Érase una vez,
un duende que vivía en lo más profundo de Bosque Oscuro. Se llamaba Tsinränzon. Era un duende de baja estatura, nariz redonda, ojos saltones y en su enorme boca dos largos dientes resplandecían como sendos fanales. Llevaba siempre un sombrero de paja y vestía como un campesino de Trigo Alto. Su aspecto distaba de ser elegante a diferencia del de sus parientes de Bosque Claro. Gruñía por naturaleza aunque no era arisco con los animales que vivían en Bosque Oscuro.
Todas las mañanas surgía de entre las raíces de su endrino y tomaba una pequeña druna de color violáceo y sabor agridulce para desayunar.
Paseaba por el bosque recolectando corazones rotos. En ocasiones esta búsqueda lo llevaba a la linde del bosque, donde la vegetación se aclaraba y podía observar con detenimiento “Donde los humanos”, un lejano poblado habitado mayoritariamente por estos seres.
Bosque Oscuro era conocido entre los humanos por ser depositario de las desesperanzas de su especie. Así pues, una larga lista de humanos con carácter innoble: desterrados, desesperados, aborrecedores, suicidas, depresivos, agresivos y muchos otros, acababan sus días debajo de las oscuras ramas de Bosque Oscuro.
Tsinränzon recogía los corazones de aquellos cuerpos humanos sin vida y los depositaba en una bolsa confeccionada con piel de Moscho. Esta especie poseía la cualidad de ser muy peluda y prolífica, una vez al año mudaba toda su pelambre, con lo que no era de extrañar encontrarse por todo Bosque Oscuro cantidades ingentes de pieles de Moscho, muy útiles cabe decir todas ellas, para la fabricación de toda clase de enseres.
Un día, Tsinränzon, estaba caminando cerca del manantial de la tristeza absoluta. A los pies del manantial se formaba una pequeña charca de aguas cristalinas que desembocaba, después de un corto trecho, en el lago de la desesperación. Allí, al inicio del manantial, vio a una joven muy bonita, vestía una azulada falda larga y su cabello negro, recogido en una bella trenza, caía élegamente por su hombro. La joven lloraba desconsoladamente.
—¿Qué haces aquí muchacha? Este no es lugar para ti —carraspeó molesto Tsinränzon por la intrusión de aquella humana.
—Mi amado se ahogó en estas aguas. Pero algo en mi interior me dice que no mire en ellas.
—Haces bien en no mirar niña —gruñó Tsinränzon— si miras en dirección a su profundidad desesperarás y acabarás convertida en pequeñas gotas de agua.
La muchacha, que físicamente no era tan niña, levantó la cara del suelo.
—No puedo vivir sin mi amado, pero —tragó saliva— no quiero morir. ¿Qué debo hacer?
Tsinränzon se rascó la barba.
—Por lo pronto sígueme a mi hogar. Se acerca la noche y los Aphrapordantes salen al caer el sol. No son peligrosos para mí, pero se apoderan con facilidad del espíritu humano y lo consumen.
Tsinränzon tendió su mano callosa a la muchacha. La mirada de la joven reflejaba un claro síndrome de desolación amorosa, sin embargo Tsinränzon observó fijamente el interior de aquellas frías pupilas, y creyó ver un brillo extraño, como una determinación desconocida e impropia en aquella muchacha que no debería estar dentro de ella.
La muchacha aceptó aquella mano callosa, repleta de arrugas, y se levantó.
Pasaron la noche debajo del endrino, el hogar de Tsinraänzon. Aunque en la superficie terrestre el endrino apenas mide una decena de palmos y posee la apariencia de un arbusto de escasos metros, sus raíces son alargadas y forman cavidades gigantescas, donde duendes, gnomos, criaturas mágicas, seres oscuros o subterráneos construyen sus moradas.
La muchacha seguía cada día a Tsinränzon en su trabajo matutino. Recolectaban juntos una media de uno o dos corazones humanos al día. Un poeta de versos depresivos, una mujer embarazada y sin esposo, un rey exiliado por sus enemigos, una anciana sordomuda acusada de brujería, una pareja de adolescentes huidos en su desesperado amor, un soldado sin piernas, el antiguo embajador de Nicosan caído en desgracia, un niño huérfano de madre. No siempre los encontraban al lado del manantial de la tristeza absoluta, en ocasiones sus cuerpos sin vida descansaban en las orillas del lago de la desesperación, del pozo sin nombre o cerca de los acantilados de la depresión.
—Tsinränzon, ¿qué nos empuja a los humanos a venir a Bosque Oscuro?
—Hay muchos motivos niña —Pero no añadió nada más. Tsinränzon aún la trataba como si fuera más joven de lo que realmente era.
—Tengo dentro de mí una pena inmensa. Cada día quiero ver el fondo de esas aguas cristalinas, pero tengo miedo. ¿Cómo podría salvarme de esta sin razón?
—Podrías vivir sin corazón —argumentó Tsinränzon.
—NO —respondió con temor la muchacha— ,conozco una leyenda atroz acerca de un Rey que vivió carente de corazón, creo que se llamaba Gudú, y me estremezco cada vez que la recuerdo. Preferiría morir que vivir sin corazón.
Tsinränzon miró a un lado del camino.
—También hay otra opción.
—¿Cuál es?
—Aprender a cambiar tu envenenado corazón de amor.
La niña quedó pensativa mirando fijamente a los ojos del duende que la miraban compasivamente.
—¿Cómo puedo aprender eso? —contestó finalmente la muchacha.
—No se aprende, ni se enseña, tampoco está escrito en ningún libro, ni existe ningún Maestro de tal arte. Debes tan solo desearlo, quererlo, solo entonces destruirás tu corazón envenenado. El resto será cosa tuya.
La muchacha quedó pensativa.
Pasaron los días, las semanas, los meses, las estaciones, y tres ciclos completos de cada uno de ellos. La muchacha había crecido aún más.
Un día la muchacha sorprendió a Tsinränzon con una curiosa pregunta.
—Tsinränzon, ¿qué haces con los corazones destrozados que encontramos?
—Niña —insistía Tsinränzon con este tratamiento hacia la muchacha, a pesar de todo lo que impedía dicho tratamiento— ,sí de mí dependiera te lo diría —gruñó— .Pero una maldición me impide contarte nada acerca de ello. Y mejor sería para ti el no llegar a saberlo nunca.
Y así pasaron nuevamente tres ciclos, con sus tres estaciones, sus tres meses, sus tres semanas y sus tres días.
Y una buena noche, la muchacha, desapareció.
Tsinränzon buscó a la muchacha por todo Bosque Oscuro. Cerca del lago de la desesperación, del pozo sin nombre y de los acantilados de la depresión. Después de un par de días abandonó la infructuosa búsqueda. Saboreó una druna de su endrino, rememoró aquel tiempo con la muchacha y siguió con su quehacer diario recolectando corazones rotos.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia