«Si la muerte no fuera
inevitable, el hombre habría perdido su vida entera. No habría arriesgado, ni
intentado, ni emprendido, ni inventado, ni construido nada. La vida habría sido
una perpetua convalecencia»
Capítulo II. ¿Quién?
El interior de los párpados le rascaba, como si tuviera
arenilla dentro de los ojos y el más superfluo movimiento ocular le produjera
dolor en la negrura que la envolvía. Miles de pequeñas heridas reproducían en
su cuerpo un molesto escozor y, aunque no llegaba al punto de clasificarse como
doloroso, era realmente hiriente, sobre todo si tenía en cuenta que cada nimio
movimiento aumentaba diminutas torturas dérmicas repartidas por su piel en
contacto con: ¿en contacto con qué? ¿Qué la rozaba? Estaba desnuda debajo de
donde estuviera, pues notaba su piel contra una textura cálida, pero tenía
miedo de levantar los párpados y verse rodeada de monstruos invisibles que la
esperaban para seguir rasgando su cuerpo, pero no podía quedarse así para
siempre. Y los abrió.
La claridad le molestó y un parpadeo involuntario la dejó
sumida en las tinieblas por un breve instante. Lo primero que la sorprendió
fueron unos travesaños de madera, dispuestos en paralelo, recorriendo el techo,
su color marrón oscuro resaltaba contra la blancura de la pared. Una lampara
pendía de uno de ellos, forjada con orfebrería oscura la araña portaba en cada
una de sus siete extremidades una vela, pero estaban apagadas, ¿entonces de
dónde venía tanta luz? Se miró hacia donde debía tener los pies, pero no se los
vio, estaba tapada con una gruesa colcha hasta el cuello y solo intuyó su
presencia por el montículo del dedo gordo, estiró las piernas y ese acto la
llevó a dos descubrimientos: uno, la cama era suficientemente alargada para dar
cabida a su largo cuerpo, eso le hizo sonreír, pero no duró mucho su sonrisa
porque seguidamente; dos, la sonrisa se fulminó al instante cuando un dolor muy
agudo le recorrió las extremidades que había movido. Cada movimiento, por
pequeño que fuese, se convertía en un suplicio y la ropa de cama, tan pesada y
opresiva, la hubiera reconfortado si el roce con sus heridas se lo hubiera
permitido. Respiró y decidió no moverse más que lo necesario. ¿De dónde
provenía la claridad? Más allá del pie de cama había un armario empotrado
contra el fondo de la habitación y a su derecha, también al final del cuarto,
una maciza puerta de madera que custodiaba el habitáculo. No, de allí no venía
la luz. Solo quedaba un único lugar. Torció el cuello, sin moverse mucho para
no reproducir más escozores en su cuerpo, y, con la posición medio ladeada,
observó a su izquierda una silla y un ventanal bastante grande. Encima de la
silla reposaba su pantalón con tirantes, su camisa y su ropa interior, ¡qué
vergüenza!, bien doblados y con visos de una limpieza profunda, así que alguien
la había desvestido y la había dejado en la cama. El pudor quisó que desviase
sus pensamientos y desvió la atención de nuevo hacia el gran ventanal
rectangular origen de la claridad, separado en dos partes, donde cada parte la
atravesaba un madero en forma de cruz que separaba a su vez cuatro cristales;
al lado del ventanal, anclado en la pared, un calendario de papel. Un pequeño
clavo sujetaba el objeto y evitaba que cayera contra el suelo. En su margen
superior un número XII y debajo una simétrica parrilla repleta de pequeñas
celdas, una de ellas, la que contenía el número 19, estaba señalada con una
marca roja de trazo muy tembloroso y dentro contenía la palabra Narratividad.
La luz del exterior fluctuó, la intensidad se desvanecía,
miró a lo lejos, a través de los protectores cristales y creyó ver pequeños
puntos caer desde el cielo: ¿lluvia? Pero no parecía lluvia, lo que se supone
debían ser gotas se asemejaban a pequeñas letras que caían del cielo a la
tierra: l, l, u, w, a, g, r, t, e, r, u, a, a, a, i, n, v, i, a. Incluso las
podía leer si las seguía con la mirada en su caída. Recordaban a la lluvia,
pero no sabía si podía considerarse como tal. En ese momento de contemplación,
la puerta de la habitación se abrió, lo curioso es que una puerta con
apariencia tan pesada prometía un chirrido de goznes bastante agudo, pero no
fue así, la puerta se deslizó en sigilo y una mano gris, con solo un dedo pulgar
y una falange alargada y flexible, fue lo primero que vio apoyada en el marco
de la puerta. La mano dio paso al resto del cuerpo y un ser más bien bajito,
vestido con sombrero, gabardina y pantalones blancos, entró en la habitación. Al
darse la vuelta para observarla, ella pudo comprobar ciertos rasgos conocidos
en su rostro, o mejor dicho, la carencia de rasgos faciales es lo que le
resultaba familiar, es decir, la similitud en el rostro del pequeño ser con aquel
otro homónimo, el de su malhumorado benefactor, el ser corpulento vestido de negro
que se había encontrado cerca del río y, que al igual que a su anfitrión, le
faltaban orejas, ojos, cejas y enseres faciales tan básicos como boca y nariz, de
ello dedujo proximidad entre ellos, sino parentesco. El pequeño ser levantó las
manos y se ajustó su sombrero sobre la cabeza, entre tanta blancor el
movimiento destacó la cinta azul en la base del sombrero y los botones verdes
que cerraban la gabardina, un brillo rojizo le llamó la atención en los pies y
se fijó en los brillantes zapatos rojos. Él se acercó a los pies de la cama y la
rodeó hasta llegar a la altura de la cabecera.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia