domingo, 28 de febrero de 2016



Zarpé de Puerto Alegría el 32 de mayo de 1914 en el bajío Esperanza II.

Era especialmente caro el precio de los billetes de embarque, sobre todo para un simple jornalero como yo, tres ilusiones y 5 peniques.

Todos mis conocidos me desaconsejaron partir en busca de ese destino: Bahía Aventura. El lugar estaba situado al otro lado de mi mundo, un lugar tan sorprendente como desconocido. Esperaban en destino la misma cantidad de promesas como de infortunios.

Pero el navío naufragó al sexto día de viaje. La quilla se quebró por la mitad, los alaridos de algunos tripulantes contrastaban con el mortal silencio de otros. Todo fue horror en aquel perfecto caos.

En mi salto desesperado al inmenso mar me agarré a una barca salvavidas. Un auténtico eufemismo de salvación. No duraría mucho. Notaba bajo mis pies toda la malignidad de aquel inmenso recipiente licuoso bramando furioso.

Pasaban los días, y el mar de odio me rodeaba con marejadas de soledad, abrumadoras olas de ira me asaltaban algunas noches. La bendita agua de lluvia escaseaba. Resultaba curioso ser consciente de toda la cantidad de líquido que me rodeaba y al mismo tiempo pensar en la insalubridad de tanto odio.

Y finalmente el agua de lluvia se agotó. Durante tres días, bajo un sol agonizante, mi lengua reseca soñaba con la preciada sustancia.

Alucinaba por las noches, creía ver formas semihumanas brincando por encima de las olas. Me llamaban por mi nombre, con un profundo rencor, tan viejo como el propio mar que me rodeaba.

Una noche, más desesperado que valiente, superé la barrera del eterno miedo de los vivos y me lancé por la borda de mi improvisada embarcación. Esperaba que el tormento duraría poco, ahogarme rápidamente en aquel odioso océano.

Burbujas plenas de desesperanza subían en fila a la superficie, mientras mi cuerpo descendía con pesadez en dirección al abismo. Mis pulmones tragaron odio líquido, y comprobé que el odio no era frío como pensaba, sino más bien tibio, y ni todas las buenas intenciones de mi anterior mundo hubieran secado aquel inmenso mar. Y deseé morir.

Pero no lo conseguí, al menos no inmediatamente. Algo me agarraba de los tobillos. Incliné mi maltrecha cabeza, las últimas fuerzas me acompañaron en aquel estúpido gesto. Una forma semihumana, de garras y colmillos alargados, y sonrisa macabra me sujetaba.

Y no morí, el asqueroso ser me arrastraba más y más en dirección a mi ansiada perdición...

../..

Ahora, algunas noches, espero bajo éste inmenso mar a los incautos aventureros que creen en sus pueriles sueños. Mis uñas se alargaron, mis colmillos también. Mis pulmones se adaptaron y algo parecido a unas branquias surgieron de mi cuello. Ahora respiro con normalidad bajo este mar de odio y desgarro con toda mi ansiedad a esos malditos soñadores.

Sólo en alguna ocasión conservo otras almas perturbadas a mi lado. Y al igual que hicieron conmigo, las hundo hasta el fondo del abismo, convirtiéndolas en esta gloriosa forma semihumana en la que me he convertido por gracia y obra del dios odio.

Y pienso: Tú serás el siguiente.


LA NEGATIVIDAD OS HARÁ LIBRES.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

lunes, 22 de febrero de 2016


Prefacio:

La palabra exégesis (del griego ἐξήγησις [exéguesis], de ἐξηγεομαι [exegueomai], ‘explicar’) significa ‘extraer el significado de un texto dado’ desde una interpretación crítica, objetiva y completa.
La eiségesis, por el contrario, significa ‘interpretar un texto insertando interpretaciones personales’ que incluyan datos sobre el autor, su época o circunstancias específicas del escribiente.

Por ende, ambas palabras y sus defensores, suelen estar reñidos.


Érase una vez en 1919,


María Luisa Orama y Humberto Tanir discutían acerca de un párrafo literario de un escritor mexicano tildado de inepto por unos y de genio por otros.

«La importancia de la coma, ójala, todos la comprendieran».
Ricardo Fuente Salada, (Salsipuedes - S.XVII)


—Está usted equivocada, estimada colega mía, al defender a ese escritorzuelo de Don Ricardo. El docto profesor Schleiermacher hubiera estado de acuerdo con mi correcta crítica acerca de ese texto de tan réprobo literato. Y cito los motivos. Primero, la utilización de la coma separando al verbo del sujeto. Segundo, la incorrecta inclusión de ese error ortográfico en la tilde de «Ójala», maldita sea mi visión por ver tamaña afrenta a la lengua. Valioso tiempo perdido leer a Don Ricardo.

María Luisa era una mujer voluptuosa, pelirroja de cabello largo, vestía con la decencia y la libertad propia de las damas que han superado las barreras sexistas. Una adelantada a su tiempo, y una sobresaliente Filóloga de lengua hispánica a la altura del Doctor Tanir.

—Se equivoca querido Doctor Tanir, sus principios exegéticos le conducen a caminos equivocados. Ningún texto está libre del sentimiento del autor, tampoco así de su intencionalidad y mucho menos de la contemporaneidad en la que vivió. Don Ricardo elaboró «69 proyecciones oscuras», la novela que contiene dicho pasaje, en honor a su amada Beatriz de Brabante.

—¿Y qué importa todo ello Doctora María Luisa? El texto continua pesimamente mal elaborado. Mi perro Rufus hubiera tenido más cuidado en su escritura.

—No entiende nada querido Doctor Tanir. La importancia de la coma es doble en dicho párrafo, pues muestra el irrefrenable deseo de Don Ricardo por su estimada Beatriz. Además, ¿conocía que el vocablo «ójala» es de aceptación en México?

—Paparruchas colega mía.

—Permítame al menos, querido Doctor Tanir, enviarle una carta donde le explicaré brevemente en que consiste su pequeña «gran» equivocación acerca del uso correcto de la coma.

—Envíeme cuantas misivas deseé, estaré muy gustoso de leerlas, aun así no conseguirá cambiar mi pensamiento.

—Así lo haré querido Doctor Tanir.

Con esas palabras ambos doctores dieron por finalizada la plática. Humberto se separó caballerosamente de María Luisa, inclinó lentamente su rostro hacia la mano de la elegante Doctora y representó el beso de despedida a escasos centímetros del guante que recubría la exquisita extremidad. Ella dispuso su mano y aceptó con la frialdad de una estatua la galante despedida.

Al cabo de siete días Humberto recibía una carta en su domicilio. En el remitente, escrito con una caligrafía impecable, se podía leer la siguiente frase:

«Doctora María Luisa Orama. Doctor Tanir, ójala, entienda la importancia de la coma».

Humberto arqueó una ceja y torció el labio mientras refunfuñaba al leer la frase de María. Seguidamente se sentó en la mejor butaca del salón, situada estratégicamente al lado del gran ventanal, desde allí podía leer con claridad cualquier texto. Inmediatamente agarró un abrecartas y rasgó con cuidado el sobre. En el interior del mismo descansaba una solitaria hoja de papel finamente doblada.

«Si María espera convencerme con tan poco. Já. Ójala entienda la importancia de la coma, que ridículez».

Y acto seguido, Humberto leyó las únicas dos líneas escritas en aquel papel...


-Ojalá me escriba.
-Ójala me coma.


...

Epílogo:

Algunos articulistas hicieron eco en sus respectivos rotativos del increíble cambio de actitud que había experimentado el Doctor Tanir en los últimos meses. Un acérrimo exégeta reconvertido a la eiségesis. Muchos bromearon acerca del reciente cambio, atribuible a su boda con la Doctora María Luisa Orama, defensora de la eiségesis. Sin embargo, años después, ambos construyeron un interesante libro titulado «Hermenéutica moderna: un puente entre exégesis y eiségesis», el cual tuvo una gran repercusión entre los academicistas de la época y asentó las bases de muchos conocimientos filosóficos y epistemológicos posteriores.

Nuevamente, el amor unió pareceres enfrentados, pues el verdadero conocimiento estriba en la tolerancia y en las pequeñas concesiones.


«Sólo existe el amor»


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 14 de febrero de 2016



Érase una vez, hace mucho tiempo,

Vivía una gata sabia y de constante malhumor en la montaña luna. Todos la llamaban Engatuzada.

No era un animal arisco, pues siempre que algún viajero, fuera de la especie que fuera, se acercaba a su montaña, esta siempre le brindaba su hospitalidad, no obstante, el pasar de los años en soledad había agriado su carácter.

Engatuzada leía libros de psicomagia, observaba las estrellas de noche, cosía prendas en su hogar y de vez en cuando zurcía una bufanda interminable regalo de su madre, también sabía dar buenos consejos a todos los seres, bueno, a todos excepto a uno: a ella misma.

Un día llegó un señor Tortugo a la puerta de su casa. Su nombre era eSBé. Era un animal anciano, tanto casi como ella. Engatuzada le invitó a pasar, y con toda la amabilidad de la que disponía le preguntó que deseaba. El Señor Tortugo tardó mucho tiempo en entrar al interior de la vivienda, sus grandes patas se arrastraban lentamente por el suelo de madera. Tardó un día entero en entrar en la casa. Engatuzada perdía la paciencia, y le instó, no sin un cierto deje de malhumor, a darse mayor prisa.

Después de aquel interminable día, eSBé consiguió acomodarse en el interior de la vivienda. Engatuzada volvió a repetirle que deseaba.

«A vos, querida", respondió el buen señor Tortugo. Ella quedó al principio sorprendida por aquellas palabras, y detrás de su pelaje oscuro, se encendió el rojo carmesí en su piel.

Aun así, Engatuzada estaba visiblemente molesta, y solicitó al señor Tortugo que saliera de su casa. Este movió la cabeza con aquiescencia e inicio su lenta vuelta al exterior.

La noche cayó y una pequeña llovizna arrojó un poco de agua fría sobre el pobre señor Tortugo, el cual esperando en el exterior de la casa se encontraba estornudando. Engatuzada observaba toda la escena detrás de la ventana y sintió mucha pena, abrió la puerta, y en mitad de la noche le conminó a entrar.

Cómo eSBé era tan lento, tardo otro día en entrar, la lluvia, a diferencia de otras veces, continuaba imparable.

Engatuzada secó aquel gran caparazón empapado, y le realizó nuevas preguntas a aquel extraño Tortugo. «¿Qué os impulsa a quedaros aquí? ¿Por qué no marcháis a casa?», preguntó visiblemente nerviosa Engatuzada al buen señor Tortugo.

El buen señor Tortugo no contestó, en vez de ello, eSBé comenzó a estornudar salvajemente. Aquello molestó a Engatuzada, pues quedaba sin respuesta. Sin embargo, se apiadó del pobre señor Tortugo, pues este había agarrado un gran resfriado y debería cuidarlo una temporada en su hogar si deseaba sanarlo.

Muchas sopas y cuidados después, eSBé ya se encontraba mucho mejor.

«¿Por qué estáis aquí?», insistió un soleado día Engatuzada, quien comenzaba a encontrarse cómoda en compañía del señor Tortugo.

«Me lo dijo la estrella “Tanir” en el idioma de las estrellas. “Uoy tsum ees reh”», respondió con una gran sonrisa eSBé. La anciana gata miró con recelo al Tortugo, ella observaba cada noche las estrellas, pero estas nunca le habían hablado. Aquello le molestó un poco, ¿por qué las estrellas no se habían dignado a hablar con ella?

Y se pasó obstinada toda la noche en el tejado de su casa, observando sin pestañear el radiante firmamento repleto de estrellas, esperando en vano que alguna de ellas le hablara.

Ninguna lo hizo.

«Creo señor Tortugo que desvariáis», comentó enfadada al otro día Engatuzada, «Las estrellas no hablan», espetó de nuevo. Engatuzada estaba visiblemente molesta, algo normal después de haber pasado toda una noche en vela.

«Esta noche, dadme la mano, y veremos las estrellas juntos».

Y llegó la siguiente noche. Engatuzada extendió su almohadillada mano sobre la áspera pata de eSBé. Y se quedaron juntos observando las estrellas por la ventana del comedor. Así pasaron unas horas, y el único que hablaba era el silencio, que se colaba rabioso por los ojos de Engatuzada.

«No oigo nada, querido amigo», comentó apenada, «No oigo a mis queridas estrellas».

El señor Tortugo respondió: «Para oír bien, a veces hay que cerrar los ojos».

A Engatuzada no le gustaba recibir consejos, pero algo intangible dentro de ella acarició su psique y cerró los párpados.

Al principio no escuchó nada, tan solo sentía los latidos del señor Tortugo a través de las almohadillas de su mano. Después notó un calor agradable, y ...

«Por un instante estuvo allí».

En la realidad de los silencios hablados, y se conmovió muchísimo al escuchar los susurros de su estrella, tanto, que desde entonces hasta nuestros días siempre escuchó las estrellas al lado del buen señor Tortugo.



Esto es verdad y no miento, y tal como me lo contaron, os lo cuento.


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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 7 de febrero de 2016


Érase una vez, en el minúsculo y maravilloso mundo «hormiguil»,

«Antenear y hormiguear sin parar». 

Es la frase preferida de mi abuelo. Y la bien repite sin parar. Os lo juro. Además de muchas otras enseñanzas.

«Nieto-hormiga, cuando salgas a la superficie busca huecos pequeños, antenea vivazmente a tu alrededor, y si una sombra muy grande planea sobre ti, busca una zanja. Los horripilantes gigantes de pies grandes te pisarán sin compasión. Y, sobre todo, hormiguea sin parar, nunca se sabe dónde se encuentra la hogaza de pan».

Mi abuelo comienza a estar senil, apenas sale del hormiguero, pasea por los pasadizos asegurando la estructura de túneles y poco más. En ocasiones me asegura que formó parte de los diez que fecundaron a Reina-hormiga, pero no tengo manera de comprobarlo.

Papa-hormiga es porteador de alimentos, él sí atesora la destreza de Abuelo-hormiga como explorador. 

«Antaño era muy buen explorador. Hormigueaba como nadie», asegura orgulloso Papa-Hormiga mientras acarrea treinta y cinco veces su peso. 

«Aunque casi siempre traía grillos o insectos muertos. Recuerdo sus hallazgos más notables. Pan, queso e incluso una vez encontró un pedazo de pastel de zanahoria».

Papa-hormiga es muy buen Padre-hormiga, sin embargo me tiene prohibido ser explorador. 

«Es un oficio muy peligroso. Tú serás porteador como yo».

Yo no lo tengo tan claro. Mi cuerpo me pide hormiguear.

Siempre intenta acobardarme. Y en ocasiones lo consigue, sobre todo cuando cuenta las infelicidades del mundo hormiguil: debemos aprender a huir de las temibles arañas, de las hormigas rojas y de los escarabajos del barro. Repite una y otra vez, eso sin contar con los desechos mortales de los gigantes de pies grandes, básicamente me refiero a helados y goma de mascar, trampas donde muchos Hermanos-hormiga quedan enredados hasta la muerte. Todos estos tristes sucesos los conozco gracias a mi Abuelo-hormiga. Y pienso en la inexperiencia de esos Hermanos-hormiga tan jóvenes, que al igual que yo, antenean con más pasión que sabiduría. Entonces me imagino cayendo en el poderoso olor dulzón del helado, en su mortal perfume embriagador. No cuentan con experiencia, ni con un buen guía, todas estas desgracias se suman a mis Hermanos-hormiga en el momento de lanzarse al preciado tesoro que se convierte en su pegadiza muerte. Justamente, en un helado de menta y chocolate, perdí a una docena Hermanos-hormiga. Ya hace más de treinta y dos ciclos hormiguiles.

Después de ese suceso, muchas hormigas jóvenes se aterraron, y permanecen hormigueando sin tareas fijas en el interior del hormiguero. Hace poco, un Sargento-hormiga del ala este del hormiguero, me llevó con él al mundo exterior. Quiere formar un nuevo cuerpo hormiguil de exploración. Para ello necesita de hormigas jóvenes, decididas, sin miedo y que posean «hormigueo común». Ese 3%, que según él, se hacina en tareas inútiles esperando ser descubiertas. Espera mi respuesta en menos de un ciclo hormiguil.

No se lo he contado a Papa-hormiga. Sé que se enfadará. No sé que hacer.

En ese interludio hormiguil escucho hormiguear palabras en mi espalda.

«No todas las hormigas sirven para hormiguear», es la voz de mi Abuelo-hormiga, «Pero es peor quedarse con miedo en el interior del hormiguero».

Debe ser cierto lo que comenta Abuelo-hormiga.
Trabajo como una hormiga, sufro como una hormiga, y moriré como una hormiga.
¿De qué me sirve tener tanto miedo al mundo exterior?
Quiero ser explorador.

Quiero ser el 3%.



«Todo cuento surge de la necesidad de narrar una experiencia real»
Ver aquí.


«93% imaginación, 7% realidad»

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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

lunes, 1 de febrero de 2016


Mi corazón disfuncional late a un ritmo extraño, muy distinto a como latía hace cuatro meses. Es por ese motivo que me acerco a la consulta del Doctor Magdaleno.

En el encabezado del informe médico leo las palabras del doctor:
«Corazón con latido desfasado nueve horas».

La ciencia médica asegura mi vago presentimiento. En mi casa, sentado en el sillón azul, miro entristecido la foto de la academia de Brighton. En la foto dos personas: yo, cuando el corazón aún me latía con regularidad, y al lado de mí rodeándome la cintura, ella.

Recuerdo exactamente cuando fue: Mi corazón empezó a descompasarse exactamente el seis de julio de 2015 a las 19:30 de la tarde.

Ese día, a las 19:30 de la tarde, un avión despegó del aeropuerto de Brighton con puntualidad británica. Justo a las 19:35 mi corazón comenzó a desfasarse.

A medida que el vuelo ascendía aumentaban los descompases en mi corazón.

Continúo leyendo el informe sentado en el sofá de mi casa:
«Corazón en sincronía con hora local de San Diego, EUA»

Las baterías de pruebas médicas aseveran mi asincronía desde el 17 de julio.
Lo sé, pues fue en aquel día que la hora local quedó instalada en mi corazón a causa del despegue de un avión, mi corazón ya no está anclado a mi ciudad, ni siquiera a mi país.

El informe médico acaba en una fea ambigüedad profesional fruto de la impotencia ante el desconocimiento:
«Caso sintomático de estrés. Trate de serenarse»

Mi corazón se debilita a un ritmo alarmante por este esfuerzo sobre humano, yo no noto la fatiga, pero él sí.

Sucede, no obstante, que cuando acaricio nuestra foto en Brighton, mi corazón gana una hora de sincronía.

Si bebo de la taza blanca de té, tierno regalo en aquella visita al Mark & Spencer de Londres, gano dos horas más.

Si conservo el ticket de tren entre mis manos, aquel que nos llevó por última vez juntos a la despedida del aeropuerto, gano otra hora más.

Eso es. Claro está. ¿Lo habéis comprendido? Yo también. Cada objeto en unión con su recuerdo me permite ganar latidos de sincronía.

Pero este efecto no durará mucho. Los objetos pierden fuerza con el paso del tiempo, necesitan ser recargados, y ella se encuentra muy lejos, a 9700 kilómetros.

Me pongo en contacto con ella. Pensará en la estupidez de mis argumentos. En como estos viejos europeos cargados de santerías y supersticiones se preocupan por cosas estúpidas. Pero algo más importante que mi vida, mi corazón, corre peligro. Espero que ella nos brinde su cálida ayuda.

Me responde. ¡Que sorpresa! A ella le sucede lo mismo. Pero no fue al médico.
Ella lo sabía, su innato instinto femenino la avisó.

Imaginó... hasta el punto... que la asincronía... y yo... estábamos ligados.

Pido prestado. Vendo multitud de objetos inútiles. El dinero es cruel sólo para el que no lo tiene. Reservo de inmediato vuelo a través de internet.

Agarro todos sus recuerdos, sus regalos, aquellos objetos impregnados de su energía. Le aconsejo haga lo mismo. Ganaremos tiempo.

Pero, ¿Llegaré a tiempo?

El vuelo se retrasa. Diecisiete horas tarda el avión en cruzar el gran charco atlántico, 9700 kilómetros de agua salada me abruman.

Y los objetos pierden fuerza. El vuelo aterriza. Al fin. Corro desesperado por la plataforma. ¿Por qué son tan extensos los aeropuertos internacionales? Más de un corazón ha debido quedarse en estos pasillos interminables.

Salgo de la terminal. Allí está ella, con sus gafitas, su piel morena, su pelo largo, y sus ojos «volados» de cariño. Mi corazón, e intuyo el suyo también, dan un fuerte traspiés para acompasarse.

Nos abrazamos. Beso su frente. Caen lágrimas de sus ojos.

Pero es demasiado tarde.

Los corazones han quedado descompasados para siempre.

Entonces descubro el lado alegre de la maldición del corazón descompasado: mientras estén juntos, los corazones pueden sobrevivir.

Hasta el final de nuestros días, eternamente descompasados, pero juntos.

«Solo existe el amor»


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