paraba, miraba al techo, al lugar donde el herraje que él mismo había descolocado se había salido de la guía. «¿A qué juega?». Después de unos minutos, la misma bibliotecaria volvió cargada con unos libros e Ignatson la abordó. La mujer miró al techo, depositó los libros que llevaba sobre una mesa de estudio cercana y asió por los laterales la escalera. Al intentarlo un crujido, más fuerte que los anteriores, reverberó por la sala. La mujer se dirigió a Ignatson, este asentía y señalaba con un dedo hacía la última estantería, se siguió un intercambio de frases que, por desgracia Zeno no llegaba a escuchar, y después de algunas frases más la bibliotecaria, con gesto un poco cansado, asintió y se marchó con los libros. Ignatson no se movía de delante de la escalera. Zeno no dejaba de espiarle sin atreverse a mover, aunque ya llevaba un rato meándose. Unos cuantos minutos más tarde, la bibliotecaria reapareció con la técnica de mantenimiento, una mujer corpulenta con mono de trabajo azul, la mujer ni se dirigió al profesor, examinó la escalera con mirada de cirujano y se situó, como momento antes había hecho Ignatson, bajo el ángulo que formaba la escalera con las estanterías, de nuevo lanzó una mirada a lo alto, gruñó, se resituó una vez más delante de la escalera y desde esa posición empujó el artilugio hacía la pared como si fuera una saco de boxeo, por un momento se escuchó un crujido satisfactorio, no como el tono de los anteriores que transmitían rotura. La técnica se palmeó las manos y con un único movimiento de cabeza se despidió del profesor y de la bibliotecaria. La bibliotecaria iba a hablar, pero Ignatson la atajó y volvió a señalar con la mano a la última fila, zarandeó en un gesto histriónico la escalera y se cruzó de brazos. La mujer se encogió de hombros, intercambió unas palabras, él negó con la cabeza y continuó en su postura, con las manos cruzadas delante del pecho y mirando a través de su máscara hacia el techo. Finalmente, la bibliotecaria se acercó a la escalera y empezó a subir los travesaños, cuando llegó a la última estantería cogió cuatro libros y, con ellos en las manos, bajó hasta el suelo. Se los entregó a Ignatson que acercó el lomo a la cara y debió comprobar los códigos inscritos en el tejuelo, pues por la inclinación de la cara y la dirección de la tela donde se suponía estaban los ojos no se dirigían al centro del lomo, sino abajo, a la esquina donde la pegatina identificativa informaba del sistema de clasificación bibliotecario. Así, con los volúmenes en su poder, se despidió de la bibliotecaria que marchó presta como si hubiera hablado con el mismo diablo; por su parte, Ignatson se marchó en dirección contraria hacia el único lugar al que se iba escaleras arriba: a la cafetería de la terraza. Y Zeno marchó tras él.

Zeno llegó con un estudiado retardo respecto a los andares de su objeto de espionaje. Letreros en letras rojas y fondo blanco escritos únicamente en neerlandés anunciaban el lugar donde se encontraban, Universiteitsbibliotheek, es decir, biblioteca universitaria, en concreto la terraza de la misma donde se encontraba además una esplendida cafetería que usaba toda la planta, con grandes ventanales e incluso un aprovechable espacio al aire libre para los días donde el clima acompañase al estudio exterior. Él traspasó el umbral y observó el intenso azul del cielo tras las nubes blancas, inmensas, espaciadas, tanto que dejaban suficiente hueco entre ellas para permitir el paso del sol, una claridad impetuosa que calentaba la piel y la sensación de calidez se veía aumentada al no encontrarse en el aire ningún viento molesto. Todas las mesas se encontraban ocupadas por grupos de estudiantes, aunque Ignatson había conseguido agenciarse una pequeña de color naranja, la más alejada de la puerta, un lugar esquinado y cercano a la barandilla, quizá demasiado para alguien como él y por eso el profesor había separado dos palmos la mesa de la baranda protectora. Zeno inclinó la cabeza y miró abajo, no había mucha altura hasta la calle, pero dedujo que para alguien que tenía miedo a subirse a una escalera la distancia debía ser considerable, aunque la biblioteca solo fuera un edificio de tres plantas. Abajo, un suelo empedrado, como un mar calmo, acogía un centenar de bicicletas ancladas como bajíos reposando en puerto, alzando la vista y si superaba el picudo edificio universitario erigido enfrente de la biblioteca, contenedor de aulas y despachos, el despejado día permitía ver la línea del horizonte, la playa y el mar, el verdadero, pues las bicicletas reposaban quietas en su improvisado mar de suelo empedrado en la calle.

Zeno examinó el entorno antes de dar los pasos finales hacia su objetivo. El lugar que ocupaba Ignatson, la mesa más alejada de la terraza, se encontraba en un punto de difícil acceso, pues alrededor de ella no se podían sentar grupos de estudiantes, como sí ocurría en el resto de mesas, donde se apretujaban sillas con hasta cuatro o seis estudiantes apiñados en torno a las escuálidas superficies de colores, pero la mesa de Ignatson no permitía esa agrupación, pues se encontraba encajonada en una esquina, dificultada por un aparato extractor de aire, o un artilugio similar, y en dicha estrechez apenas cabía la mesa y una silla; un lugar, por otro lado, perfecto para una persona solitaria, pero no daba lugar a que otro se sentara; sin embargo, pronto encontró la solución, había un zócalo de hierro sobresaliente en la pared, debía ser un peldaño colocado estratégicamente por el arquitecto para que los técnicos de mantenimiento se subieran sin problemas al aparato de aire y lo pudieran arreglar, la superficie no era muy grande, pero él no ocupaba mucho y ahí podría sentarse un momento y, de ese modo, recostarse al lado del profe. Sí, el plan estaba listo. Zeno se alisó el inexistente pelo lateral, inspiró profundamente, ancló la vista hacia el objetivo, alias El profesor Ignatson Strambotikus y, con pasos decididos, fue hasta él.

—Buenos días. —Una vez anunciado con el saludo, Zeno se sentó al lado de Ignatson en el escuálido peldaño sobresaliente de la pared.

Ignatson levantó la vista de la mesa, ojeaba un libro codificado como XI 3.9, una línea vertical y un 43, de tanto observar a su presa había adquirido el mismo hábito, pero si desviaba la vista del tejuelo podía leerse en el lomo, Gandhara Sculpture Volume I, un volumen que contenía en la portada esculturas de la india clásica. El profesor no respondió, aunque Zeno supo que lo miraba a través de la máscara de pigmento blanco oscuro, pues la telilla alrededor de los ojos, más fina que el resto, traslucía el movimiento ocular y, tras ella, se intuían unos ojos atentos.

—Buenos días, señor Strambotikus. —Insistió mostrando una gran sonrisa.

—¿Le conozco? —Cerró el libro, lo apartó a un lado y prestó su atención al intruso.

—Sí, soy alumno suyo.

—¡Ah! —masculló Ignatson.

—De Gualtra.

—Eso es obvio. Es la única asignatura que imparto aquí.

Zeno calló un momento antes de continuar.

—Sí, claro, menuda obviedad, ¿verdad? —Pausó un instante la conversación y sonrió—. Quería decirle que me encanta su clase y que es un inmenso honor para mí formar parte de ella.

—Está bien.

Ignatson calló y se le quedó mirando fijamente. Forzó una sonrisa, más histriónica que las anteriores y, por tercera vez, se alisó de nuevo el pelo raspado en los laterales, además de rascarse la oreja.

—Habrá que estudiar mucho para aprobar una asignatura tan complicada. No tiene uno la suerte de estudiar una nueva lengua todos los días.

—Así es.

Las telegráficas respuestas del profesor incrementaban sus gestos nerviosos, así Zeno reacomodó la espalda y levantó un poco el coxis de la estructura, pues empezaba a dormírsele esa zona ante la forzada postura.

—Seguro que usted conoce muchos trucos y atajos para poder aprobar mejor la asignatura.

—El único atajo es el estudio.

—Por supuesto, seguro que sí, estudiar, estudiar y más estudiar. ¿Sabe? Tiene usted toda la razón. Hincar los codos. Justamente aquí los holandeses tienen una expresión para decir justamente eso, pero no la recuerdo, en fin, que quería comentarle que tengo un primo que estudió con usted en la Universidad de Bellaterra en un intercambio de estudiantes extranjeros, como hacemos aquí. Seguro que se acuerda de él, somos muy parecidos, ¿sabe?, casi gemelos nos dice la gente, como dos gotas de agua.

—¿A sí?

—Claro. Se llama Quinn Papadakis. Segurísimo que se acuerda de él.

—Recuerdo al señor Papadakis.

Ante el reconocimiento del familiar, la floreciente sonrisa en el rostro de Zeno desterraba el nerviosismo previo y, envalentonado por la confirmación, acercó su mano al interior de la chaqueta, con exactitud al bolsillo donde tenía un sobre con dos mil euros.

—¡Eso es estupendo, señor Strambotikus! Mi primo me habló maravillas de usted, me dijo lo atento que era, lo buen profesor que era, siempre dispuesto a ayudar a los alumnos con problemas de estudio. ¿Sabe a dónde quiero ir a parar? —Le guiñó un ojo, pero la mueca no tuvo respuesta alguna por parte del interlocutor que respondió escuetamente:

—Creo que sí.

—¿Me puede pasar ese libro?

Zeno señaló al libro con portada de esculturas indias e Ignatson lo levantó y se lo entregó. Zeno tragó saliva. Abrió el volumen y, entrecerrando las piernas, lo dejó sin sujetarlo con ninguna mano encima de las rodillas y el cuádriceps. La mano izquierda agarró el mismo lado de la chaqueta y lo extendió como si fuera una vela hinchada al viento, tapando así la línea de visión de cualquier mirada maliciosa hacia el sobre que estaba extrayendo del bolsillo interior, sobre que depositó seguidamente entre medio de las páginas del libro y con la mano derecha libre lo cerró, soltó la chaqueta, agarró el libro y, con una sonrisa, se lo devolvió; sin embargo, Ignatson no mostró ningún gesto de querer coger el libro. Ante el imprevisto, lo depositó sobre la mesa lo más cerca posible al profesor.

—No… ¿No lo coge?

—Claro que lo cogeré.

Pero las palabras contradecían la nulidad en los ademanes fijos y estáticos del profesor, que lo escrutaba con la pose clavada en él.

—¿Hará conmigo lo mismo que hizo con mi primo? Necesito una confirmación clara de que nos estamos entendiendo: ¿Sabe?

—Por supuesto que sé, pero hay tres condiciones.

—¿Tres condiciones?

—Recoja el libro, por favor.

La expresión de Zeno se turbó, negó con la cabeza, no de manera premeditada, sino en un gesto automático, y de la misma manera apretó la lengua contra el interior del labio inferior, la fuerza de la inercia hizo que la sinhueso saliera disparada y se produjo un inesperado chasquido, guardó la lengua y se rascó la barbilla en un claro gesto frustrado. Tras el alarde de nervios recogió el libro con el sobre dentro.

—¿Qué tres condiciones?

El profesor se giró, inclinó el torso y rebuscó en su mochila negra, que estaba en el suelo en el lado opuesto a donde se encontraba Zeno. De ella extrajo dos cartulinas rectangulares tan pequeñas como la palma de una mano, una de fondo blanco y la otra color crema, y le entregó ambas. Zeno las aceptó.

—Primera. No entregará ningún sobre. Hará una entrega de lo acordado a la cuenta bancaria que figura en el papel blanco.

Zeno asintió y el profesor continuó.

—Segunda. No hará ningún ingreso hasta que me entregue traducida al inglés, al castellano y al esperanto, la frase escrita en Guáltra que hay en el papel de color crema.

La curiosidad ante la segunda condición le sedujo y observó de reojo el galimatías de glifos y caracteres que se apiñaban escritos con bolígrafo en apenas cuatro líneas sobre color crema. Zeno bamboleaba la cabeza en un movimiento aquiescente e inconsciente, paseando la vista de la cartulina blanca a la cartulina crema. Pero…

—¿Y la tercera condición?

—Tercera. Ni se le ocurra en próximas conversaciones usar la muletilla ¿sabe?. Sea concreto en su lenguaje.

 


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

lunes, 1 de febrero de 2021

«A las personas que gustan de buenas historias de misterio… el Manuscrito Voynich de la decimoquinta o decimosexta centuria les fascinará».


Una estudiante entró en el aula cargada con una docena de libros y una carpeta apretados contra el pecho. Desde su posición veía en contrapicado las pelambres y las calvas de algunos compañeros de espaldas a ella, asentían, tomaban notas o charlaban entre ellos mientras prestaban atención a las explicaciones del profesor, un hombre con una máscara blanca en el rostro al final del anfiteatro universitario, una gradería con capacidad para cien estudiantes, que apenas contenía una docena. Acompañó con espalda y culo la puerta, la singular proeza malabarista permitió cerrarla evitando cualquier ruido al cerrarse, después dirigió la vista a la última fila del anfiteatro y detectó la parte trasera de una cabeza conocida, un inconfundible tupé, y se acercó hasta el alumno que estaba allí sentado. ¿Hace mucho que empezó?, tras la queda interrogación y sin esperar respuesta repartió la carga de volúmenes por encima de la alargada mesa, desparramándolos delante de ella. Se sentó en la bancada ni muy junta ni muy separada del compañero que tenía la mirada perdida en el techo. El asiento, junto con la mesa, formaba un conjunto compacto y alargado anclado al suelo que ocupaba la casi totalidad del ancho del aula, únicamente a los lados se extendían dos pasillos laterales con escalones que separaban la gradería de las paredes, en el interior de la grada una docena de filas idénticas con idénticas mesas acogía a algunos alumnos. Los accesos laterales conducían a través de sus pequeños escalones hasta la fosa del anfiteatro donde pizarra y mesa acogían al profesor. ¡Eh, Zeno! Estiró la mano y zarandeó al chico en el hombro. ¿Que si empezó hace mucho? Él dejó de mirar al techo y se giró hacia ella. No, pesada, que acaba de empezar. Tras la respuesta, asintió, soltó aire con lentitud y desperezó el cuerpo dejándolo deslizar un poco por debajo de la mesa. Con el rostro más relajado se metió la mano en medio del pelo afro, la mano negra contrastaba con el intenso rubio del cabello, y volvió a la carga de preguntas. ¿Y Mei? ¿No ha venido? Observó el corte de pelo de Zeno, rasurado por los lados y con un prominente tupé, también vio el particular arqueo de las pobladas cejas del muchacho y como este, por toda respuesta, se encogía de hombros. En ese momento, la puerta del aula volvió a abrirse y otra estudiante, en idénticos movimientos que su predecesora, pasos silenciosos, acompañamiento de puerta aunque sin malabarismos, se sentó al lado de ella. ¡Aamo, Zeno!, exclamó la recién llegada invocando entre susurros los apodos de sus amigos como si en vez de encontrarse en un aula universitaria se encontraran en el acto litúrgico de una catedral. Joder, Mei, menos mal que has venido. Traje los libros por ti, dijo Aamo señalando los libros encima de la mesa. Lo sé, lo sé, glacias, contestó en voz baja, sin apenas abrir la boca tras la última palabra y recogió los libros y los guardó en el interior de su mochila. ¿Qué te pasa? Hablas raro. Nada, nada… ¡Estás muy rara! ¿Se puede saber por qué llegas tan tarde? Zeno la interrumpió. ¡Que desfachatez, pero si tú también acabas de llegar! Tú calladito que hablamos de cosas de chicas, ¿de acuerdo? Zeno arqueó de nuevo las cejas, se giró dándole la espalda a ambas y se fijó en el deambular del profesor, un hombre con una máscara en el rostro que escribía símbolos y caracteres de una lengua desconocida en la pizarra porque, más que una pizarra, se asemejaba a un muro de palabras o más bien a un muro repleto de grafitis desconocidos para los que solo el propio autor discerniría el significado. Yo…, arrancó Mei. ¿Qué? ¡Habla! Mei separó los labios y con el dedo se señaló al corrector bucal que tenía en los dientes. ¡Me da velgüenza! ¡Me cuesta plonuncial!, dijo bajando la cara. Al oír las palabras de su compañera, Zeno se giró e intentó mirar a la boca de Mei, pero no lo consiguió debido al ángulo del rostro de la muchacha que apuntaba hacia el suelo. Al fin hablas como una verdadera china, Zeno sonrió malicioso. Vete a tomal viento, le contestó ella sin levantar la cara. ¡Pero Mei, con ese acento inglés tan bonito y perfecto que tenías! ¿Sabes que te digo? Que mejor así, que aquí preferimos a una asiática estereotipada que no pronuncie bien las erres. Imagínatelo, no darías buena imagen a los clichés, ja, ja, ja. Aamo, sentada en medio de los dos, le propinó un codazo en las costillas. ¡Ay!, que bruta. ¡Que te calles! Las chicas estamos hablando. Pero en el inflamado crescendo de la conversación habían alcanzado un volumen más alto de lo oportuno.

