«Agosto tiene la culpa y septiembre lleva la fruta.
Lo que agosto madura, septiembre lo asegura.
En agosto, sandía y melón un buen refresco son».
¡Qué planta tan deliciosa la
sandía! Cuando mejor sabe su fruto es a finales de verano, cuando el sol ha terminado de tostar su piel y ha calentado tiernamente su interior, macerando así sus jugos. Esto evoca en mí recuerdos de cuando niño.
«No es fruta, es planta». Acude a mi memoria la risita estúpida de Manolita, la niña de las tetas grandes de primaria. Ella no sabía distinguir entre fruta, planta, hortaliza o sembradío; y a pesar de ello, era una excepcional temporera. Nos escabullíamos rápido al salir de clase, prestos a comer en las esquinas, en los campos, o al resguardo del malecón. ¡Qué recuerdos! En esos tiempos se forjó en mi mente el ideal de la fruta de mis amores.
Todo mi vigor se renueva cuando huelo ante mí una buena pieza; pero no soy de esos que gustan de las grandes; no, me deleito con las chiquitas, pues en su interior la pulpa es más jugosa e indudablemente sabe mucho más dulce al paladar.
Sandía jovencita de mis amores: suave, jugosa y dulce.
Como ahora, que dispongo de una joven y gozosa ante mí. Me quedo parado, esperando, ¿por qué? Simplemente espero. Es el deleite del cazador recrearse ante su presa, encantarse justo en ese momento previo a la exploración, antes de zambullirse a juguetear con la lengua entre los pliegues de las hendiduras, tan húmedas, tan dulces, tan tiernas. ¿Por qué algún dios creó en el universo sustancia tan lujuriosa? Acaso, ¿para hacer que hombres débiles como yo vieran flaquear sus fuerzas ante su visión? Yo, pobre de mí, que tiemblo ante el solo pensamiento de su pepita y su carne jugosa.
Ya ha pasado el tiempo de la anhelante espera, acerco gozoso mi cara a la fruta, mi lengua se adelanta como la exploradora de una tropa, pero antes, mi nariz huele el embriagador perfume, la planta desprende un vaho mágico de eróticas ensoñaciones. Y muerdo un poquito, pero solo un poquito... ¡Qué temblor! Ha quedado mi marca en la fruta, una dentada bien marcada en la zona pulposa y roja. No es culpa mía, es el verano, que le abre más los poros a la pobre fruta. Entre calores, sudores, agua fría, qué delicioso tiempo este, el tiempo de comer
sandía. Sí, sobre todo en verano, cuando el calor azota el paladar, y todo tu cuerpo te pide a gritos lo siguiente: «¡Por favor, dejadme saciar esta cruenta sed que llevo en mis entrañas!».
Pero no puedo parar, ahora mis manos engarzan la fruta como las garras de una arpía. La agarro lujurioso entre mis extremidades, mis falanges adquieren la forma de un cuenco, una suerte de prodigiosas tenazas que no sueltan la presa, y sorbo hacía mí, como si fuera un cáliz de lo divino, con este líquido sagrado que me enloquece. Y este sorber debe llevarse a cabo como a cada cual le plazca. Ese es el mejor consejo para comerla. Disfrutarla al antojo de uno. En mi caso, son mis labios los máximos hacedores de tal recreación, se acurrucan instintivamente formando una gigantesca O alrededor del pequeño centro de la planta. Sorbo. Sorbo. Mis labios sorben... pero, ¿dónde está el néctar tan sabroso? ¿dónde está mí ambrosía que se me escapa por momentos?
Me asalta una duda, ¿lo estaré haciendo bien? Hay algo que no funciona sí no cumples el tópico: «Sabes que no la estás comiendo bien, si el jugo no te rezuma por la barbilla». Eso es, eso decía mi padre. Lastimoso defecto el de los jóvenes de no escuchar y aprender de sus mayores. Cuánta sabiduría esconden los viejos comedores de
sandía.
Mis desvelos aflojan la presa. Se mueve nerviosa entre mis manos. Tanto pensar, y ando despreocupado de ella, debo atenazarla nuevamente con brío, que sepa quién es él que se la come, no se vaya a escapar a este lujurioso abrazo entre lengua y barbilla.
Es tiempo de recrearse en la pepita. Una única pepita negra, pequeñita, resbaladiza como lo es todo su contorno, un minúsculo promontorio que es la antítesis de la aburrición más vulgar, y de la que mi lengua, con mucho gusto, juguetea recreándose en la dureza de su semilla.
Ahora si bebo agua fresca, chorrea toda ella en mi barbilla. Y mi saliva, fundiéndose en un cóctel afrodisíaco con la pepita y el agua de vida. La fruta está completamente abierta, se acabó el tiempo de los mordiscos, demasiada brusquedad para tan tierna fruta. Pequeña simiente, no te agotes tan temprano, pronto te lameré un poquito más, y veremos si tu cuenco está hecho para el deleite de los sentidos. Juguetea mi lengua con la pequeña simiente, y sigue ella, la puntita de mi lengua, juguetona como siempre, pero no quiere salir la pepita. ¿Acaso esta dolorida la pepita? ¿se niega a salir? Lamo. Lame, estúpido. Lamo. Lamo. Lamo.
Ya veo ahora, que el fruto de mis esfuerzos, comienza a dar el ansiado éxito de mis anhelos, entre los pliegues de debajo de la pepita, de esta pepita ya madura para ser disfrutada, surge un néctar. ¡Qué rico! ¡Qué delicioso! Pero claro, es una fruta joven, apenas cuenta con un tiempo de maduración suficiente, y como los albaricoques jóvenes, que aún no les sale el vello, disfrutar de este placer requiere tino, anhelo, pasión, delicadeza, paciencia, y ternura, siempre ternura. Una díscola ternura embriagadora que haga aflorar la simiente de esta chiquitita fruta.
«Debo parar o mañana no habrá más. Es demasiado chica», pienso, o ¿acaso lo he dicho en voz alta? La locura del devorador no conoce límites. Y tampoco puedo achacarle a la fruta la culpa de su despertar tardío, su maduración llega a la edad que llega, como la época de los almendros en flor que florecen cuando les viene en gana. Aprovecha este momento, déjate disfrutar un poco más, date este gozo, que a nadie le hace daño, los manjares de la tierra están para ser disfrutados.
Suspiros. Jadeos.
¡Qué manjar tan delicioso! Así me gusta, con todo su néctar en la barbilla.
«Mal rayo me parta, yo quiero morir entre los pliegues de esta
Sandía».
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia