domingo, 27 de octubre de 2019

«Como marioneta dirigida por manos inexpertas, camina calle abajo dando traspiés, se le doblan las rodillas, recupera el equilibrio y prosigue su marcha vacilante».

Parte VI

 Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba de Herta Frankel
Locomoción: Humana


Según la anotación en el mapa, la siguiente tumba, la de Herta Frankel, quedaba en una esquina situada en el cuadrante en el que nos hallábamos. El pequeño mapa fotocopiado en blanco y negro seguía siendo nuestro guía principal, a pesar de tener en nuestro poder una copia a color de mayor tamaño entregada por uno de los guardeses del cementerio, en el primigenio mapa teníamos anotados la ruta de los cuadrantes más cercanos que contenían más cantidad de tumbas. Para dibujar la mejor ruta aplicamos una variante necrológica de la teoría de grafos para cementerios, así obtuvimos el recorrido más óptimo.

Siempre me gustó simplificar y mejorar las tareas, por elementales que fueran. En un pasado, que se me antoja lejano, mi otro yo fue informático y es en pequeños detalles como este que aflora ese vestigio de mi ser(gio). Durante el paseo me dio por reflexionar en mi modus operandi: ¿cómo a una mente más cercana a la ciencia le da por la literatura? ¿Dos antípodas del conocimiento? Pero como me dijo Montse en una ocasión: «no hay que creer en el falso mito de desasociar la ciencia de la literatura pues muchos científicos se convirtieron en inmejorables escritores». Si me paraba y ejercitaba la memoria acudían a mi algunos autores: Chéjov y Doyle (médicos), Asimov (químico), Carroll (matemático). Ellos demostraron que las distintas disciplinas del saber humano podían mezclarse para ofrecer nuevos frutos de conocimiento.

Con mis divagaciones sobre ciencia y literatura erré el camino. Montse me intentó ayudar, pero no conseguíamos ubicar nuestra posición en el mapa. Anduvimos un rato con más de 29º grados en los hombros y, de nuevo, aunque concentrado, equivoqué el camino mientras pensaba en Herta Frankel, exvecina de mi antiguo barrio. Mientras seguíamos perdiéndonos por aquellas callejuelas rememoré mi vida en mi antiguo barrio.

Durante 13 años viví en el barrio del Carmelo, entre el reino de La Teixonera y Horta, recuerdo la primera presentación de mi novela, en el Centro Cívico de La Teixonera, no saco a colación este hecho de manera gratuita, al lado del centro cívico se encontraba una plaza (todavía está), estrenada pocos años atrás: la Plaza de Herta Frankel. Apellido y nombre, a cuál más extraño, que se te quedaban grabados en la retina, en el tuétano y en lugares posiblemente más profundos. En el tiempo que viví en el barrio no se me ocurrió preguntar a nadie quien era aquella señora, pero la sonoridad onomástica poseía una fuerza tan difícil de esquivar que me perseguía en mi cotidianidad urbana al pasar una y mil veces por aquel lugar, para ir a coger el metro, para dirigirme al trabajo, al mercado, para ir a tomar unas copas con mi amigo Henry Slim y como un eco se te quedaba grabado en el subconsciente. La plaza de Herta Frankel, plaza de Herta Frankel, Herta Frankel. Por eso, la noche anterior al viaje, cuando vi el nombre de Herta en el mapa y acudió todo ese riachuelo de recuerdos, de mi antiguo barrio, marqué con bolígrafo su tumba en el mapa. Entre Montse y yo habíamos pactado que solo señalaríamos en el mapa escritores o poetas, por eso, al no ubicar en su memoria a la señalada Frankel como poeta o escritora preguntó: «¿escritora?». «No», le contesté, «vivió en mi barrio». «¿Y quién era?». Me encogí de hombros: «No sé, pero fue vecina mía».

En el presente, la tumba de mi exvecina se resistía a aparecer y presas del azar nuestros pasos nos llevaron hasta una curiosa tumba de una familia de gitanos amurallada con un doble cristal impoluto. Detrás del material traslúcido, limpio como si lo hubieran acabado de frotar, pendían en un mármol letras de estilo neón con los retratos de algunos de los fallecidos. En la misma pared colgaban centenares de rosas de un brillante rosa pálido. La estética de la tumba desentonaba con la sobriedad del entorno, resaltaba alegre, con mucho desparpajo, en medio de la seriedad que nos rodeaba, así que paramos por curiosidad. Al poco continuamos ruta revisando el mapa con cuidado, examinando por enésima vez el mapa, para ver si interpretábamos el laberíntico complejo de callejuelas, escaleras y tumbas.

Y mientras Herta seguía sin aparecer, nuestro caótico devenir nos acercó, sin buscarlo, a otra tumba extraña. No era una tumba al uso, un bloque de piedra rectangular, en posición horizontal, del que se alzaban formas cuadradas en dirección al aire. La distancia entre la docena de cuadrados era uniforme y tan solo una línea diagonal alteraba el diseño tan cuadriculado. Por un momento me recordó al plano de una ciudad. «¡Mira qué tumba más extraña!», comentó Montse, descubridora inicial de aquella maravilla. Asentí y seguía pensando en la intención del escultor, como si este hubiera moldeado en la roca un mapa aéreo en formato 3D, una escultura extraída de una visión urbana de callejuelas vista infinidad de veces en Google Maps. Me dispuse a tomar una foto de aquella extrañeza mientras Montse bordeaba el conjunto y, cuando estaba tomando la foto, en el otro extremo del bloque escuché la animada risa de ella. Sorprendido por su repentino estado de ánimo me dirigí hacia ella y leí el cartelito al que miraba sin dejar de reír, entonces reí yo también: «Tumba de Ildefons Cerdà i Sunyer». Aquella tumba no podía estar mejor esculpida, Cerdà implantó el modelo reticular de calles barcelonés, tan práctico y útil que ha sobrevivido hasta nuestros días, la plasmación de aquella idea quedaba representada de manera magistral en su tumba con el mismo esquema que él instauró para la Ciudad Condal.

La larga búsqueda de Frankel continuaba. Descansamos bajo la sombra de un árbol, sus ramas nos cobijaron mientras bebíamos algo de agua. Nuestras frentes chorreaban sudor, creo recordar eran las 12:00, a pleno sol, y nosotros tan contentos con nuestras tumbas. Al pararme, más sosegado, observé en la esquina de la calle un poste indicador con flechas que señalaban calles y tumbas. Cada indicador contenía en ocasiones, además del nombre de la calle a la que señalaba, un número bastante grande en la punta de la flecha. Ese número, dentro de un círculo de colores, me hizo recordar el mapa dado por el guardés, donde también había números en colores en el interior de redondeles. Le pedí a Montse que sacara el mapa del guardés y lo extendimos, cada uno de una esquina, entre los dos. En nuestro mapa en blanco y negro no se podían apreciar colores pero ante la visión del mapa en color todo cobraba sentido, nos habíamos guiado por puro instinto, el mapa del guardés añadía una información básica para guiarse con corrección en el laberíntico cementerio de Montjuic. Ambos señalamos el círculo coloreado con un número dentro. Nos miramos con una sonrisa, era mucho más sencillo llegar a las tumbas si combinabas los nombres de las calles del cementerio con aquellos recién descubiertos números indicados en los postes. Pero nos dimos cuenta de otro hecho todavía más importante y aquí viene el quid de la cuestión, el mapa en color marcaba con excelencia la posición de las fuentes. Me refiero a las típicas construcciones urbanas de donde sale agua cristalina de sabor metalizado que hay diseminadas por todo el recinto. Los surtidores del vital líquido estaban perfectamente indicados en el mapa. Y gracias a los tres elementos, calle, número y fuente cualquiera podía triangular de manera inequívoca la localización de una tumba. Entonces entendí que nos habíamos guiado casi por intuición, llegando a todas y cada una de las tumbas, por lo que posé rápidamente la vista en la cruz de Herta: calle, número y fuente. Ahí estaba, con la triada de información al fin interpretaba correctamente las señales (ni que fuera un chamán) y entendí que habíamos dado vueltas en círculos intentando encontrar a mi exvecina, cuando tan solo había que levantar la vista del mapa y ver el entorno. «Ya está», sonreí, Montse también sonrió, «Nos ha costado», pero ahora ya sabíamos que no nos volveríamos a perder.

A pesar del bochornoso calor, en pleno mes de julio, recorrer las callejuelas de nuestro querido cementerio nos proporcionaba una felicidad maravillosa. Resolver la ubicación exacta y descifrar bien las indicaciones había subido nuestra moral. Seguimos el número, giramos en la fuente de sabor metalizado —lo reconozco, bebí en ella— y enfilamos rumbo a la tumba de la familia Kaps, es decir, de Herta Frankel y su esposo, Arturo Kaps.
Allí estaba, tomé una fotografía para inmortalizarla, una cruz color ónix con reborde blanco y una guirnalda de rosas rojas coronaba su cúspide. De Frankel solo sabía que habíamos coincidido en el espacio vecinal del barrio del Carmelo, aunque no en su temporalidad. Herta murió antes de que yo me afincase en el barrio. Tenía muchas ganas de llegar a casa y buscar las sorpresas me depararía investigar sobre mi exvecina temporal y sobre el nombre de la familia Kaps. De paso, ¿descubriría algo interesante sobre mi exbarrio?

[Futuro. Wikipedia proveerá]


«Herta Frankel y su marido, Arturo Kaps, formaban parte de un grupo de titiriteros, conocidos como Los Vieneses. Huían de la segunda guerra mundial que asolaba el continente europeo y se instalaron en el que, más tarde, se convertiría también en mi barrio, el Carmelo-La Teixonera. No es que sea el mismo barrio, Carmelo y Teixonera forman entidades administrativas diferentes, pero para la gente de la zona es como si fueran la misma cosa. Herta Frankel, además de titiritera, era una ventrílocua bastante famosa en los años sesenta, incluso salía en la televisión y muchas de sus propuestas artísticas se concibieron en el Carmelo. Me alegré mucho al saber que mi antiguo barrio había albergado, no solo a un escritor reconocido como Juan Marsé, sino también a esta mujer. Imaginé a la pareja huyendo de los horrores de la guerra, afincándose en ese barrio de trabajadores e inmigrantes que ha sido el Carmelo, me emocioné y me apené, me resultó triste conocer toda esta información cuando hacía ya un año que me había mudado. La gentrificación no perdona pero tampoco es que importe mucho, pues en cualquier vivienda o en cada cambio de domicilio donde he ido me he aclimatado de lo mejor. La mejor maleta solo necesita de buenas sonrisas y el hogar de una persona reside donde va su corazón, mucho más ahora, que me acompaña un corazón tan bello y encantador como es el de Montse».

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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