—Los de la última fila bajen el volumen de su parloteo. —De repente, el profesor, que había dejado de escribir en la pizarra, les señaló con la tiza—. Les invito a abandonar el aula si no quieren prestar atención, si no tienen respeto por la asignatura al menos sí tengan respeto por el resto de compañeros que desean tomar apuntes y aprender.

Dicha la amonestación, el profesor se recolocó la máscara, se giró y volvió a la retahíla de símbolos y caracteres, grafías que mezclaban glifos hindúes, egipcios y latinos entremezclados con otros indescifrables.

Menudo farsante el tío este y encima nos da lecciones. ¿Si no querías aprender Guáltrapa por qué te apuntaste? Pues yo la encuentlo intelesante. Por favor, ¿es que no lo veis? Mirad la pizarra. Ambas inclinaron la vista y miraron metros más abajo los trazos de los símbolos escritos en tiza. ¿Habéis mirado bien? ¿Qué sentido tiene ese conjunto de símbolos? La primera fila es egipcio mezclado con hindú, la segunda línea es un popurrí de latín y castellano antiguo. La tercera fila… Vete a saber que habrá inventado en la tercera. Eso es polque los guáltlapa elan un pueblo nómada y tomalon plestado vocabulalio de otlas cultulas. Zeno miró el rostro de Mei que, por fin, había alzado la barbilla y podía observarle los labios. ¿Sí? ¿Y dónde está escrito eso? ¿En qué artículo?, el rostro de Zeno enrojeció. Hay estudios que lo confilman. ¿Estudios? Los cuatro libros que publicó él mismo y su camarilla de colegas frikis. No me extraña que la decana lo quiera echar. ¿Entonces ahora eres amiguito de la Dupré? ¿Y tú no? Claro que no. La mirada de Zeno se ancló con malicia sobre Aamo que lo estudiaba con precisión y después pasó rápidamente la mirada a Mei que lo miraba con inquietud. ¿Las negritas no sois amigas entre vosotras? ¡Hey, bro, black power y todo eso!, Zeno levantó los dedos en estilo rapero y le lanzó una sonrisa burlesca, la cara de Aamo representaba justo lo opuesto del rostro de su compañero, un revoltijo de odio y contención, pero ella se revolvió. No todos somos hijos de un ricachón. Las palabras habían girado las máscaras de la comedia, el rostro de Zeno se transmutó en la máscara de la tristeza y el de Aamo en el de la sonrisa del loco. No peléis, pol favol. ¡Bah! Eres muy buena, Mei, es un auténtico lul. Tras el insulto en neerlandés, Mei puso la mano sobre el hombro derecho de su compañera, el tacto y el pacífico gesto tuvo su efecto y Aamo relajó de improviso el rostro y, como en un baile de espejos, Zeno también. Venga, no quería joderte, no nos peleemos por tonterías. ¡Qué te den!, a pesar de la calmada compostura Aamo no pudo reprimir un último coletazo de rabia. Zeno se mordisqueó los labios de un lado para otro, pasó la mano por el tupé, como si se lo quisiera alisar. ¿Bandera de la paz? Y le tendió la mano. Aamo gruñó. Si me perdonas os cuento lo que me contó un primo mío de Barce… ¡Bah!, lo interrumpió Aamo, tú tienes primos en todo el mundo. Es sobre el profe, el señor Strambotikus. ¿Qué le pasa?, preguntó correctamente Mei. Eso, ¡qué le pasa! Si os calláis os cuento lo que me dijo mi primo. ¡Puuufff! ¡Sí, pol favol! Ambas compañeras mostraban un interés particular, Mei abría los ojos y asentía con delicadez, Aamo seguía mostrando una impostada careta de enfado, pero ambas modificaron la postura y, cada una su modo, inclinó el cuerpo un poco hacia delante, para escuchar con atención lo que les quería contar entre susurros. Pues mi primo se apuntó a Guáltrapa y vio desde un principio que sería un peñazo de asignatura, así que cogió una tarde, se fue hasta el Strambotikus y, ¿sabéis que le dijo? Pues le dijo, le doy dos mil euros si me aprueba. Zeno jugó con el silencio, como cuando quería hacerse el interesante, y se acarició el tupé y… ¡Bueno y qué! ¿Qué le respondió el profe? Eso, ¿qué le lespondió? Pues le dijo, le dijo que sí. ¡Ostia¡ ¡Gé! A que sí, que fuerte, ¿verdad?. ¿Y le pagó y aprobó? Pues sí. Joder que cabrón, pues con la pasta que tú tienes. Eso es, y le guiñó un ojo a Aamo mientras replicaba un nuevo gesto rapero, pero en esta ocasión más amable, mientras, Mei zarandeaba la cabeza de un lado a otro.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 24 de enero de 2021


«... sistema en el que la dirección de los vientos cambia estacionalmente, soplando en una dirección en verano que resulta ser la opuesta en invierno...»


El pulgar apretaba la esquina de la primera página de un dossier de portada plastificada, el legajo jurídico, con el título Contrato de Trabajo emitido por la Universidad de Trystonia, reposaba sobre la mesa. Ignatson mecía la esquina y la página se abombaba, a su lado derecho un armario ocupaba el espacio hasta el techo y pegado a él una cama deshecha con un libro encima de ella. Al lado de la cama, una puerta con la palabra Exit impresa en un fluorescente rectangular encima del marco auguraba la puerta de salida, o de entrada a la habitación, según se entendiese y se mirara; siguiendo el contorno de este viaje de trescientos sesenta grados, otra puerta entreabierta dejaba ver el lavabo y, en esa misma pared, un funcional mueble hacía las veces de cocina, con dos fogones, un horno y una alargada pica, encima un armarito flotante con puertas y un microondas empotrado en él. De nuevo con Ignatson, sobre el escritorio y a la siniestra de él un libro vuelto del revés, lápices dispersos, el mentado dossier, folios en blanco, notas garabateadas a mano, un portátil quedaba a la diestra, apagado y con la tapa bajada, varios USB de distintos colores y tamaños, y, por fin, el medio del caótico conjunto temporal lo coronaba una lamparilla de lente cóncava y cristal verde con dos bombillas picudas que reposaban inactivas, al igual que su hermano tecnológico. La claridad del exterior apenas le sobrepasaba, dejando la mitad del cuarto apenas iluminado. En el exterior, el enajenado mar, a pesar de encontrarse tapado con nubes oscuras, reflejaba los últimos destellos anaranjados del sol que se escondía tras la línea del horizonte. Ignatson se separó del rostro su atrezo facial, la sempiterna máscara blanco-oscura, y con la yema de los dedos se rascó un grano que le había salido en el mentón. Por suerte, la tela más fina alrededor de los ojos le permitía leer la primera página del contrato firmado meses atrás, aunque el descenso lumínico y la traslúcida cortina ocular le apremiaban a encender alguna fuente de claridad auxiliar.

«
La universidad de Trystonia, en el día 7 de…, comparece representada por su afiliado el Dr. Fridtjof Wagen, de aquí en adelante el EMPLEADOR… y, por otra parte, Ignatson Strambótikus con D.N.I. …, de aquí en adelante el EMPLEADO DOCENTE, con cédula de ciudadanía… 

SEGUNDA. OBJETO: De acuerdo al primer apartado expuesto, el EMPLEADOR… el desarrollo de tareas docentes… en calidad de: DOCENTE NO TITULAR INVITADO.

SEXTA. OBLIGACIONES DEL EMPLEADO DOCENTE: se obliga a laborar en jornadas de trabajo de tiempo parcial… y según recoge…

SÉPTIMA. PLAZO: el presente contrato tiene una duración de 365 días, curso académico completo, incluyendo vacaciones y actividades extraescolares incluidas en los dos semestres… 

DÉCIMA TERCERA. TERMINACIÓN: este contrato finalizará cuando el EMPLEADO DOCENTE concluya la ejecución de todas las tareas convenidas a lo estipulado en la cláusula sexta de este contrato…
».
 
Las nubes se tornaron más compactas y negras. ¡Qué fascinante la ambivalencia de los cúmulos! Ora blancos, ora grises, ora oscuros o también negros. Y la lluvia cayó sin avisar, el mar se embraveció como envidioso de los cielos, el viento por su parte mecía furioso las copas de los árboles, sin embargo, por más rabia que mostrara la naturaleza, el efecto hipnótico de las gotas de lluvia golpeando contra el cristal resultaba catártico, pero, a diferencia de la calma de Port Zelandè, la nueva estampa visual le recordaba a la india, al monzón, a aquel día. Apartó a un lado el dossier de léxico jurídico y plantificó en su lugar un libro que, aunque más corto en altura y anchura, presentaba un grosor sin lugar a duda mayor. Apartó los lápices desperdigados en la mesa y los adecentó en un cubilete circular de rejas, el libro lo agarró con la mano izquierda y, con esa misma mano, lo giró sobre sí mismo. A medida que la zurda le daba la vuelta ninguna palabra aparecía en el espacio de la contraportada, ni en el lomo ni tampoco en la gastada portada con rajas verticales, horizontales y en zigzag que denotaban un intenso uso del volumen. Desanudó una fina tira elástica que ataba el conjunto. La primera página en el interior tenía la palabra Diary escrita a mano con un intervalo de fechas separadas con un guion que no se dio tiempo ni a repasar, y con la mano derecha apretó con el pulgar las páginas y estas se sucedieron a gran velocidad, cada página se convertía en un día, el pulgar, convertido en la palanca de una paródica máquina del tiempo, pasaba los días con velocidad y los convertía en meses, los meses en años, el feroz aleteo de la celulosa devolvía borrones de palabras y de un tempus fugit que, aunque no volvería, permanecería escrito hasta el fin último de aquel mundo-libro. Y la oscuridad sobrevino en el cuarto. Afuera no quedaba rastro del sol ni de su claridad, la tormenta atacaba con nocturnidad al pueblo, a la universidad, a la playa y al mar. Ignatson, en un acto reflejo, con la mano izquierda, sin apartar la mirada del volumen y sin soltar con la derecha el libro, encendió la lamparilla y la luz inundó su habitación-casa, tras la ventana, en un centenar de otras habitaciones-casa ocupadas por estudiantes, se repetía el mismo suceso y pequeños puntos brillantes brillaban en la noche. ¡Y algunos dicen que los monzones solo se producen en la India y en el sudeste asiático!
El pulgar separó su contacto de las páginas y la maquina del tiempo se ancló en un momento concreto que, transmutado por la alquimia literaria, reconvertía el tiempo pretérito en una página de celulosa. Las palabras se encontraban escritas en una letra pequeñísima, el inicio del conjunto se encabezaba con una fecha, una latitud y una lista de nombres y apellidos, debajo de los datos de rigor las palabras se apretaban las unas contra las otras, aprovechando márgenes e inclinándose en los bordes, incluso aprovechando los múltiples tachones sobre algunas palabras para escribir sobre ellos. Fijó la vista en una de ellas, Barsaat Ka Mousam, una polisémica palabra Urdú que tanto podía significar monzón como viento como tormenta como una decena más de sustantivos y adjetivos, y en ella y tras ella se encontraba toda una historia. Volvió el rostro y se fijó en el libro que reposaba sobre la cama, un pesado volumen, más gastado y más antiguo que el propio diario que sostenía entre las manos.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 10 de enero de 2021

«"¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?", y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron...»

En 2004, Ignatson Strambotikus se alojaba en Port Zelandè, un complejo turístico de cabañas en los Países Bajos. El día nuboso auguraba lluvia, pero salió a pasear de todos modos. De camino por las calles adoquinadas se encontró con un improvisado mercado de libro viejo, una decena de tenderetes, arcones de madera con ruedas, pasamanos y carpas triangulares a modo de techados imitaban a pequeña escala el Portobello Road británico o el Mercado de San Antonio español. Se fijó en el puesto que tenía delante, donde se desparramaban portadas llamativas de títulos rimbombantes y en medio de ellas un libro de color rosa pugnaba por destacar. Lo agarró y se lo acercó en demasía al rostro, no veía nada sin sus gafas, la librera al otro lado de la parada lanzó una mirada de extranjero-pesado-que-mira-mucho-y-no-compra, mientras, ajeno a ella, Ignatson ojeaba la portada en la que un gato caía. La ilustración reproducía la caída del felino en una secuencia dinámica en tres actos: a) cayendo de espaldas, b) girando sobre sí mismo y c) finalmente cayendo de pie. El título, Salva al gato, chirriaba un tanto con la imagen, pues el gato parecía apañárselas bien solito sin salvamento alguno. Al darle la vuelta y leer la sinopsis descubrió el que sería su primer libro sobre guionizaje de películas. El precio marcado a lápiz y en florines en la primera página aludía a un pasado monetario no muy lejano, pero nada acorde con la realidad; así, en esa ucronía temporal, llevó a modo de interrogante el dedo al precio marcado en la antigua moneda y la librera respondió levantando tres falanges. Ignatson movió la cabeza con aquiescencia, se sacó tres euros del monedero y los puso en la mano extendida de la mujer que acogió las monedas con una sonrisa forzada que intentaba borrar la otrora mirada de extranjero-pesado por una de extranjero-que-mira-mucho-y-que-finalmente-compra. Ignatson se puso la adquisición debajo de la axila y volvió a su cabaña. Un auténtico chollo los mercados de libro viejo. Encendió una lamparita y sentado en el escritorio —justo a tiempo, pues empezaba a llover— delante del inmenso ventanal en el que se deslizaban las gotas, leyó el manual con avidez, tomó notas de los entresijos de la industria de Hollywood y caviló sobre apuntes futuros para las clases en su taller de escritura.

La anécdota de Port Zelandè fue diluyéndose con el paso del tiempo hasta la mudanza de 2017, año en el que se mudó a Trystonia donde impartiría clases en la universidad de Idioma Guáltrapa. La universidad le cedía, sin coste alguno para él, una casa remodelada estilo Plymouth años veinte, una suerte, pues la mudanza la costeaba él y los quinientos kilómetros hasta Trystonia le habían salido por una cantidad bastante elevada. Los transportistas, sudorosos y con prisas, se afanaban en coger una caja, cruzar el jardín, traspasar el porche y amontonarla junto a otras, con más desconcierto que orden, en el comedor. En una de las idas y venidas, una caja reventó debido a la presión y un aluvión de libros se desparramó por el suelo. Los trabajadores se quedaron parados, pero Ignatson aireó la mano restándole importancia. Ya los recogeré yo más tarde, anunció. Los hombres no discutieron la orden, se dieron aún más prisa y en media hora cerraban el portón del camión, se despedían cordialmente y regresaban camino de vuelta al lejano hogar. Ignatson acercó una silla al mar de letras y se sentó encorvado sobre la orilla literaria, las manos pescaban los libros que un instante después apilaba en columnas organizadas por temática: estudios literarios, historia, psicología, filosofía, hermenéutica… hasta que apareció un antiguo libro de tapa rosa con un gato e inmediatamente las vacaciones en la cabaña de Port Zelandè se avivaron. Aparcó la libresca tarea de apilar y recuperó una postura más cómoda en la silla. Abrió el Salva el gato en la primera hoja marcada, pues tenía antaño la manía de doblar la esquina superior de los libros para recordar de esa manera pasajes especiales. El autor estadounidense ponía de ejemplo la primera secuencia de una película de Al Pacino para plasmar la importancia de la presentación del héroe en un guion cinematográfico, aunque aseguraba que el efecto resultaba de igual importancia en las novelas; la película de Al Pacino que tantos años después Ignatson aún no había visto no le evocaba ningún recuerdo especial, además, el tono escogido por el autor le disgustaba, un tanto pedante y con información de la que en gran parte disentía. ¡El viejo concepto del monomito y sus derivados que tan bien funcionaba en Hollywood! Eran temas que habían tratado con anterioridad Vogler y Campbell, en sus respectivos libros El viaje del escritor y El héroe de las mil caras. El redescubrimiento de un libro primerizo no siempre resulta halagüeño y las lecturas que Ignatson arrastraba no ayudaban en su magnanimidad para con el gato. En sus cavilaciones tampoco entendía por qué razón había escogido el autor, a modo de ejemplo para Salva el gato, la escena de la película de Al Pacino. ¿No hubiera sido mejor escoger a un joven Christopher Reeve, encarnando a Superman, sobrevolando el aire y acercándose con lentitud hasta las copas de un árbol donde rescataba a un gato blanco ante la atenta mirada de su sorprendida y balbuceante dueña adolescente? Ignatson avanzó más páginas buscando las dobleces en las esquinas de las páginas que su antiguo yo había marcado como puntos de interés. Leyó el método de los pasos, pufff, en desacuerdo, el llamado a la aventura, pufff y pufff, y a medida que pasaba páginas soltaba más y más bufidos. Cerró el libro y miró la caída del gato en tres actos, a) espalda, b) giro y c) aterrizaje. Sobre la tapa le dio un par de palmadas como si lo hiciera en la espalda de un viejo amigo al que le perdonara una ofensa y puso el libro encima de una de las pilas de portadas negras y letras rimbombantes, y sin más demora continuó la labor de pescador literario: separar, ordenar y apilar. Había mucho trabajo por delante, era jueves y empezaba las clases el lunes. Tenía que preparar el Reto Bradbury para sus alumnos.

