domingo, 7 de febrero de 2021

«Sin mi café de la mañana, soy sólo como una pieza dorada y seca de carnero».

La pared norte de la biblioteca Universitaria de Trystonia no se veía, estaba forrada en estanterías con libros que se extendían hasta lo alto del techo, sobre el tesoro de lignina escaleras alargadas e inclinadas, con ruedas en la base, se sujetaban ligeramente a las guías de los últimos estantes. Ignatson miraba indeciso al último de los estantes sin decidirse a subir hasta lo alto. Agarraba la escalera por su riel lateral, la zarandeaba con ligereza de izquierda a derecha, como asegurándose que no se fuera a salir de la guía superior, la soltaba y volvía a mirar a lo alto.

En la esquina contraria, escondido tras un armario repleto de libros, un joven con tupé espiaba a Ignatson: «¿Subes o no?». El profesor Strambotikus, ajeno a la investigación de sus propias acciones, continuaba comprobando la estabilidad de la escalera. Una bibliotecaria pasó por el lado del hombre, le saludó e intercambio unas palabras con él. «Por fin», pero para disgusto del muchacho, después del breve intercambio de palabras, la mujer se despidió y continuó su camino dirección de la planta baja. «Joder». Ignatson Strambotikus rodeó la escalera hasta situarse bajo ella, de manera que tras su espalda quedaban los libros y delante de él la parte posterior de la escalera, en esa especie de tipi india miró hacia arriba, examinando el herraje que mantenía a la guía superior en su sitio, miró fugazmente de un lado a otro, inspeccionando con agudeza la sala. Zeno se quedó inmóvil y contuvo la respiración. El profesor, ante la falsa creencia que se encontraba solo y ajeno a su atento espía, de improviso zarandeó violentamente la escalera de arriba a abajo, hasta que un leve crujido descolocó el herraje de la guía superior. «Coño, ¿qué hace?». El profesor volvió a su lugar de origen enfrente de la escalera, la intentó mover de nuevo, pero las ruedas del herraje superior se habían salido de la guía y el zarandeo de un lado para otro no surtió el mismo efecto como en la vez anterior. Pasaron los minutos, Ignatson continuaba enfrente de la escalera y de vez en cuando la asía para intentar mover, el crujido se repetía y paraba, miraba al techo, al lugar donde el herraje que él mismo había descolocado se había salido de la guía. «¿A qué juega?». Después de unos minutos, la misma bibliotecaria volvió cargada con unos libros e Ignatson la abordó. La mujer miró al techo, depositó los libros que llevaba sobre una mesa de estudio cercana y asió por los laterales la escalera. Al intentarlo un crujido, más fuerte que los anteriores, reverberó por la sala. La mujer se dirigió a Ignatson, este asentía y señalaba con un dedo hacía la última estantería, se siguió un intercambio de frases que, por desgracia Zeno no llegaba a escuchar, y después de algunas frases más la bibliotecaria, con gesto un poco cansado, asintió y se marchó con los libros. Ignatson no se movía de delante de la escalera. Zeno no dejaba de espiarle sin atreverse a mover, aunque ya llevaba un rato meándose. Unos cuantos minutos más tarde, la bibliotecaria reapareció con la técnica de mantenimiento, una mujer corpulenta con mono de trabajo azul, la mujer ni se dirigió al profesor, examinó la escalera con mirada de cirujano y se situó, como momento antes había hecho Ignatson, bajo el ángulo que formaba la escalera con las estanterías, de nuevo lanzó una mirada a lo alto, gruñó, se resituó una vez más delante de la escalera y desde esa posición empujó el artilugio hacía la pared como si fuera una saco de boxeo, por un momento se escuchó un crujido satisfactorio, no como el tono de los anteriores que transmitían rotura. La técnica se palmeó las manos y con un único movimiento de cabeza se despidió del profesor y de la bibliotecaria. La bibliotecaria iba a hablar, pero Ignatson la atajó y volvió a señalar con la mano a la última fila, zarandeó en un gesto histriónico la escalera y se cruzó de brazos. La mujer se encogió de hombros, intercambió unas palabras, él negó con la cabeza y continuó en su postura, con las manos cruzadas delante del pecho y mirando a través de su máscara hacia el techo. Finalmente, la bibliotecaria se acercó a la escalera y empezó a subir los travesaños, cuando llegó a la última estantería cogió cuatro libros y, con ellos en las manos, bajó hasta el suelo. Se los entregó a Ignatson que acercó el lomo a la cara y debió comprobar los códigos inscritos en el tejuelo, pues por la inclinación de la cara y la dirección de la tela donde se suponía estaban los ojos no se dirigían al centro del lomo, sino abajo, a la esquina donde la pegatina identificativa informaba del sistema de clasificación bibliotecario. Así, con los volúmenes en su poder, se despidió de la bibliotecaria que marchó presta como si hubiera hablado con el mismo diablo; por su parte, Ignatson se marchó en dirección contraria hacia el único lugar al que se iba escaleras arriba: a la cafetería de la terraza. Y Zeno marchó tras él.

Zeno llegó con un estudiado retardo respecto a los andares de su objeto de espionaje. Letreros en letras rojas y fondo blanco escritos únicamente en neerlandés anunciaban el lugar donde se encontraban, Universiteitsbibliotheek, es decir, biblioteca universitaria, en concreto la terraza de la misma donde se encontraba además una esplendida cafetería que usaba toda la planta, con grandes ventanales e incluso un aprovechable espacio al aire libre para los días donde el clima acompañase al estudio exterior. Él traspasó el umbral y observó el intenso azul del cielo tras las nubes blancas, inmensas, espaciadas, tanto que dejaban suficiente hueco entre ellas para permitir el paso del sol, una claridad impetuosa que calentaba la piel y la sensación de calidez se veía aumentada al no encontrarse en el aire ningún viento molesto. Todas las mesas se encontraban ocupadas por grupos de estudiantes, aunque Ignatson había conseguido agenciarse una pequeña de color naranja, la más alejada de la puerta, un lugar esquinado y cercano a la barandilla, quizá demasiado para alguien como él y por eso el profesor había separado dos palmos la mesa de la baranda protectora. Zeno inclinó la cabeza y miró abajo, no había mucha altura hasta la calle, pero dedujo que para alguien que tenía miedo a subirse a una escalera la distancia debía ser considerable, aunque la biblioteca solo fuera un edificio de tres plantas. Abajo, un suelo empedrado, como un mar calmo, acogía un centenar de bicicletas ancladas como bajíos reposando en puerto, alzando la vista y si superaba el picudo edificio universitario erigido enfrente de la biblioteca, contenedor de aulas y despachos, el despejado día permitía ver la línea del horizonte, la playa y el mar, el verdadero, pues las bicicletas reposaban quietas en su improvisado mar de suelo empedrado en la calle.

Zeno examinó el entorno antes de dar los pasos finales hacia su objetivo. El lugar que ocupaba Ignatson, la mesa más alejada de la terraza, se encontraba en un punto de difícil acceso, pues alrededor de ella no se podían sentar grupos de estudiantes, como sí ocurría en el resto de mesas, donde se apretujaban sillas con hasta cuatro o seis estudiantes apiñados en torno a las escuálidas superficies de colores, pero la mesa de Ignatson no permitía esa agrupación, pues se encontraba encajonada en una esquina, dificultada por un aparato extractor de aire, o un artilugio similar, y en dicha estrechez apenas cabía la mesa y una silla; un lugar, por otro lado, perfecto para una persona solitaria, pero no daba lugar a que otro se sentara; sin embargo, pronto encontró la solución, había un zócalo de hierro sobresaliente en la pared, debía ser un peldaño colocado estratégicamente por el arquitecto para que los técnicos de mantenimiento se subieran sin problemas al aparato de aire y lo pudieran arreglar, la superficie no era muy grande, pero él no ocupaba mucho y ahí podría sentarse un momento y, de ese modo, recostarse al lado del profe. Sí, el plan estaba listo. Zeno se alisó el inexistente pelo lateral, inspiró profundamente, ancló la vista hacia el objetivo, alias El profesor Ignatson Strambotikus y, con pasos decididos, fue hasta él.

—Buenos días. —Una vez anunciado con el saludo, Zeno se sentó al lado de Ignatson en el escuálido peldaño sobresaliente de la pared.

Ignatson levantó la vista de la mesa, ojeaba un libro codificado como XI 3.9, una línea vertical y un 43, de tanto observar a su presa había adquirido el mismo hábito, pero si desviaba la vista del tejuelo podía leerse en el lomo, Gandhara Sculpture Volume I, un volumen que contenía en la portada esculturas de la india clásica. El profesor no respondió, aunque Zeno supo que lo miraba a través de la máscara de pigmento blanco oscuro, pues la telilla alrededor de los ojos, más fina que el resto, traslucía el movimiento ocular y, tras ella, se intuían unos ojos atentos.

—Buenos días, señor Strambotikus. —Insistió mostrando una gran sonrisa.

—¿Le conozco? —Cerró el libro, lo apartó a un lado y prestó su atención al intruso.

—Sí, soy alumno suyo.

—¡Ah! —masculló Ignatson.

—De Gualtra.

—Eso es obvio. Es la única asignatura que imparto aquí.

Zeno calló un momento antes de continuar.

—Sí, claro, menuda obviedad, ¿verdad? —Pausó un instante la conversación y sonrió—. Quería decirle que me encanta su clase y que es un inmenso honor para mí formar parte de ella.

—Está bien.

Ignatson calló y se le quedó mirando fijamente. Forzó una sonrisa, más histriónica que las anteriores y, por tercera vez, se alisó de nuevo el pelo raspado en los laterales, además de rascarse la oreja.

