domingo, 3 de noviembre de 2019

«Si fuese posible crear un robot capaz de ser funcionario civil, creo que haríamos un gran bien, ya que las Leyes de la Robótica le impedirían dañar a un ser humano, lo incapacitarían para la tiranía, la corrupción, la estupidez, el prejuicio»

Parte VII

Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba de Josep María de Segarra
Locomoción: Humana


Durante la noche anterior, sentados en el sofá, confeccionábamos la lista de personalidades enterradas en Montjuic: poetas, novelistas, dramaturgos, personajes importantes relacionados con el arte. Mientras reíamos entusiasmados por los nombres que incrementaban la lista en el papel, creímos, ingenuos de nosotros, que nos daría tiempo a visitarlos a todos ellos, pero nos equivocamos.

En cada peregrinaje entre tumba y tumba se escapaba un tiempo precioso, a él teníamos que sumar la toma fotográfica y, como no, el cansancio acumulado. En pleno julio el astro rey, en su posición cenital, nos abrasaba con toda su intensidad y, al menos para mí, un ser(gio) más cercano a los yetis del himalaya que a los lagartos del desierto, arrastraba los pies con dificultad ahorrando fuerzas para completar la visita. La palabra exánime acudía a mí con cada nuevo paso. Al girar la cabeza para preocuparme por Montse, crucé la mirada con ella, vi su frente bañada en sudor; la mía debía encontrase igual, lo supuse después de pasar el dorso de la mano y expulsar de mi frente el pegajoso líquido. Íbamos tan empapados en nuestras propias gotas que ya no pertenecíamos al género de la especie humana, nos habíamos convertido en la especie Sudorantes Gotas Neandertalis. Humedecí mi garganta seca tragando saliva y, sin dejar de mirar a Montse, me llevé la mano a la boca, cerré el puño y estiré el pulgar y el meñique, emulando la figura de un botijo, ella sonrió y asintió. Desplegamos el mapa en busca de la ansiada fuente, en el cuadrante en el que nos encontrábamos había una tumba marcada, la última de aquella zona rectangular. Nos miramos con ojos cansados y, sin mediar palabra, como si fuéramos un matrimonio de muchos años, asentimos: «Esta es la última». Le guiñé el ojo y sacudí la cabeza en un gesto entre aquiescente y apremiante, ella apretó los labios enfurruñados en un intento de parar la sonrisa que nacía en ellos, un gesto muy suyo, muy nuestro, un lenguaje corporal montsístico-sergístico nacido de la complicidad entrambos, uno de los mejores movimientos que puedo ver en ella, ese gesto cómplice que, en un único instante, transmite lo mismo que una sarta exagerada de esas palabras que tanto amamos. 

La fuente de la esquina nos aplacó la sed a costa de absorber parte del sabor metalizado de su agua. Detrás de ella, y tras pocos pasos, apareció ante nosotros la tumba del poeta Josep María de Segarra. No era para nada sorprendente y me extrañé al mirarla, sobre todo porque no encontré el cartelito oficial por lado alguno. Quizá erré el camino, pero la posición triangular de calle, número y fuente coincidía y hasta el momento esa triangulación inequívoca no había fallado. En aquel rincón del cementerio se apelmazaban muchas tumbas adosadas las unas contra las otras, ¿quizá era otro Segarra eclipsando al verdadero? La falta del dichoso cartelito informativo me ofuscaba un poco, la duda sobre si el lugar era el marcado en el mapa me carcomía estúpidamente, pero ante el rugiente hambre de mi estómago, el sol y el cansancio, dimos por bueno el hallazgo. Lo sentimos señor de Segarra, es lo malo de ser el último, la atención disminuye y las prioridades cambian.

De regreso al aparcamiento, pasamos de nuevo por un montón de lugares que ya habíamos visitado, la frescura de la sorpresa inicial había desaparecido, pero reencontrarnos con los esculturas y panteones que habíamos visitado horas atrás seguía siendo igual de hermoso. En esa vuelta, calmados ante el inminente descanso y la opípara comida, apreciamos nuevas tumbas que nos llamaron la atención. Una de ellas, una auténtica casa para muertos excavada en la roca se adentraba en las profundidades de la tierra mientras que en el techo había pintado con vívidos colores un mural espectacular con ángeles, querubines y un cielo azulado. En ese regreso, la escultura de una mano gigante nos quiso dar una hostia en el sentido más eclesiástico del término. 

Llegamos donde Peu, su azul metalizado sobresalía entre la sobriedad del resto de vehículos estacionados e inmediatamente nos introdujimos en su interior. Sentados y con el cinturón ajustado, le propuse a Montse ir a comer a un restaurante japonés que hacía años visité cuando trabajaba por la zona. En mis recuerdos el restaurante tenía una barra giratoria central por donde los platos con alimentos se transportaban en un vaivén infinito. Encendí el motor, cruzamos alguna avenida y giramos por un par de calle, apenas diez minutos nos separaban de nuestra comida. 

A pesar de que el restaurante japonés se encontraba en el extrarradio de Barcelona, no por ello resultaba fácil aparcar por la zona, y el tiempo en buscar aparcamiento superó al de la movilidad, aunque por suerte este no fue muy extenso y Peu se quedó bastante cerca del restaurante. La entrada al local no había variado nada desde mi última visita, abrí la puerta y dejé que Montse entrara, después la seguí. El lugar era demasiado idéntico a mis recuerdos, quiero decir que uno se espera ciertos cambios en un lugar después de tanto tiempo. La tela de los cuadros anclados a las paredes, idénticos a la de mis recuerdos, presentaban un sospechoso color amarillento, las mesas en igual disposición aunque un poco más desvencijadas, ídem con las sillas y la sempiterna barra giratoria central que transportaba los platitos de sushi y otras delicias. La inmutabilidad del local no me dio la sensación de que el negocio hubiera prosperado. En defensa de la comida diré que estaba bastante rica, pero al llegar tan tarde (casi eras las 15:00) apenas había sushi y comimos lo que pudimos; en el fondo poco importaba, queríamos saciarnos y descansar un poco.

Restaba el viaje de vuelta y, llegados a este punto de la historia, anticiparé que la única nota desafinada de la aventura la emitió mi viejo y fiel Peu durante el regreso de vuelta al hogar. Pasado El Vendrell me acordé de Guimerà, los carteles informativos anclados en la carretera nacional indicaban la distancia a nuestra población, apenas dieciocho kilómetros nos separaban de casa. La aguja de Peu que, como ya comenté, poseía cierta tendencia alcista, se mostraba más atrevida de lo normal. La manecilla de la temperatura se situaba entre la última línea blanca y la primera línea roja. Cada vez que la miraba ascendía un poco, impelida por alguna clase de fuerza mental indeseable, en dirección a la nada tranquilizadora zona roja. Hipnotizado como estaba por el maldito indicador, en una rotonda del camino, equivoqué el desvío de vuelta a casa y me metí en la autopista, sin posibilidad de dar media vuelta. «Maldita sea». Tardaríamos treinta kilómetros en dar la vuelta. Peu, al límite de sus fuerzas, no podía más, lanzó un exabrupto mecánico y la aguja de la temperatura rebasó la zona prohibida. Al acto saltó un indicador lumínico con letras rojas en el pequeño panel frontal:

«Temp. Radiador Elevada.
Detenga el vehículo»

Las letras bien alarmantes tensionaron nuestros nervios. Mi leal Peu estaba en las últimas. El intento de llevar al coche más allá de los límites razonables de su existencia no nos había llevado a una buena situación.

Me da pena pensar en él, en mi viejo vehículo, con casi veinte años a mi lado. Muchas personas no tienen ningún apego por los objetos físicos, pero yo no pertenezco a esa clase de gente, siento gran ternura por la materia física, se componga de los materiales que se componga. Me dio pena cuando se rompió aquel bolígrafo que me regaló mi abuelo con siete años, o la bicicleta que estrené con diez años, conservo algunas cartas y objetos antiguos. Les tengo cariño, a pesar de que sé que son simples objetos y que, según nos dicen y nos repiten, no se le debe tener apego a las cosas materiales, pero por más que lo intento esa insensibilidad a lo material no se adueña de mí. Pienso en la fidelidad de Peu a lo largo de todos estos años, pienso en su vejez, veinte años de leal servicio, pero, que al igual que un anciano, clama pasar sus últimos días con viajes tranquilos. Este sufrimiento en pleno mes de julio al que le obligué al acompañarnos a Montjuic fue excesivo para su viejo corazón de metal.


Detuvimos a Peu a la sombra de un pino, entre parada y parada tuvimos que esperar media hora, pues el pobre motor de Peu se volvía a calentar a los pocos minutos, y un viaje de una hora se convirtió en una odisea de tres. Habíamos llevado al bueno de Peu al borde de la extenuación, quizá hubiera sido hora de dejarle descansar, pero viviendo en un pueblo no se puede prescindir de vehículo propio y tampoco teníamos dinero para comprar uno nuevo, así que decidimos que aquel sería el último viaje largo que haríamos con Peu que, tal anciano, debía ser tratado con más atenciones. Viajes cortos y tranquilos, y muchos días de asueto para su desgastada fisonomía metálica. Al llegar finalmente a casa, Montse y yo acordamos que para los próximos viajes largos combinaríamos trenes, autobuses y locomoción humana (piernas). Peu merecía un descanso, por su tranquilidad y nuestra seguridad. Le agradezco a Peu, con sincero cariño, sus años de lealtad.


P.D.: Aquí acaba por el momento la narración al cementerio de Montjuic en forma de esta necroresueña y esquelario tan particulares. Agradezco muchísimo a UTLA me brindara este espacio para poder narrar las aventuras de Montse y mías en pos de la cultura escondida en nuestros queridos camposantos. Agradecimientos afectuosos a mi compañera de viaje por hacer de ello una aventura inolvidable. Y gracias a vosotros por leerme hasta aquí.


Las necroresueñas y esquelarios continuarán... 📚🕀


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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