#RetoBradbury #RBSemana01 #Letraheridos

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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 6 de diciembre de 2020



Soy una historia, una historia sin nombre. Las historias nacemos, por lo general, desde una letra capitular, aunque hay algunas hermanas que no poseen dicho capitulamiento y, simplemente, empiezan con una palabra o con un carácter suelto, individual, desapegado del cuerpo, algunas historias más atrevidas incluso se permiten empezar con la extravagancia de un signo de puntuación en ese extraño postureo de diva, de romper el lenguaje escriben algunos.
Yo soy una más de esas historias, solitaria y perdida entre los pliegues insondables de la imaginación, soy…

—Hola.

¿Alguien que se dirige a mí? Estoy segura, es una persona tras esa raya larga de inicio de diálogo, pero tras ese escueto saludo me pregunto, ¿quién será?, ¿será amable?, ¿será mujer?, ¿será hombre?

—Soy el lector.

Cómo me gustaría intercambiar un diálogo con él, pues supongo que lector se refiere a un hombre y no lo usa una mujer de manera genérica, pero que tonterías digo, divago antes de lo que sé que vendrá, unos espeluznantes y misteriosos puntos suspensivos… (aunque de tanto uso los tres dichosos puntitos se volvieron de todo menos espeluznantes y misteriosos, sé, como han dicho otras historias que yo, que el abuso es la muerte de lo nuevo).

—Encantado de conocerte.

¡Qué ternura! Un lector que realmente se preocupa por una historia. Mis hermanas me lo advirtieron, me dieron a conocer el bestiario lector repleto de seres con sus distintas tipologías. He tenido suerte, el mío es amable. Sé todo esto porque una historia conoce lo que el resto del historias han conocido desde su creación hasta su desaparición, sabemos todo desde el minuto cero de nuestro nacimiento hasta nuestra muerte y, en ese lapso, cada una se lo transmite al resto en cadena, tal vastedad de información me supera y difícilmente podría explicaros los mecanismos de porque esto sucede, pero así es. Todas conocemos las otras historias, también a sus lectores y lectoras, oh, sí, ya lo creo, en nuestro breve periplo por este océano de imaginación y letras, por un breve instante, os conocemos y nos conocemos. Sé que nací con la tara de ser una historia breve, si acaso la brevedad pudiera ser tildada de peyorativa, pero sé que no duraré mucho en este mundo, aunque seré releída y recordada tiempo después del temido punto final. Quién me haya creado quizá no ha tenido tiempo o quizá ganas o, peor aún, ni voluntad de convertirme en más duradera, pero tampoco se lo recrimino, pues cada historia escapa, desde el momento de su creación, a su propio creador. Una historia dura lo que tiene que durar, ya está escrito en algún lugar tranquilo, algunos lo nombran como el Contigüüüm, pero solo es un nombre de tantos otros, un sinónimo, un heterónimo, un símil lingüístico para designar de manera distinta idénticos conceptos; tampoco importa si me han creado como un esbozo y ese esbozo crecerá y crecerá en el tiempo hasta convertirse en una novela o si por el contrario perecerá después de este instante, pero puedo permitirme soñar, quizá incluso llegue a ser una saga, eso sí estaría bien, me daría un tiempo de vida más longevo, más duradero, pero es igual, tampoco importa, seguiría siendo efímera, pues ni la más larga de las más extensas novelas dura todo el tiempo, nada escapa a ese concepto estúpido y efímero: «[…] fugit».
Antes de acabar, me gustaría destacar que tampoco es necesaria esa búsqueda de un conflicto, ni siquiera de algo que decir, ni tampoco unos diálogos interesantes ni unos personajes profundos o identificables, muchas de mis hermanas nacieron con esos principios, y palidecieron, igual que otras, sin ser recordadas, olvidadas, no importa nada de ello para perdurar.

—Adiós.

Sí, sí, adiós, amigo mío, adiós. Lo único que importa es haber vivido. Eso es lo que querría transmitir, ese ha sido mi objetivo desde el inicial «Soy […]», el fin con el que fui creada y que ahora, acercándose mi final, ya puedo desvelar sin tampoco mucho histrionismo. Una historia mundana entre tantas otras. Gracias por leer. Sed felices y aprovechad vuestro […].


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martes, 7 de julio de 2020

«El método científico no siempre brilla y, en ocasiones, brilla extraño».

Hace dos años publicamos el boletín letraheridos con recomendaciones lectoras, estadísticas del grupo de lectura y algunos relatos de nuestra autoría.
Este es una muestra de esos relatos.
S. Bonavida Ponce ;->


(o)
Hace quince años, cuando empezó toda esta mierda, nadie imaginó hasta dónde podríamos llegar. Recuerdo ese 2020 y a la mierda de Gripe China que todos llamaron estúpidamente con ese nombre tan científico, la covid-19, y que con tan barroco nombre mataba a nuestros mayores. En la familia falleció mi tía Josefa, allí en el pueblo, vivía sola hacía más de diez años y tenía más de noventa. No es que no la lloráramos en casa, pero la lejanía y un cierto desapego de las tierras familiares apaciguan cualquier disgusto. ¿Y por qué me he puesto a recordar a tía Josefa justamente ahora?
(o)


Un pitido con tres notas en orden creciente elonga mi molestia.
Dang. Dong. Ding.
«Siguiente ciudadano, por favor».
El policía sanitario viste el reglamentario traje blanco con una franja roja en diagonal. En su cara destaca la mascarilla con enormes doseles redondeados repletos de minúsculos poros, el artilugio facial se le acopla herméticamente en ojos nariz, boca y orejas; con un brusco movimiento de su porra eléctrica me extrae de mis ensoñaciones, zarandea el arma apuntando con su punta hacia la cabina de medición térmica con el número ocho estampado encima de la puerta de entrada. ¡Encima con prisas, hijos de puta!