—Habrá que estudiar mucho para aprobar una asignatura tan complicada. No tiene uno la suerte de estudiar una nueva lengua todos los días.

—Así es.

Las telegráficas respuestas del profesor incrementaban sus gestos nerviosos, así Zeno reacomodó la espalda y levantó un poco el coxis de la estructura, pues empezaba a dormírsele esa zona ante la forzada postura.

—Seguro que usted conoce muchos trucos y atajos para poder aprobar mejor la asignatura.

—El único atajo es el estudio.

—Por supuesto, seguro que sí, estudiar, estudiar y más estudiar. ¿Sabe? Tiene usted toda la razón. Hincar los codos. Justamente aquí los holandeses tienen una expresión para decir justamente eso, pero no la recuerdo, en fin, que quería comentarle que tengo un primo que estudió con usted en la Universidad de Bellaterra en un intercambio de estudiantes extranjeros, como hacemos aquí. Seguro que se acuerda de él, somos muy parecidos, ¿sabe?, casi gemelos nos dice la gente, como dos gotas de agua.

—¿A sí?

—Claro. Se llama Quinn Papadakis. Segurísimo que se acuerda de él.

—Recuerdo al señor Papadakis.

Ante el reconocimiento del familiar, la floreciente sonrisa en el rostro de Zeno desterraba el nerviosismo previo y, envalentonado por la confirmación, acercó su mano al interior de la chaqueta, con exactitud al bolsillo donde tenía un sobre con dos mil euros.

—¡Eso es estupendo, señor Strambotikus! Mi primo me habló maravillas de usted, me dijo lo atento que era, lo buen profesor que era, siempre dispuesto a ayudar a los alumnos con problemas de estudio. ¿Sabe a dónde quiero ir a parar? —Le guiñó un ojo, pero la mueca no tuvo respuesta alguna por parte del interlocutor que respondió escuetamente:

—Creo que sí.

—¿Me puede pasar ese libro?

Zeno señaló al libro con portada de esculturas indias e Ignatson lo levantó y se lo entregó. Zeno tragó saliva. Abrió el volumen y, entrecerrando las piernas, lo dejó sin sujetarlo con ninguna mano encima de las rodillas y el cuádriceps. La mano izquierda agarró el mismo lado de la chaqueta y lo extendió como si fuera una vela hinchada al viento, tapando así la línea de visión de cualquier mirada maliciosa hacia el sobre que estaba extrayendo del bolsillo interior, sobre que depositó seguidamente entre medio de las páginas del libro y con la mano derecha libre lo cerró, soltó la chaqueta, agarró el libro y, con una sonrisa, se lo devolvió; sin embargo, Ignatson no mostró ningún gesto de querer coger el libro. Ante el imprevisto, lo depositó sobre la mesa lo más cerca posible al profesor.

—No… ¿No lo coge?

—Claro que lo cogeré.

Pero las palabras contradecían la nulidad en los ademanes fijos y estáticos del profesor, que lo escrutaba con la pose clavada en él.

—¿Hará conmigo lo mismo que hizo con mi primo? Necesito una confirmación clara de que nos estamos entendiendo: ¿Sabe?

—Por supuesto que sé, pero hay tres condiciones.

—¿Tres condiciones?

—Recoja el libro, por favor.

La expresión de Zeno se turbó, negó con la cabeza, no de manera premeditada, sino en un gesto automático, y de la misma manera apretó la lengua contra el interior del labio inferior, la fuerza de la inercia hizo que la sinhueso saliera disparada y se produjo un inesperado chasquido, guardó la lengua y se rascó la barbilla en un claro gesto frustrado. Tras el alarde de nervios recogió el libro con el sobre dentro.

—¿Qué tres condiciones?

El profesor se giró, inclinó el torso y rebuscó en su mochila negra, que estaba en el suelo en el lado opuesto a donde se encontraba Zeno. De ella extrajo dos cartulinas rectangulares tan pequeñas como la palma de una mano, una de fondo blanco y la otra color crema, y le entregó ambas. Zeno las aceptó.

—Primera. No entregará ningún sobre. Hará una entrega de lo acordado a la cuenta bancaria que figura en el papel blanco.

Zeno asintió y el profesor continuó.

—Segunda. No hará ningún ingreso hasta que me entregue traducida al inglés, al castellano y al esperanto, la frase escrita en Guáltra que hay en el papel de color crema.

La curiosidad ante la segunda condición le sedujo y observó de reojo el galimatías de glifos y caracteres que se apiñaban escritos con bolígrafo en apenas cuatro líneas sobre color crema. Zeno bamboleaba la cabeza en un movimiento aquiescente e inconsciente, paseando la vista de la cartulina blanca a la cartulina crema. Pero…

—¿Y la tercera condición?

—Tercera. Ni se le ocurra en próximas conversaciones usar la muletilla ¿sabe?. Sea concreto en su lenguaje.

 


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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