domingo, 29 de diciembre de 2019

«Si la muerte no fuera inevitable, el hombre habría perdido su vida entera. No habría arriesgado, ni intentado, ni emprendido, ni inventado, ni construido nada. La vida habría sido una perpetua convalecencia»

Capítulo II. ¿Quién?

El interior de los párpados le rascaba, como si tuviera arenilla dentro de los ojos y el más superfluo movimiento ocular le produjera dolor en la negrura que la envolvía. Miles de pequeñas heridas reproducían en su cuerpo un molesto escozor y, aunque no llegaba al punto de clasificarse como doloroso, era realmente hiriente, sobre todo si tenía en cuenta que cada nimio movimiento aumentaba diminutas torturas dérmicas repartidas por su piel en contacto con: ¿en contacto con qué? ¿Qué la rozaba? Estaba desnuda debajo de donde estuviera, pues notaba su piel contra una textura cálida, pero tenía miedo de levantar los párpados y verse rodeada de monstruos invisibles que la esperaban para seguir rasgando su cuerpo, pero no podía quedarse así para siempre. Y los abrió.

La claridad le molestó y un parpadeo involuntario la dejó sumida en las tinieblas por un breve instante. Lo primero que la sorprendió fueron unos travesaños de madera, dispuestos en paralelo, recorriendo el techo, su color marrón oscuro resaltaba contra la blancura de la pared. Una lampara pendía de uno de ellos, forjada con orfebrería oscura la araña portaba en cada una de sus siete extremidades una vela, pero estaban apagadas, ¿entonces de dónde venía tanta luz? Se miró hacia donde debía tener los pies, pero no se los vio, estaba tapada con una gruesa colcha hasta el cuello y solo intuyó su presencia por el montículo del dedo gordo, estiró las piernas y ese acto la llevó a dos descubrimientos: uno, la cama era suficientemente alargada para dar cabida a su largo cuerpo, eso le hizo sonreír, pero no duró mucho su sonrisa porque seguidamente; dos, la sonrisa se fulminó al instante cuando un dolor muy agudo le recorrió las extremidades que había movido. Cada movimiento, por pequeño que fuese, se convertía en un suplicio y la ropa de cama, tan pesada y opresiva, la hubiera reconfortado si el roce con sus heridas se lo hubiera permitido. Respiró y decidió no moverse más que lo necesario. ¿De dónde provenía la claridad? Más allá del pie de cama había un armario empotrado contra el fondo de la habitación y a su derecha, también al final del cuarto, una maciza puerta de madera que custodiaba el habitáculo. No, de allí no venía la luz. Solo quedaba un único lugar. Torció el cuello, sin moverse mucho para no reproducir más escozores en su cuerpo, y, con la posición medio ladeada, observó a su izquierda una silla y un ventanal bastante grande. Encima de la silla reposaba su pantalón con tirantes, su camisa y su ropa interior, ¡qué vergüenza!, bien doblados y con visos de una limpieza profunda, así que alguien la había desvestido y la había dejado en la cama. El pudor quisó que desviase sus pensamientos y desvió la atención de nuevo hacia el gran ventanal rectangular origen de la claridad, separado en dos partes, donde cada parte la atravesaba un madero en forma de cruz que separaba a su vez cuatro cristales; al lado del ventanal, anclado en la pared, un calendario de papel. Un pequeño clavo sujetaba el objeto y evitaba que cayera contra el suelo. En su margen superior un número XII y debajo una simétrica parrilla repleta de pequeñas celdas, una de ellas, la que contenía el número 19, estaba señalada con una marca roja de trazo muy tembloroso y dentro contenía la palabra Narratividad.

La luz del exterior fluctuó, la intensidad se desvanecía, miró a lo lejos, a través de los protectores cristales y creyó ver pequeños puntos caer desde el cielo: ¿lluvia? Pero no parecía lluvia, lo que se supone debían ser gotas se asemejaban a pequeñas letras que caían del cielo a la tierra: l, l, u, w, a, g, r, t, e, r, u, a, a, a, i, n, v, i, a. Incluso las podía leer si las seguía con la mirada en su caída. Recordaban a la lluvia, pero no sabía si podía considerarse como tal. En ese momento de contemplación, la puerta de la habitación se abrió, lo curioso es que una puerta con apariencia tan pesada prometía un chirrido de goznes bastante agudo, pero no fue así, la puerta se deslizó en sigilo y una mano gris, con solo un dedo pulgar y una falange alargada y flexible, fue lo primero que vio apoyada en el marco de la puerta. La mano dio paso al resto del cuerpo y un ser más bien bajito, vestido con sombrero, gabardina y pantalones blancos, entró en la habitación. Al darse la vuelta para observarla, ella pudo comprobar ciertos rasgos conocidos en su rostro, o mejor dicho, la carencia de rasgos faciales es lo que le resultaba familiar, es decir, la similitud en el rostro del pequeño ser con aquel otro homónimo, el de su malhumorado benefactor, el ser corpulento vestido de negro que se había encontrado cerca del río y, que al igual que a su anfitrión, le faltaban orejas, ojos, cejas y enseres faciales tan básicos como boca y nariz, de ello dedujo proximidad entre ellos, sino parentesco. El pequeño ser levantó las manos y se ajustó su sombrero sobre la cabeza, entre tanta blancor el movimiento destacó la cinta azul en la base del sombrero y los botones verdes que cerraban la gabardina, un brillo rojizo le llamó la atención en los pies y se fijó en los brillantes zapatos rojos. Él se acercó a los pies de la cama y la rodeó hasta llegar a la altura de la cabecera.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 22 de diciembre de 2019

«Es casi imposible llevar la antorcha de la verdad a través de una multitud sin chamuscarle la barba a alguien»

«!Je, je, je!, ¡no, no, no!», fue lo único que escuchó. Las risas surgieron inarticuladas de vida, faltas de sentimientos, una vibración carente del más puro sentido animístico; tras ella, la triple negación imitó el mismo modo sin ninguna clase de aporte sentimental, era un simple «no», y era esa frialdad la que la dotaba de una peligrosidad desconocida.
La claridad de las estrellas no llegaba hasta ella, el tupido manto de ramas impedía cualquier entrada y a medida que sus pasos la introdujeron poco a poco en el interior del bosque, cuando se giró, ya no vio la senda, ni el cartel, ni mucho menos el río. Un frío susurro la azotó:

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suerte, muerte».

Escuchaba las desnaturalizadas palabras danzando a su alrededor y, aunque llevaba bien abotonado el abrigo, un frío intenso se apoderó de ella.

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suerte, muerte».

Se coreaban, repetían y amplificaban en un eco sordo, del frío pasó al helor, el más mínimo roce acústico le producía pequeños cortes en la piel, desgarros finos y alargados. En la cara un alargado hilillo de sangre le recorría la mejilla.

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suerte, muerte».

En la frente un nuevo corte delgado y más sangre. Se llevó las manos a los oídos, cerró los ojos, bajó la cabeza por miedo a que le hirieran en el cuello y se ovilló en la tierra. Le costaba respirar.

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suerte, muerte».

La impropiedad de aquellos sonidos impuros desgarraba con nuevos cortes su abrigo y por las hendiduras entraba el frío y el helor. Un antiguo y gélido dolor penetró hasta sus entrañas e ingresó en partes íntimas de su cuerpo. Poco a poco, envuelta en un dolor indescriptible, arrodillada y exhausta como estaba en la tierra, un mareo se apoderó de ella...

«Auxilio, caracoles, cuidado, cielos, demonios, hombre, diablos, mujer, gracias, salud, suer...», pero el desgarrador canon no finalizó. Una última visión, un tanto difusa, le mostró una sombra ataviada con una chaqueta negra, una figura corpulenta familiar apareció de entre el ramaje con una antorcha en la mano y gritando:
—¡Putas palabras! ¡Fuera de aquí bastardas! —El corpulento ser atizaba el aire con la antorcha y la llama hendía el espeso aire, golpeando la incorporeidad que chillaba y se debatía—. Y algunos imbéciles dicen que las palabras no hieren. ¡Fuera he dicho! ¡Parodias del lenguaje! ¡Fuera!
Pero la visión de aquella etérea batalla fue su último esfuerzo, los ojos se le cerraron y la oscuridad se apoderó de ella.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


jueves, 19 de diciembre de 2019





«Noveno cumpleblog»




Como cada diecinueve de diciembre este tranquilo lugar celebra su cumpleblog, en esta ocasión, nueve años.

Es un gusto estar aquí con vosotros, rescatar cada semana historias del contigüüüm y esbozar, aunque solo sea un poco, a UTLA, al quisquilloso NUTLA, a la pizpireta Feli, al misterioso Ignatius e incluso, ¿por qué no?, un poco a mí.

Tanto tiempo, nueve años, repletos de aquiescencia se merecen una gran celebración, así que os deseo a todos:

¡Feliz Narratividad, Estimados!

S. Bonavida Ponce


*Gracias a Rita por la imagen en blanco y negro de UTLA, NUTLA y Feli. ^_^

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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 15 de diciembre de 2019

«"Borocotó, borocotó, chas, chas".
Onomatopeya del sonido del tamboril»

Capítulo I. Cuarto.

El murmullo del río la acompañaba con esa calma que aporta la corriente, una tranquila melodía de fondo para sus pensamientos, un runrún que la llevaba una y otra vez a desovillar el recuerdo del anterior encuentro con el ser corpulento, sin rostro y con verdadera, o fingida, animadversión hacia ella, pues eso sentía ella que, a pesar de ese último detalle, la animadversión del ser, ella le negaba dicha atribución, pues en su interior se sentía próxima al desconocido; por eso daba vueltas, sin prestar demasiada atención a su alrededor, e intentaba sin éxito desmadejar las caóticas sensaciones que se acumulaban en su mente, en un intento aparentemente estéril de resolver aquella antinomia. El deambular sin rumbo fijo le inducía a las más diversas divagaciones, y aquellos paseos mentales no siempre acababan en sendas bien construidas, sino más bien en tramos maltrechos de barro y fango, caminos sin salida de los que tenía que retroceder asustada ante el desconocimiento a sus propias preguntas: «¿cómo me llamo? ¿qué hago aquí? ¿dónde estoy? ¿qué sentido tiene todo esto?». En ese estado de confusión avanzaba por la linde del río, siguiendo el camino de los tusilagos y con menos frío gracias al regalo del mullido abrigo. Al girar un recoveco apareció un cartel bajito. La señal bifurcaba el camino y a la izquierda se extendía una vereda que se adentraba en el interior de un bosque frondoso. Debido a su altura tuvo que acuclillarse para leer la indicación:

«Bosque Onomatopéyico
(cuidado con las interjecciones)»

¿Onomatopéyico? Desconocía esa palabra y la frase tachada debajo del cartel, además de dificultar la lectura, tampoco le aportaba ninguna información conocida. El río continuaba con su eterno murmullo, pero ella ya no escuchaba el runrún del seguro guía y el camino de tusilagos se desvaneció por completo cuando una orquesta de sonidos estridentes acudió hasta ella desde el bosque: «¡Chin-chín!, ¡naino, naino, na!, ¡tolón, tolón!, ¡tarará, tarará!, ¡tururú!, ¡ratatanplán!, ¡tic-tac tic-tac!». Al estrepitoso concierto en Onomatopeya Mayor le siguió un desconcierto de voces, una extraña mezcolanza de sonoras referencias animalísticas: «¡Guau, guau!, ¡miau, miau!, ¡pío, pío, pío!, ¡quiquiriquí!, ¡muuu, muu, mu!, ¡zzzzz,zzzzz,zzzz!, ¡oink, oink!, ¡cuak, cuak!, ¡grrrrr!» y una última que la alteró mucho:
«orororraaarshhhuuufffmohhhh».

No sabía el porqué de su alteración pues ninguno de aquellos sonidos representaba nada para ella. Mientras la algarabía restante se silenciaba, escuchó una última palabra proveniente del interior de aquel mar de ramas, arbustos y árboles, una palabra que sí la aturdió, un grito desesperado en búsqueda de unos oídos donde anclarse: «¡Auxilio!». La gravedad del desesperado vocablo la traspasó y sin atender a las últimas palabras que le refiriera el corpulento ser vestido de negro, «sobre todo no te desvíes», torció por el camino señalizado por el cartelito, se dirigió a toda prisa a la vereda, entró en el interior del frondoso bosque, plagado de árboles oscuros que tapaban la necesaria claridad nocturna, y preguntó:
—¿quién eres? ¿necesitas ayuda? ¿dónde estás?



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lunes, 9 de diciembre de 2019

«[...] Y comprendió que al final —cuando todo lo demás es polvo— la lealtad a los seres amados es lo único que podemos llevarnos a la tumba. La fe —la verdadera fe— consistía en confiar en ese amor».

OFICINA DE CONSENSO FAMILIAR. La tipología de la letra, mayúscula, enérgica, sin formas redondeadas y de un parco estilo, casi militar, anunciaba la entrada al edificio gubernamental erigido en medio de la ciudad. Un trasiego considerable de personas entraba y salía por los lados de la doble puerta, el lado izquierdo para entrar, el lado derecho para salir. Padres y madres disputando la custodia de sus hijos, ancianos reclamando el derecho a una muerte digna o casos de divorcio como el de Greta.
Justo, ella, encabezaba una de las múltiples colas, no muy extensa en personas, que esperaban de pie delante de unas puertas con número. Greta examinaba las formas cuadradas del cinco que pendía encima del marco de la puerta y, mientras ojeaba con distraída atención la cuadratura de la panza del número, bamboleaba de un lado a otro un pequeño ticket que sostenía en la mano. El papel contenía un largo código de donde solo se deducían las últimas letras, la inicial de su nombre y apellido.
Por suerte la burocracia había avanzado mucho en los últimos años; cualquier ciudadano entraba en el espacio virtual, solicitaba un día y una hora, y acto seguido se le proporcionaban un código numérico para asistir al edificio de consenso familiar, la lentitud burocrática era cosa del pasado; a pesar del adelanto ello no le impedía martillear ansiosa con el tacón el suelo de forma rítmica, como si fuera el pedal de una batería de un grupo de rock.
«OCF-III-5-201912081006-GG» una imagen flotante delante de su cola, unida a una locución automática de una cálida voz de mujer, anunció su referencia y, por lo tanto, su turno de visita. Avanzó hasta una puerta blanca que se abrió automática al detectar su cuerpo, dentro del cubículo se encontró el típico despacho burocrático: aséptico de adornos, impolutas paredes blancas y una única mesa de tablero traslúcido. Detrás del ínfimo escritorio un funcionario robótico, un modelo de piel sintética que recreaba a la perfección gestos, voz y movimientos humanos, la miraba parapetado detrás de la mesa y una sofisticada pantalla flotante delante del rostro.
—Siéntate, ciudadana —El funcionario le señaló la silla enfrente de la mesa y Greta tomó asiento—. Veo que has solicitado un divorcio.
—Sí.
El funcionario tecleó en la superficie de la mesa, la yema de cada dedo golpeaba la superficie de un teclado dibujado con un imperceptible haz laser que surgía a apenas escasos milímetros debajo del hule sintético, tap tap tap, el tecleo frenético y silencioso del robot le llevó hasta el dossier de Greta.
—Y este es tu cuarto divorcio.
Ella asintió.
—¿Has traído los requisitos de conformidad de las anteriores parejas?
Tragó saliva antes de acudir a su bolso y extraer dos papeles rosa que extendió sobre la mesa en dirección al funcionario, este arqueó una ceja, estiró una de las manos y acercó para sí ambos papeles. Con el mentón erguido y la cabeza levemente ladeada ojeó los datos de los rosáceos papeles administrativos.
—¿Solo dos?
—Mi primer marido está en coma en el hospital y el segundo se niega a darme una aprobación satisfactoria.
—Comprendo...
De nuevo el funcionario se lanzó a una misteriosa búsqueda, tan silenciosa como la primera sobre el hule virtual que conformaba el teclado virtual. La parte posterior de la pantalla flotante no era traslúcida, por lo que Greta no podía examinar las acciones que el funcionario llevaba a cabo. Mientras el funcionario tecleaba, ella no se movía, observaba con mirada felina el tamboril movimiento de las falanges del robot sentado enfrente de ella. La pantalla flotante lanzó un breve flash, como si el funcionario hubiera accedido a otra sección y, de nuevo, la oscuridad se adueñó de la pantalla.
—La normativa acerca del divorcio te obliga a traer, al menos, dos terceras partes de acuerdos de exparejas para continuar con el proceso. Siendo esta tu cuarta solicitud de divorcio deberías tener tres confirmaciones.
—En precusatorios me dijeron que cuando son cuatro divorcios con dos requisitos de conformidad basta.
—Sí, dos es suficiente cuando son cuatro, pero sin contar a la disoluta pareja actual. Y esta conformidad —El funcionario robótico señaló con su alargado dedo índice uno de los papeles rosados encima de la mesa— es tu contrayente actual.
Greta frunció el entrecejo. Las dos papeletas sobre la mesa contenían la firma de su tercer marido y la de su pareja actual de la que se quería separar.
—Comprende que —continuó el funcionario— tu pareja actual podría tener el mismo interés intrínseco para una rápida conformidad y, aunque su firma es obligatoria, no cuenta para el número de firmas válidas para la separación.
—Pero mi exmarido en coma no cuenta, por lo que dos firmas superan el cincuenta por ciento, según la ley goodism de...
—Por favor, por favor. —El funcionario la interrumpió sin alzar la voz, apenas un leve pestañeo traspasó su pétreo rostro—. Esa ley no aplica en este caso.
—Pero tengo a un marido en coma.
—La ley goodism solo actúa en caso de que todas las disolutas parejas anteriores hayan fallecido o estén bajo inhabilitación psíquica. Circunstancia que no te aplica. Si deseas continuar con el divorcio tienes tres meses de plazo para conseguir la aprobación de tu segundo marido. —Dicho eso, el funcionario cruzó los dedos de las manos y se la quedó mirando fijamente—. ¡Si te puedo ayudar en algo más!
—¿No puedo reclamar una exención extraordinaria? En precusatorios me informaron que había casos en los que se concedía.
—No es así, ni se aplica en este caso, como ya te he dicho. Vuelve cuando consigas el requisito de conformidad firmado por tu segundo marido. ¿Si puedo ayudarte en algo más?
Greta no abrió la boca, recogió con tranquilidad sus requisitos de conformidad, se despidió silenciosa con una ligera inclinación de la cabeza y, una vez levantada y al girar sobre sí, la puerta detectó de nuevo su cuerpo y se abrió para permitirla abandonar la estancia. 



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domingo, 1 de diciembre de 2019

«No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente»

Capítulo I. Tercero.

Cruzó los brazos por delante del pecho e intentó, con aquel abrazo a sí misma, darse calor. Un viejo truco aprendido en la infancia para sacudirse el frío nocturno que se apelmazaba en torno de su cuerpo. La prenda, una fina camisa unida por tirantes a su pantalón, no poseía el suficiente grosor para paliar la notable bajada de la temperatura. El camino bordeaba un río donde, en la linde, a ambos lados, crecía imparable el tusilago y, aunque el verdor de la creciente planta se veía oscurecido por la negritud de la noche, se intuía su viveza gracias al resplandor lunar y los destellos de la espuma en el riachuelo, luminosidad que se extendía por la improvisada plantación durante todo el vaivén sinuoso del caudal. Mientras, el murmullo de la huidiza corriente la acompañaba en aquella caminata cada vez más gélida e inexplicable.
—¡Eh, tú, blanquita!
La voz, un eco grave surgido de una garganta abisal, venía desde lo alto de un ribazo, un montículo de piedras un tanto alejado del camino. Levantó el rostro siguiendo el origen de las palabras, estas surgían desde un extraño ser vestido con gabardina negra y bastante corpulento, y cuál no sería su sorpresa al percatarse de lo más extravagante de su interlocutor: ¿no tenía cara? Se fijó mejor. Un rostro sin boca, labios, pero le había escuchado, las palabras habían acudido a ella desde él. Se quedó quieta, en medio del camino entre el ribazo y el río, sin dar un paso ni atrás ni adelante, inmóvil, hipnotizada por la carencia de algo que se supone debería estar ahí y no estaba.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —insistió el corpulento ser.
Lo miraba y, cuánto más lo hacía, una atrayente sensación de irrealidad se apoderaba de ella, ¿qué hacía allí?, ¿dónde estaba?, ¿quién era ese personaje surgido en mitad de la noche? Y lo más importante... Detuvo sus pensamientos al fijarse en un elemento de atrezo muy importante, ¿qué sostenía el ser sin rostro en la mano? Una extremidad ancha, conformada por una gran palma y un único dedo pulgar, agarraba cuál tenaza una chaqueta mullida bastante larga.
—Venga, boba, ¿acaso te gusta pasar frío? Acércate y ponte esto.
La familiaridad en su voz, el violento discurso despreocupado de sus palabras, ¿la había llamado boba?, le hicieron acercarse hasta él con cejo fruncido, mirada desconfiada y cejas arqueadas.
—¿qué es eso de boba? ¿qué te has pensado? aquí el único bobo eres tú. —Había reducido la distancia entre ambos.
Ante su llegada el ser sin rostro movió con brusquedad la mano y, con fuerza, lanzó en un ángulo muy elevado la chaqueta, la prenda describió un exagerado arco de vuelo hasta ella, por un instante fugaz pensó en dejar a la prenda continuar su vuelo, permitirle cruzar el aire en un disconforme y vengativo gesto de desprecio, no levantar siquiera la mano para agarrarla, pero el frío pudo más que la aversión de las palabras y la agarró al vuelo.
—¡Eres insufrible! A ver si mayusculeas correctamente tus frases. Hablando siempre en minúsculas, ¿te crees que así eres graciosa? Blanquita, no te hicieron más boba por falta de imaginación.
Mientras pasaba un brazo por el hueco de la manga de la chaqueta, las palabras la abofeteaban con una ignorancia desconocida, no entendía ni la mitad de lo que su enfadoso interlocutor había dicho, ni tampoco entendía el porqué de la animadversión hacia ella. Tampoco tuvo tiempo para preguntar, de un brinco el ser desapareció tras el ribazo. Sorprendida por la repentina desaparición se acabó de abotonar la chaqueta y, para cuando se acercó al murete, se puso de puntillas y espió por encima de las piedras, no vio a nadie al otro lado, un campo de espigas altas escondía la huida del personaje. Al menos, el calorcito de la prenda que la envolvía empezaba a surgir efecto, ya no tiritaba, miró al suelo y decidió continuar las pisadas en el suelo.



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domingo, 24 de noviembre de 2019

«La encrucijada en la que el camino elegido fue el erróneo».



Capítulo I. Segundo.

Despertó estirada en medio de un cruce de caminos y con la vista desenfocada, apenas sí veía su propio cuerpo. Se llevó los dedos, finos como espigas, y trazó un círculo en la sien para rebajar el dolor, una molestia que, en conjunción con el mareo, le impedía fijar la mirada en dirección al indicador, una señal de madera con siete flechas que señalaba distintas direcciones. Parpadeó un par de veces sin dejar de masajearse y quizá fuera la acción de pestañear o el simple transcurrir del tiempo, o un efecto conjunto de ambas acciones lo que surgió el efecto sanador. La vista se le enfocó y la sensación de vorágine mental remitió, se fijó en la señal que tenía delante, un poste espigado, largo tal como ella, donde tallado en la punta de cada flecha un dialecto anunciaba la información que cabría esperar en una señal informativa plantada en medio de una encrucijada; sin embargo, no sabía leer las grafías, pero por otro lado y de algún extraño modo que desconocía, si las sabía interpretar. Ajena a su propio analfabetismo, pero hipnotizada en el inexplicable entendimiento, su enfrascamiento lector en conjunción con la creciente curiosidad la condujo a susurrar:
—Norte, Sur, Este, Oeste...
Y ahí se acabó la retahíla, no sabía descifrar el resto de glifos que contenían las otras puntas de flecha: la que señalaba hacia el cielo; tampoco la que, en sentido contrario, señalaba hacia el suelo; ni la misteriosa séptima flecha. Aunque las contaba una y otra vez, y estaba convencida de su buena suma, la número siete permanecía etérea, escurridiza a la mirada, no podría definirla como invisible, pues sabía estaba ahí, más bien era como esas imágenes espectrales que se aprecian al mirar de soslayo pero que, al mirarlas directamente, desaparecen por completo.
Al levantarse observó en rededor los cuatro caminos que partían desde el mismo punto en direcciones yuxtapuestas: norte, sur, este, oeste y quién sabía a que otros lugares si se atañía a la falta de información de las flechas restantes.
Alguna nube debió reubicarse en la bóveda celeste del invisible cielo nocturno pues un rayo de luna restañó su pelo blanco e iluminó una figura finamente labrada en el suelo. Una forma no presente en la naturaleza que descansaba al pie de la señal, un dodecaedro en cuyas caras flotaba una palabra, repetida doce veces, una por cara, y de igual índole que las grafías talladas en la señal; glifos imposibles de leer pero de cognoscible lectura: Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat y Ragahat.

También podía leer la cara apoyada en el suelo pues el material traslúcido del dodecaedro le permitía leer, desde cualquier ángulo, las otras muchas caras. A pesar del entendimiento de la palabra, esta, no le decía nada. Se encogió de hombros, alzó la vista al cielo, oscuro, tenebroso, y en él, un inmenso círculo perfecto, como el ojo de una titánica cerradura circular, daba paso a una miríada de estrellas lejanas. Escrutó la lejanía distante en cada uno de los caminos y soltó un bufido desesperado, como la persona que, ante una difícil elección, no quiere escoger. Una risita se le escapó al posar la vista en el suelo y descubrir, con la recién adquirida luminosidad lunar, unas pisadas en la tierra dirección Norte. Pisadas que siguió sin más demora.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 17 de noviembre de 2019

«El próximo mes este tranquilo lugar cumplirá diez años. Periodo más que extenso en el que he tenido la oportunidad de conocer a UTLA, al quisquilloso NUTLA, a la pizpireta Feli y al misterioso Ignatius. Tanto tiempo, diez años, y aún no he hablado nada acerca de ellos. Creo que ya es tiempo de subsanar ese silencio cometido contra mis amigos y me ponga a narrar su historia, fuera la que esta fuera...».

Capítulo I. Primero


En medio de la encrucijada se encontraba un ser de pequeña estatura y piel grisácea que encaraba el rostro hacia la señal con sietes flechas. No miraba, ni oteaba, ni observaba. No podía, y no podía ser de otro modo, pues la superficie facial carecía de ojos, cejas, nariz, orejas, boca o ninguno de los atributos esperados en un rostro, al menos, uno humano. Semejante aridez, desprovista de un sello particular que rellenase la parafernalia de la cara, lo alejaba de un canon similar al de ninguna otra especie. Desde su corta estatura inclinaba el cuello con detenida atención en un ángulo del rostro que, de haber tenido ojos, preguntaba al poste indicador, en concreto, al de la séptima flecha, la más altiva en aquella señal, donde su punta señalaba hacia arriba, por encima de las nubes y más allá de las rocas flotantes que surcaban el inmenso cielo azul.
«Seguidme».


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 3 de noviembre de 2019

«Si fuese posible crear un robot capaz de ser funcionario civil, creo que haríamos un gran bien, ya que las Leyes de la Robótica le impedirían dañar a un ser humano, lo incapacitarían para la tiranía, la corrupción, la estupidez, el prejuicio»

Parte VII

Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba de Josep María de Segarra
Locomoción: Humana


Durante la noche anterior, sentados en el sofá, confeccionábamos la lista de personalidades enterradas en Montjuic: poetas, novelistas, dramaturgos, personajes importantes relacionados con el arte. Mientras reíamos entusiasmados por los nombres que incrementaban la lista en el papel, creímos, ingenuos de nosotros, que nos daría tiempo a visitarlos a todos ellos, pero nos equivocamos.

En cada peregrinaje entre tumba y tumba se escapaba un tiempo precioso, a él teníamos que sumar la toma fotográfica y, como no, el cansancio acumulado. En pleno julio el astro rey, en su posición cenital, nos abrasaba con toda su intensidad y, al menos para mí, un ser(gio) más cercano a los yetis del himalaya que a los lagartos del desierto, arrastraba los pies con dificultad ahorrando fuerzas para completar la visita. La palabra exánime acudía a mí con cada nuevo paso. Al girar la cabeza para preocuparme por Montse, crucé la mirada con ella, vi su frente bañada en sudor; la mía debía encontrase igual, lo supuse después de pasar el dorso de la mano y expulsar de mi frente el pegajoso líquido. Íbamos tan empapados en nuestras propias gotas que ya no pertenecíamos al género de la especie humana, nos habíamos convertido en la especie Sudorantes Gotas Neandertalis. Humedecí mi garganta seca tragando saliva y, sin dejar de mirar a Montse, me llevé la mano a la boca, cerré el puño y estiré el pulgar y el meñique, emulando la figura de un botijo, ella sonrió y asintió. Desplegamos el mapa en busca de la ansiada fuente, en el cuadrante en el que nos encontrábamos había una tumba marcada, la última de aquella zona rectangular. Nos miramos con ojos cansados y, sin mediar palabra, como si fuéramos un matrimonio de muchos años, asentimos: «Esta es la última». Le guiñé el ojo y sacudí la cabeza en un gesto entre aquiescente y apremiante, ella apretó los labios enfurruñados en un intento de parar la sonrisa que nacía en ellos, un gesto muy suyo, muy nuestro, un lenguaje corporal montsístico-sergístico nacido de la complicidad entrambos, uno de los mejores movimientos que puedo ver en ella, ese gesto cómplice que, en un único instante, transmite lo mismo que una sarta exagerada de esas palabras que tanto amamos. 

La fuente de la esquina nos aplacó la sed a costa de absorber parte del sabor metalizado de su agua. Detrás de ella, y tras pocos pasos, apareció ante nosotros la tumba del poeta Josep María de Segarra. No era para nada sorprendente y me extrañé al mirarla, sobre todo porque no encontré el cartelito oficial por lado alguno. Quizá erré el camino, pero la posición triangular de calle, número y fuente coincidía y hasta el momento esa triangulación inequívoca no había fallado. En aquel rincón del cementerio se apelmazaban muchas tumbas adosadas las unas contra las otras, ¿quizá era otro Segarra eclipsando al verdadero? La falta del dichoso cartelito informativo me ofuscaba un poco, la duda sobre si el lugar era el marcado en el mapa me carcomía estúpidamente, pero ante el rugiente hambre de mi estómago, el sol y el cansancio, dimos por bueno el hallazgo. Lo sentimos señor de Segarra, es lo malo de ser el último, la atención disminuye y las prioridades cambian.

De regreso al aparcamiento, pasamos de nuevo por un montón de lugares que ya habíamos visitado, la frescura de la sorpresa inicial había desaparecido, pero reencontrarnos con los esculturas y panteones que habíamos visitado horas atrás seguía siendo igual de hermoso. En esa vuelta, calmados ante el inminente descanso y la opípara comida, apreciamos nuevas tumbas que nos llamaron la atención. Una de ellas, una auténtica casa para muertos excavada en la roca se adentraba en las profundidades de la tierra mientras que en el techo había pintado con vívidos colores un mural espectacular con ángeles, querubines y un cielo azulado. En ese regreso, la escultura de una mano gigante nos quiso dar una hostia en el sentido más eclesiástico del término. 

Llegamos donde Peu, su azul metalizado sobresalía entre la sobriedad del resto de vehículos estacionados e inmediatamente nos introdujimos en su interior. Sentados y con el cinturón ajustado, le propuse a Montse ir a comer a un restaurante japonés que hacía años visité cuando trabajaba por la zona. En mis recuerdos el restaurante tenía una barra giratoria central por donde los platos con alimentos se transportaban en un vaivén infinito. Encendí el motor, cruzamos alguna avenida y giramos por un par de calle, apenas diez minutos nos separaban de nuestra comida. 

A pesar de que el restaurante japonés se encontraba en el extrarradio de Barcelona, no por ello resultaba fácil aparcar por la zona, y el tiempo en buscar aparcamiento superó al de la movilidad, aunque por suerte este no fue muy extenso y Peu se quedó bastante cerca del restaurante. La entrada al local no había variado nada desde mi última visita, abrí la puerta y dejé que Montse entrara, después la seguí. El lugar era demasiado idéntico a mis recuerdos, quiero decir que uno se espera ciertos cambios en un lugar después de tanto tiempo. La tela de los cuadros anclados a las paredes, idénticos a la de mis recuerdos, presentaban un sospechoso color amarillento, las mesas en igual disposición aunque un poco más desvencijadas, ídem con las sillas y la sempiterna barra giratoria central que transportaba los platitos de sushi y otras delicias. La inmutabilidad del local no me dio la sensación de que el negocio hubiera prosperado. En defensa de la comida diré que estaba bastante rica, pero al llegar tan tarde (casi eras las 15:00) apenas había sushi y comimos lo que pudimos; en el fondo poco importaba, queríamos saciarnos y descansar un poco.

Restaba el viaje de vuelta y, llegados a este punto de la historia, anticiparé que la única nota desafinada de la aventura la emitió mi viejo y fiel Peu durante el regreso de vuelta al hogar. Pasado El Vendrell me acordé de Guimerà, los carteles informativos anclados en la carretera nacional indicaban la distancia a nuestra población, apenas dieciocho kilómetros nos separaban de casa. La aguja de Peu que, como ya comenté, poseía cierta tendencia alcista, se mostraba más atrevida de lo normal. La manecilla de la temperatura se situaba entre la última línea blanca y la primera línea roja. Cada vez que la miraba ascendía un poco, impelida por alguna clase de fuerza mental indeseable, en dirección a la nada tranquilizadora zona roja. Hipnotizado como estaba por el maldito indicador, en una rotonda del camino, equivoqué el desvío de vuelta a casa y me metí en la autopista, sin posibilidad de dar media vuelta. «Maldita sea». Tardaríamos treinta kilómetros en dar la vuelta. Peu, al límite de sus fuerzas, no podía más, lanzó un exabrupto mecánico y la aguja de la temperatura rebasó la zona prohibida. Al acto saltó un indicador lumínico con letras rojas en el pequeño panel frontal:

«Temp. Radiador Elevada.
Detenga el vehículo»

Las letras bien alarmantes tensionaron nuestros nervios. Mi leal Peu estaba en las últimas. El intento de llevar al coche más allá de los límites razonables de su existencia no nos había llevado a una buena situación.

Me da pena pensar en él, en mi viejo vehículo, con casi veinte años a mi lado. Muchas personas no tienen ningún apego por los objetos físicos, pero yo no pertenezco a esa clase de gente, siento gran ternura por la materia física, se componga de los materiales que se componga. Me dio pena cuando se rompió aquel bolígrafo que me regaló mi abuelo con siete años, o la bicicleta que estrené con diez años, conservo algunas cartas y objetos antiguos. Les tengo cariño, a pesar de que sé que son simples objetos y que, según nos dicen y nos repiten, no se le debe tener apego a las cosas materiales, pero por más que lo intento esa insensibilidad a lo material no se adueña de mí. Pienso en la fidelidad de Peu a lo largo de todos estos años, pienso en su vejez, veinte años de leal servicio, pero, que al igual que un anciano, clama pasar sus últimos días con viajes tranquilos. Este sufrimiento en pleno mes de julio al que le obligué al acompañarnos a Montjuic fue excesivo para su viejo corazón de metal.


Detuvimos a Peu a la sombra de un pino, entre parada y parada tuvimos que esperar media hora, pues el pobre motor de Peu se volvía a calentar a los pocos minutos, y un viaje de una hora se convirtió en una odisea de tres. Habíamos llevado al bueno de Peu al borde de la extenuación, quizá hubiera sido hora de dejarle descansar, pero viviendo en un pueblo no se puede prescindir de vehículo propio y tampoco teníamos dinero para comprar uno nuevo, así que decidimos que aquel sería el último viaje largo que haríamos con Peu que, tal anciano, debía ser tratado con más atenciones. Viajes cortos y tranquilos, y muchos días de asueto para su desgastada fisonomía metálica. Al llegar finalmente a casa, Montse y yo acordamos que para los próximos viajes largos combinaríamos trenes, autobuses y locomoción humana (piernas). Peu merecía un descanso, por su tranquilidad y nuestra seguridad. Le agradezco a Peu, con sincero cariño, sus años de lealtad.


P.D.: Aquí acaba por el momento la narración al cementerio de Montjuic en forma de esta necroresueña y esquelario tan particulares. Agradezco muchísimo a UTLA me brindara este espacio para poder narrar las aventuras de Montse y mías en pos de la cultura escondida en nuestros queridos camposantos. Agradecimientos afectuosos a mi compañera de viaje por hacer de ello una aventura inolvidable. Y gracias a vosotros por leerme hasta aquí.


Las necroresueñas y esquelarios continuarán... 📚🕀


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 27 de octubre de 2019

«Como marioneta dirigida por manos inexpertas, camina calle abajo dando traspiés, se le doblan las rodillas, recupera el equilibrio y prosigue su marcha vacilante».

Parte VI

 Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba de Herta Frankel
Locomoción: Humana


Según la anotación en el mapa, la siguiente tumba, la de Herta Frankel, quedaba en una esquina situada en el cuadrante en el que nos hallábamos. El pequeño mapa fotocopiado en blanco y negro seguía siendo nuestro guía principal, a pesar de tener en nuestro poder una copia a color de mayor tamaño entregada por uno de los guardeses del cementerio, en el primigenio mapa teníamos anotados la ruta de los cuadrantes más cercanos que contenían más cantidad de tumbas. Para dibujar la mejor ruta aplicamos una variante necrológica de la teoría de grafos para cementerios, así obtuvimos el recorrido más óptimo.

Siempre me gustó simplificar y mejorar las tareas, por elementales que fueran. En un pasado, que se me antoja lejano, mi otro yo fue informático y es en pequeños detalles como este que aflora ese vestigio de mi ser(gio). Durante el paseo me dio por reflexionar en mi modus operandi: ¿cómo a una mente más cercana a la ciencia le da por la literatura? ¿Dos antípodas del conocimiento? Pero como me dijo Montse en una ocasión: «no hay que creer en el falso mito de desasociar la ciencia de la literatura pues muchos científicos se convirtieron en inmejorables escritores». Si me paraba y ejercitaba la memoria acudían a mi algunos autores: Chéjov y Doyle (médicos), Asimov (químico), Carroll (matemático). Ellos demostraron que las distintas disciplinas del saber humano podían mezclarse para ofrecer nuevos frutos de conocimiento.

Con mis divagaciones sobre ciencia y literatura erré el camino. Montse me intentó ayudar, pero no conseguíamos ubicar nuestra posición en el mapa. Anduvimos un rato con más de 29º grados en los hombros y, de nuevo, aunque concentrado, equivoqué el camino mientras pensaba en Herta Frankel, exvecina de mi antiguo barrio. Mientras seguíamos perdiéndonos por aquellas callejuelas rememoré mi vida en mi antiguo barrio.

Durante 13 años viví en el barrio del Carmelo, entre el reino de La Teixonera y Horta, recuerdo la primera presentación de mi novela, en el Centro Cívico de La Teixonera, no saco a colación este hecho de manera gratuita, al lado del centro cívico se encontraba una plaza (todavía está), estrenada pocos años atrás: la Plaza de Herta Frankel. Apellido y nombre, a cuál más extraño, que se te quedaban grabados en la retina, en el tuétano y en lugares posiblemente más profundos. En el tiempo que viví en el barrio no se me ocurrió preguntar a nadie quien era aquella señora, pero la sonoridad onomástica poseía una fuerza tan difícil de esquivar que me perseguía en mi cotidianidad urbana al pasar una y mil veces por aquel lugar, para ir a coger el metro, para dirigirme al trabajo, al mercado, para ir a tomar unas copas con mi amigo Henry Slim y como un eco se te quedaba grabado en el subconsciente. La plaza de Herta Frankel, plaza de Herta Frankel, Herta Frankel. Por eso, la noche anterior al viaje, cuando vi el nombre de Herta en el mapa y acudió todo ese riachuelo de recuerdos, de mi antiguo barrio, marqué con bolígrafo su tumba en el mapa. Entre Montse y yo habíamos pactado que solo señalaríamos en el mapa escritores o poetas, por eso, al no ubicar en su memoria a la señalada Frankel como poeta o escritora preguntó: «¿escritora?». «No», le contesté, «vivió en mi barrio». «¿Y quién era?». Me encogí de hombros: «No sé, pero fue vecina mía».

En el presente, la tumba de mi exvecina se resistía a aparecer y presas del azar nuestros pasos nos llevaron hasta una curiosa tumba de una familia de gitanos amurallada con un doble cristal impoluto. Detrás del material traslúcido, limpio como si lo hubieran acabado de frotar, pendían en un mármol letras de estilo neón con los retratos de algunos de los fallecidos. En la misma pared colgaban centenares de rosas de un brillante rosa pálido. La estética de la tumba desentonaba con la sobriedad del entorno, resaltaba alegre, con mucho desparpajo, en medio de la seriedad que nos rodeaba, así que paramos por curiosidad. Al poco continuamos ruta revisando el mapa con cuidado, examinando por enésima vez el mapa, para ver si interpretábamos el laberíntico complejo de callejuelas, escaleras y tumbas.

Y mientras Herta seguía sin aparecer, nuestro caótico devenir nos acercó, sin buscarlo, a otra tumba extraña. No era una tumba al uso, un bloque de piedra rectangular, en posición horizontal, del que se alzaban formas cuadradas en dirección al aire. La distancia entre la docena de cuadrados era uniforme y tan solo una línea diagonal alteraba el diseño tan cuadriculado. Por un momento me recordó al plano de una ciudad. «¡Mira qué tumba más extraña!», comentó Montse, descubridora inicial de aquella maravilla. Asentí y seguía pensando en la intención del escultor, como si este hubiera moldeado en la roca un mapa aéreo en formato 3D, una escultura extraída de una visión urbana de callejuelas vista infinidad de veces en Google Maps. Me dispuse a tomar una foto de aquella extrañeza mientras Montse bordeaba el conjunto y, cuando estaba tomando la foto, en el otro extremo del bloque escuché la animada risa de ella. Sorprendido por su repentino estado de ánimo me dirigí hacia ella y leí el cartelito al que miraba sin dejar de reír, entonces reí yo también: «Tumba de Ildefons Cerdà i Sunyer». Aquella tumba no podía estar mejor esculpida, Cerdà implantó el modelo reticular de calles barcelonés, tan práctico y útil que ha sobrevivido hasta nuestros días, la plasmación de aquella idea quedaba representada de manera magistral en su tumba con el mismo esquema que él instauró para la Ciudad Condal.

La larga búsqueda de Frankel continuaba. Descansamos bajo la sombra de un árbol, sus ramas nos cobijaron mientras bebíamos algo de agua. Nuestras frentes chorreaban sudor, creo recordar eran las 12:00, a pleno sol, y nosotros tan contentos con nuestras tumbas. Al pararme, más sosegado, observé en la esquina de la calle un poste indicador con flechas que señalaban calles y tumbas. Cada indicador contenía en ocasiones, además del nombre de la calle a la que señalaba, un número bastante grande en la punta de la flecha. Ese número, dentro de un círculo de colores, me hizo recordar el mapa dado por el guardés, donde también había números en colores en el interior de redondeles. Le pedí a Montse que sacara el mapa del guardés y lo extendimos, cada uno de una esquina, entre los dos. En nuestro mapa en blanco y negro no se podían apreciar colores pero ante la visión del mapa en color todo cobraba sentido, nos habíamos guiado por puro instinto, el mapa del guardés añadía una información básica para guiarse con corrección en el laberíntico cementerio de Montjuic. Ambos señalamos el círculo coloreado con un número dentro. Nos miramos con una sonrisa, era mucho más sencillo llegar a las tumbas si combinabas los nombres de las calles del cementerio con aquellos recién descubiertos números indicados en los postes. Pero nos dimos cuenta de otro hecho todavía más importante y aquí viene el quid de la cuestión, el mapa en color marcaba con excelencia la posición de las fuentes. Me refiero a las típicas construcciones urbanas de donde sale agua cristalina de sabor metalizado que hay diseminadas por todo el recinto. Los surtidores del vital líquido estaban perfectamente indicados en el mapa. Y gracias a los tres elementos, calle, número y fuente cualquiera podía triangular de manera inequívoca la localización de una tumba. Entonces entendí que nos habíamos guiado casi por intuición, llegando a todas y cada una de las tumbas, por lo que posé rápidamente la vista en la cruz de Herta: calle, número y fuente. Ahí estaba, con la triada de información al fin interpretaba correctamente las señales (ni que fuera un chamán) y entendí que habíamos dado vueltas en círculos intentando encontrar a mi exvecina, cuando tan solo había que levantar la vista del mapa y ver el entorno. «Ya está», sonreí, Montse también sonrió, «Nos ha costado», pero ahora ya sabíamos que no nos volveríamos a perder.

A pesar del bochornoso calor, en pleno mes de julio, recorrer las callejuelas de nuestro querido cementerio nos proporcionaba una felicidad maravillosa. Resolver la ubicación exacta y descifrar bien las indicaciones había subido nuestra moral. Seguimos el número, giramos en la fuente de sabor metalizado —lo reconozco, bebí en ella— y enfilamos rumbo a la tumba de la familia Kaps, es decir, de Herta Frankel y su esposo, Arturo Kaps.
Allí estaba, tomé una fotografía para inmortalizarla, una cruz color ónix con reborde blanco y una guirnalda de rosas rojas coronaba su cúspide. De Frankel solo sabía que habíamos coincidido en el espacio vecinal del barrio del Carmelo, aunque no en su temporalidad. Herta murió antes de que yo me afincase en el barrio. Tenía muchas ganas de llegar a casa y buscar las sorpresas me depararía investigar sobre mi exvecina temporal y sobre el nombre de la familia Kaps. De paso, ¿descubriría algo interesante sobre mi exbarrio?

[Futuro. Wikipedia proveerá]


«Herta Frankel y su marido, Arturo Kaps, formaban parte de un grupo de titiriteros, conocidos como Los Vieneses. Huían de la segunda guerra mundial que asolaba el continente europeo y se instalaron en el que, más tarde, se convertiría también en mi barrio, el Carmelo-La Teixonera. No es que sea el mismo barrio, Carmelo y Teixonera forman entidades administrativas diferentes, pero para la gente de la zona es como si fueran la misma cosa. Herta Frankel, además de titiritera, era una ventrílocua bastante famosa en los años sesenta, incluso salía en la televisión y muchas de sus propuestas artísticas se concibieron en el Carmelo. Me alegré mucho al saber que mi antiguo barrio había albergado, no solo a un escritor reconocido como Juan Marsé, sino también a esta mujer. Imaginé a la pareja huyendo de los horrores de la guerra, afincándose en ese barrio de trabajadores e inmigrantes que ha sido el Carmelo, me emocioné y me apené, me resultó triste conocer toda esta información cuando hacía ya un año que me había mudado. La gentrificación no perdona pero tampoco es que importe mucho, pues en cualquier vivienda o en cada cambio de domicilio donde he ido me he aclimatado de lo mejor. La mejor maleta solo necesita de buenas sonrisas y el hogar de una persona reside donde va su corazón, mucho más ahora, que me acompaña un corazón tan bello y encantador como es el de Montse».

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 20 de octubre de 2019


«El amor es un indiano que va y vuelve, que va rico y vuelve pobre».

Parte V

Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba de José F. Fonrodona
Locomoción: Humana

Según indica la oficialidad, José F. Fonrodona, fue la primera persona enterrada en el cementerio de Montjuic. Sobre este hecho, Montse y yo, especulamos bastante la noche anterior. La curiosidad de ambos nos separó, ella se atrincheró en su mesita de escritora, lacada en blanco, último modelo IKEA, delante de su portátil; yo me planté delante de mi obsoleto ordenador de sobremesa con un escritorio igual de antediluviano a juego y del que se desconoce su año de fabricación, pues las pruebas de los historiadores con carbono catorce arrojan resultados dispares. Separados, pero unidos por el mismo afán, nos zambullimos en el virtual mundo de información que representa El Internet a recabar información sobre aquel punto: el primer hombre enterrado en Montjuic. Saciada la búsqueda, con la prontitud que exige el Dios Internet de nuestros tiempos, nos juntamos al poco en la sala de guerra, también denominado por lo común, el comedor y sentados cómodamente en el sofá, intercambiamos los apuntes. Releímos acerca del emplazamiento de la montaña, antaño conocida como cementerio nuevo o cementerio del sudoeste. Acogió siglos atrás otros espacios de eterno reposo: un cementerio exclusivo para judíos, pueblos de la edad media, romanos e íberos. Un patrimonio mestizo en raza y tiempo, por lo que la atribución de primer enterrado se me antoja un poco extraña, aunque tampoco quiero quitarle ese mérito al señor Fonrodona y si es eso lo que pone en su tumba dejemos a las palabras esculpidas en el mármol hablar por sí solas.

Antes de abordar la búsqueda de esta tumba, me apeteció fotografiar a Montse en un panteón contiguo y así se lo pregunté. Se alegró y, con semblante halagado por la pregunta, accedió a ello. Con elegancia se sentó en los escalones del panteón, la faldita corta dejaba entrever las piernas y la camiseta negra, ajustada, marcaba sus preciosas formas, para la fotografía se subió coqueta las gafas de sol y me miró fijamente, con esa mirada que solo ella sabe dirigirme. La casita de muertos detrás de ella, bastante grande, de entre unos 6 y 10 metros de alto, parecía un pórtico a otro mundo. En la cúspide se leía los apellidos de los moradores, Familia Julio Barbey. Un arco atravesaba de parte a parte la rectangular edificación y en medio pendía una antigua luminaria forjada en hierro. A los lados dos columnas, creo que de capiteles góticos, aunque escribo de memoria (le preguntaré a Montse) e incrustado en el muro, entre las dos columnas, los años de nacimiento, fallecimiento y nombres de los enterrados.

Acabada la tanda de fotografías, buscamos al señor Fonrodona. Él nos esperaba tranquilo en el interior de su tumba, a salvo del tórrido día. Solo a nosotros dos se nos ocurría montar un viaje fotográfico al cementerio en pleno mes de julio, estamos un poco locos, aunque sé que ese término, locos, no le acaba de convencer a Montse; yo pienso que sí, que el término nos viste con exactitud tal túnica romana, creo que, como dijo en una entrevista Ana María Matute, «los escritores estamos más para allí que para aquí». En todo caso, a pesar de no encontrarnos en la misma onda etimológica, soy afortunado de haber encontrado a una persona tan necroentusiasta como yo.

Montse y yo nos acercamos, a leer las letras en el mármol blanco, bastante limpio si lo comparamos con otras tumbas. Me fijé en el único ornamento adicional, una rosa de plástico que campaba muy lozana en medio del epitafio. El mármol blanco detrás de la flor más bien parecía una puerta que una tumba y contenía bastantes palabras. Ambos, ávidos lectores, leímos lo siguiente:

«Aquí descansan los restos mortales
de
D. José F. Fonrodona y Vila
Vecino de Matanzas (Ysla de Cuba)
Falleció el 16 de marzo de 1883,
y su cadáver fue el primero que recibió
sepultura en este cementerio
en 19 marzo de 1883».

«¿Ysla?» y nos miramos un tanto extrañados ante el posible fallo ortográfico. ¿O quizá era un término obsoleto en el lejano 1880?

Extasiado en el vocablo no me di cuenta de como, Montse alias Pigeon Kid, la pistolera más rápida al oeste del Pecos, extraía su libretita negra del bolso y anotaba algo rápidamente en ella, aunque mis reflejos fueron lentos en aquella ocasión, también anoté la duda en mi móvil y aproveché para tomar dos fotografías, una con la cámara y otra con el propio móvil, esta última la guardaría como dato adjunto en el apunte de aquella tumba que tenía abierto en el aplicativo Evernote.
(*momento publicitario*: Evernote, dicho sea de paso, excelente herramienta para escribir y organizar notas sin la que no podría pasar).


[Futuro: Será necesario una indagación posterior]

«Para los avezados lectores, eternos quisquillosos ante las faltas ortográficas, indicaré que la primera letra que conforma la palabra Ysla de Cuba, escrita con esa extraña i griega, no posee fallo alguno. En mapas del siglo XVIII y XIX, la por todos conocida isla de cuba, se encontraba así escrita: Ysla. Aclarado el pequeño misterio de la errática letra nos queda buscar más datos acerca del primer hombre enterrado en el cementerio. Don José F. Fonrodona y Vila, un indiano* lanzado a la aventura de las américas fue vecino de la población de Matanzas (Cuba). En esta ocasión El Internet se muestra clemente y me proporciona la información al primer clic. Por suerte, a diferencia del anterior poeta, descargo en un comodísimo PDF, escrito por su bisnieto, Rafael Soler i Fonrodona, una prolija biografía de 23 páginas dónde se explica la vida de Jaume Fonrodona, hermano de José Fonrodona. Aunque el estudio biográfico se centra en la vida del otro hermano, los engarces familiares entre ambos arrojan mucha información sobre la vida del primer enterrado en Montjuic.

*Me gustaría aclarar, llegado aquí, el término indiano. La palabra se refiere a la denominación del emigrante español en América que, por lo general, retornaba rico a España después de su aventura económica tras cruzar y regresar de las indias occidentales. El término se fijó como un tópico en el siglo de Oro de las letras españolas y se utilizaba en tono de admiración o de manera peyorativa según el interlocutor que se refiriese a tales individuos. La dualidad del término se circunscribía a dos hechos distintos, por uno vemos al héroe en su acto valiente de abandonar familia y cruzar el peligroso océano Atlántico para buscar fortuna a miles de kilómetros de su tierra, aunque en el anverso se esconde el villano, el indiano de hilo negro, que para enriquecerse traficaba con esclavos, una transacción legal en la época pero repudiada moralmente.

Al leer la biografía escrita por el bisnieto, un dato interesante se recoge en ella, el estudio aporta que el primer censado con un apellido similar es el hijo de un tal Antoni Fontrodona en 1541 en la zona de Mataró. He querido rescatar este detalle porque si nos fijamos en la tumba del primer hombre enterrado en Montjuic, Don José F. Fonrodona y Vila, no existe el carácter te: Fonrodona vs Fontrodona. Un claro ejemplo de como los apellidos mutan con el paso del tiempo debido a fallos en las transcripciones registrales, modificaciones intencionadas con algún fin legal o nobiliario, etc. En todo caso es interesante observar como el linaje de una familia, igual que el de una isla, varía su identidad por el simple hecho de variar una letra.

Sobre José F. Fonrodona y Vila no queda mucho más que decir. Después de haber leído tanto sobre la zona y las distintas necrópolis, para muchos será discutible que sea el primer enterrado y ese pensamiento se mantendrá según la susceptibilidad y desconfianza de cada uno y, a pesar de las reticencias, o no, que cada uno pueda tener, el dato histórico es que, el señor José F. Fonrodona, guarda con celo el honor de ser el primer enterrado según la oficialidad del momento actual.

P.D.: Es curioso que el número visible en la parte superior de la tumba del primer hombre enterrado sea el 14. ¿Quiénes son los decimoterceros anteriores?» Y la cuestión arroja una nueva nota mental.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


domingo, 13 de octubre de 2019

«¿Es posible que a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie de la vida?»
Rainer Maria Riker


Parte IV

Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba de Joan Vinyoli
Locomoción: Humana

La tumba de Vinyoli resultó más difícil de encontrar que la de su predecesor, se escondía tras una variada argamasa floral. Las flores mortuorias mezclaban ramos de rosas plásticas con sus homónimas orgánicas, descoloridas las primeras y marchitas las otras, ambas igual de ennegrecidas con la acumulación de polvo y polución, maltratadas por la lluvia y el viento, y, sobre todo, por el inclemente paso del tiempo que, sin mantenimiento por parte de nadie, había empobrecido el exterior de la lápida del poeta. Detrás de ese vetusto elenco floral se escondía el poeta catalán Joan Vinyoli. En la inmediatez de nuestra primera visión no leímos las letras esculpidas en la piedra, tapada por la anterior selva floral comentada, sino que fue el letrero informativo, bajo la tumba, el único y claro guía de lo visitado. Al fijarnos con más atención descubrimos una discordancia entre lápida y panel informativo: Viñoly en la lápida y Vinyoli en el cartelito informativo. La insana costumbre de traducir nombres y apellidos había llegado hasta el cementerio. Mi propio apellido, Bonavida, lo he visto cambiado infinidad de veces, tal que, Buenavida, Bunavida, Vonavida e incluso, y no sé si pensar si a modo de sorna por la afable transliteralidad británica, como Goodlife [¿?].
En todo caso, además del transformable apellido del poeta, se ocultaba una críptica frase que, entre tanto ramaje marchito y ennegrecido, a medias se descifraba:

«Propiedad [xxx]nera de Dª María Ramis de Viñoly.».*
*Las flores nos impedían la lectura de las letras ocultas tras las [xxx]
y, en aquel momento, no se nos ocurrió apartarlas
.

De nuevo un mar de dudas me asaltó, Doña María Ramis de Viñoly, ¿con eñe?, ¿castellanizaron su apellido catalán o catalanizaron su apellido castellano? Al parecer, no solo mis amigos británicos se reían con esa clase de desmanes traductivos.
Dejando de lado el risible misterio de la traducción, no cabía duda de que Doña María era familiar de Joan, pero ¿quién sería? ¿Su esposa? La tumba, minúscula, igual que la de mi abuela enterrada en este mismo cementerio, no posee la grandeza de otras y lo único que marca su notable diferencia respecto al de otros compatriotas sepultados es el cartelito informativo anclado a pie de lápida. Nota mental, «ya lo buscaré en casa», y eso es lo que hice.

[Futuro: Wikipedia y una taza de té]

El diccionario libre de internet me arroja una página web con la información de la cónyuge de Joan Vinyoli, Teresa Sastre, una mujer muy guapa, como atestigua una foto de ambos estirados en la arena, según reza el subtítulo, en la localidad de Begur. Si Teresa era la cónyuge de Joan Vinyoli, queda descartado que fuera la misteriosa mujer inscrita en la tumba: Doña María Ramis. Quizá, ¿Doña María fue la madre de Joan? Continúo la investigación y mantengo una frenética búsqueda durante quince minutos, pero no consigo encontrar nada del árbol genealógico del poeta. En estos tiempos, de insanas prisas promovidas por la fácil accesibilidad a la información, buscar algo durante más de un cuarto de hora se considera un dispendio de tiempo. Soy un buen hijo de mi época y me adhiero al canon de esas prisas, la falta de respuestas inmediatas me molesta y las súplicas a San Google, traducidas en términos de búsqueda (conjunto de palabras) tecleados en la caja rectangular de San Google, no conmueven al santo. ¿Será mentira que toda información esté en internet? ¿O será que este pecador informático se lo está rezando/tecleando mal?
Al poco, en una página web encuentro más información. El padre de Joan Vinyoli murió cuando él tenía cinco años y la familia quedó desprotegida económicamente. En la misma web se menciona a la madre y a la hermana. A una de las dos la nombran Carmen, pero la redacción del artículo es ambigua y no sé si el nombre hace referencia a la progenitora o a la hermana. Estoy un poco cansado y hago caso a la vocecilla que me susurra ir a dormir, la elección me ayuda a finiquitar por ese día la búsqueda, pero una pregunta se me ancla en mi ser(gio): ¿Me estaré volviendo un periodista de la prensa rosa?, o mejor aún, ¿un necroperiodista de la prensa negra del necrocorazón? En todo caso, da igual, es tarde y hay que descansar. No me lo tenga en cuenta señor Vinyoli, pero hoy ya no me importa, sus misterios quedarán en mi cajón de sastre para otro día.

P.D.: Tres días después, con el ánimo recobrado, releyendo y reescribiendo esta necroresueña, me emperro en encontrar quien es la misteriosa Doña María Ramis. Encuentro una fotografía del joven poeta acompañado con su hermana y su madre, pero sigue sin mencionarse el nombre de la viuda cabeza de familia. Lo que sí descubro en esta nueva web y sin ninguna clase de ambigüedad, es que Carmen alude al nombre de la hermana. Leo parte de la biografía de la hermana que, por extensión no reescribiré aquí, pero me emociono al leer la cercanía de ella al arte, estudió piano y danza. También me emociona la fraternal complicidad que destilaban los dos hermanos. Aprovecho para citar parte de un verso que le regaló Joan a su hermana, con quien, aparte del lazo fraternal, la unía ese amor especial por el arte y la cultura:


«Tot és metamorfosi [...] potser. [...]

Brindem ara, germana [...] sense plorar ni riure. [...]

Per molts anys».

(«Todo es metamorfosis [...] puede ser [...]

Brindemos ahora, hermana [...] sin llorar ni reír [...]

Por muchos años»).


Ha pasado una hora desde mi infructuosa búsqueda, no es que sesenta minutos sean mucho tiempo, pero la insana rapidez de nuestro tiempo me ahoga; a pesar de ello, soy un cabezón y persisto. Me cuesta admitir que, en algún recoveco oculto de internet, no se encuentre la información que, por simple voluntad, deseo encontrar. Me molesta admitir la derrota —de hecho, si me sincero conmigo mismo, no la admito—, y por eso continúo delante del ordenador. Pasados veinte minutos más, y cuando estoy a punto de darme por vencido —es mentira, hubiera vuelto y vuelto y vuelto a esa búsqueda con denuedo—, encuentro al fin el premio. El santo grial Vinyoli aparece ante mí reconvertido en una página en formato PDF donde, con un excelente trazo y dibujado a mano, se detalla al completo el árbol familiar Vinyoli. Descubro con asombro que tuvo otra hermana, María, que murió a los dos años. El nombre de su padre, médico, idéntico al suyo y, por fin, la madre, con nombre y apellidos, aparece ante mí: Emília Pladevall Maseras, pero ¡no es la persona que está enterrada con él! Sigue sin ser la propietaria de la tumba, no hay preocupación alguna, el árbol genealógico contiene toda la información, solo tengo que seguir de forma ascendente la línea paterna y, ahora sí, aparece Doña María Ramis Farrè y el misterio queda resuelto. Es la abuela paterna de Joan. La cabezonería obtiene sus frutos y mi curiosidad queda más que satisfecha, para que luego digan que los latinajos no sirven: «Cabezono, ergo sum».


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