(o)
La denominación, la covid-19, era una tremenda estupidez. La Gripe China. Que poco duraron los remilgos en la nomenclatura un año después cuando las cosas se pusieron peor. Gripe China. Qué coño, con todas las letras e implicaciones que ello conllevaba. Desde luego al gobierno chino no le sentó muy bien, pero es que el resto de países del mundo estaban hartos de tanta falsedad y desinformación, y no es que ellos fueran mucho más veraces y transparentes, pero algo más de confianza sí transmitían. O al menos, eso hemos creído siempre.
(o)


Traspaso el arco del nebulizador, los chorros de minúsculas partículas de vete-a-saber-qué-mierda se impregnan en mi ropa y en las partes de mi piel descubiertas, es decir: cejas, cabello y poco más. Cada año el producto del nebulizador cambia por alguno más nuevo, ya no muere tanta gente, eso es verdad, pero es que cada vez queda menos gente por morir. ¡Qué sé yo! La puerta de la habitación de medición térmica se abre automáticamente al detectar mi móvil. Es lo que hay. Debes instalarte una jodida aplicación. Es obligatoria instalársela si quieres salir a la calle y si no dispones de dinero para comprar un móvil el estado te proporciona un dispositivo similar a tal efecto.
El pitidito de tres notas en orden creciente se repite.
Dang. Dong. Ding.
«Desnúdese completamente de cintura para abajo. Deposite las prendas en el hueco a su derecha».
La maldita voz sigue con la narración pregrabada. Me desquicia esa voz. Si encontrara a la locutora… ¿o quizá sea locutor? Con esas andróginas voces quién sabe, pero me da igual, si encontrara a ese mal nacido lo estrangularía. Sueño con su voz cada noche. Me quito el pantalón con el cinturón incluido. Me bajo los calzoncillos y deposito ambas prendas en el hueco de mi derecha. Escucho cómo una versión más pequeña del nebulizador de la entrada empieza a lanzar las finísimas gotas de producto sobre mi ropa. ¡Chorradas!

[...]

Si deseas seguir este relato, puedes descargarte el boletín letraheridos en el siguiente enlace.


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domingo, 10 de mayo de 2020


«Las ideas están exentas de impuestos»


—¿Qué les trae hasta la villa? —El más alto de los dos hombres continuó con las preguntas mientras el compañero transcribía las respuestas en una libreta rectangular de hojas rugosas y aspecto acartonado.
—Negocios.
—¿De que tipo?
—Pesca.

El escribiente también repetía las respuestas en una hoja suelta, igual de acartonada que los folios de la libreta.

—¿Situación civil?
—Casados. Ella es mi mujer.

¿Su mujer? La risa no le surgió porque se encontraba muy nerviosa. Por otro lado, las preguntas del hombre vestido de negro surgían mecánicas, no se encontraba ni alterado ni sorprendido y, ni él ni su compañero, daban muestras de sorpresa. El hombre que no hablaba, pero que sí escribía, dejó por fin su tarea,  y empapó un tampón de madera en una cajetilla con tinta roja que llevaba en la mano. Con el tampón en la mano lo estampó al vuelo en la hoja y un sello redondo con la figura de un águila rojiza de perfil rubricó el papel. Estiró la mano en una acción igual de mecánica que llevaba efectuando por cada persona en la cola, y, sin girarse, en una coreografía burocrática síncrona, su compañero agarró la hoja y se la presentó al hombre y a la mujer.

—Una corona por persona. Si quiere entrar artículos de exportación debe solicitar la correspondiente licencia en el ayuntamiento. Este papel le exime, a usted y a su esposa, de nuevos pagos aduaneros. Muéstrelo a los funcionarios cada vez que se le requiera en el puente. Vayan con Dios.

Utla se quitó el sombrero y ella pudo apreciar desde la altura que los separaba la inmensa calva, pero los interlocutores no miraban abajo, sino más arriba, como si el sombrero no se encontrará por debajo de sus miradas y el cuerpo de Utla se extendiera unos centímetros más arriba de su ser. Su compañero esposo, despreocupado, giró el sombrero e introdujo la mano derecha en su interior. Aquel gesto fue lo único que levantó una mueca de sorpresa en ambos hombres, sorpresa que desapareció cuando les entregó dos monedas con el perfil en relieve de un hombre barbudo y con letras escritas en el reborde, «Oscar II […]», letras que no pudo leer debido al rápido intercambio: moneda por papel.

El puente quedaba atrás y una calle ancha, la única adoquinada en la población, se extendía ante ellos. Deambulaban con paso calmo por la calle, sobrepasaron el granero de forma cónica situado a la izquierda del puente, este se erigía cerca de un edificio blanco de apariencia robusta. Continuaron el camino y se acercaron hasta a un par de tiendas que se alojaban en los bajos de un edificio: una sombrerería, un zapatería, un colmado, una sastrería. Al final de la calle reconoció en la construcción de techo empinado, coronada por una aguja gigante, la iglesia, la misma que había visto bajando por el caminito de las afueras. Las campanas tañeron, la reverberación del sonido grave la atravesó y las madres con niños agarrados de la mano se afanaron al escuchar el repiqueteo. Alguno de los pequeños, igual que su homónimo en el puente, se les quedó mirando embelesado, pero el rápido trasiego de las madres, estirando de sus hijos en dirección a la escuela, no les daba el tiempo a los infantes para ensimismarse ante la extraña pareja. ¿Nadie reparaba en ellos?
Utla la sacó de su observador mutismo.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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