«¿Conocen sus aquiescencias la historia del pobre monologuista convertido en soliloquista?»
Habíase un lugar, pues no sería digno de un cuento comenzar sin una condensada parábola de rigor...
Como iba diciéndoles, había un humano dedicado a frecuentar muchas tabernas e iglesias.
En este contexto he utilizado el ambiguo palabro humano, aunque debo realizar el necesario apunte para constatar que desconozco la identidad sexual de este ser: humano o humana. Pues la leyenda no me cuenta nada acerca de su sexo, y ya que ambos lugares, taberna e iglesia, son frecuentados en igual medida por hembras y machos de esa especie, difícilmente podría deducir su sexo a través de esta observación. A pesar de ello, y por discriminación del propio lenguaje, me referiré al monologuista como él.
Como decía, hallábase él platicando en una iglesia a pleno pulmón entre arenga y arenga del amargado prelado. Finalmente, el cura, cansado de tanto alboroto fonético le conminó a abandonar la iglesia.
El monologuista platicó, habló y se defendió de la única manera que conocía. Con su cháchara interminable, pero todo fue inútil, así que abandonó aquel lugar de oración para andar a la taberna. Prohibida la entrada a la casa de Dios, marchó prestó a la casa de los Hombres, la taberna. Refugio de seres atropellados como él.
En ella comenzó a despacharse a gusto con sermones, monsergas, poesías de bajo lustro, y solitarias pláticas con su vieja amiga la querida botella de vino. Y nuevamente, el dueño, cansado de escuchar tantas sílabas alcohólicas, le conmino, de igual forma que el homónimo prelado, a abandonar su local. Sorprendido y aún ebrio de su propia retórica no dijo nada en esta ocasión y marcho presto del antro.
De esta guisa, mancillada su cháchara religiosa en la casa de Dios y su palabrería alcohólica en la casa de los Hombres, marchó al monte. Era aquel un monte cercano, libre de cualquier clase de persona y animal. En su caminar halló una cueva. En ella encontró, para su alegría, a un viejo hombre con capa negra y que portaba un cayado de roble.
El monologuista aguantó una suma exagerada de tiempo en presentarse, pues tenía miedo de enfurecer al nuevo anfitrión. La cueva era a todas luces el hogar de aquel viejo, y no deseaba, además de la casa de Dios y de la de los Hombres, ser expulsado de la casa de la Naturaleza.
Sin embargo, el viejito sonrió enérgicamente y le animó a hablar. Tan sólo le impuso una condición: si continuaba hablando pasada la medianoche, se lo llevaría al infierno, a él y a su alma.
El monologuista tuvo una pregunta, y esta se encontraba más azuzada por la alta educación de la que hacía gala que no por el miedo.
«Pero, si a medianoche aún estuviera a medias de mi charla, ¿no detendríais de manera abrupta mi discurso? No quiero pecar de insultar la educación del diablo, de sobras conocida por todos, pero, ¿no sería lo más educado permitir acabar al interlocutor antes de acometer cualquier pacto previo?».
El viejito frunció el ceño, pero le contestó con la misma delicadeza y compresión educativa.
«¡Ea! Mientras sigas platicando, no te llevaré».
El diablo reía escondido entre los pliegues de su capa. En algún momento, aquel humano debería callar, y sería justo en ese instante en el que lo arrastraría hasta el rincón más profundo del averno.
Los ojos del monologuista se abrieron más que los de una lechuza del norte de platicolandia, una región vecina, donde comentaban que las lechuzas poseían los ojos más grandes del mundo.
Este comenzó a hablar y a hablar. El viejito de la capa negra comenzó a escucharle con ansía, escondiendo una risa burlona. El platicante objetó acerca de su despedida de la iglesia, de los malos modales del cura, del mal genio del tabernero. Después despotricó acerca de algunos convecinos suyos. Minetras, la medianoche se acercaba rápida. El telón de la luna dio pasó al sol que decaía rápidamente en el horizonte. El viejito de la capa negra se frotaba las manos. El paso del tiempo menguaría las fuerzas de aquel humano. Únicamente restaba esperar con tranquilidad a que las fuerzas del pobre ingenuo se descoyuntaran para acto seguido llevárselo bien agarrado allí donde tuviera que llevárselo.
Pasó un día entero. El monologuista hablaba acerca de cada uno de sus convecinos, y así estuvo una semana entera. Después, recordó toda su madurez, su niñez y su infancia. Eso duró un mes más. El viejito de la capa negra comenzaba a desesperar, y bufaba para aliviar su nefasta ansia. El orador le solicitó un poco de educación, pues no era adecuado que se le interrumpiera de aquella manera la charla, por no mencionar que era de mala educación bufar en alto.
El viejito sacó humo negro por las narices. Un vaho con olor a judías y azufre. El olor no molestó al charrante, quien continuó contando un sinfín de chismes.
Y comenzó con la narrativa edificativa de su pueblo natal, desde la mismísima creación de la villa, doscientos años atrás, hasta la elevación del lugar de culto, la taberna, y finalmente la construcción de la iglesia. Entonces vinieron a la mente sus progenitores, y continuó con la historia de su madre y de su padre, quienes habían tenido vidas muy azarosas, llenas de desventuras. Pero no sólo su lengua era prodigiosa, también su memoria, e incluso su imaginación.
A todo esto, había pasado cerca de un año. Curiosamente, el extraño pacto con el diablo le impedía morir, pues su alma ya pertenecía al infierno para siempre.
Pero claro, el señor del mal no podía llevarse a aquel ser al averno mientras este continuara hablando. Acción que parecía intención de continuar a perpetuidad, pues platicaba, platicaba y platicaba sin parar. Entonces carraspeó.
«¡Al fin, ahora está cansado!», pensó el diablo mientras la sonrisa volvía a su rostro.
Nada más lejos de la realidad, pues el monologuista tan sólo había comenzado a calentar la voz. Y continuó recordando algunas de las muchas cosas que le habían acontecido a sus abuelos, tatarabuelos y bisabuelos. Y aquellas que no sabía, se las inventaba. Además, al remontarse en el tiempo la bifurcación parental de antepasados crecía, con lo que requería más tiempo de explicaciones, invenciones y cháchara.
El viejito de la capa negra se levantó con porte indignado.
«¡Hasta aquí he llegado, pesado!».
Y con ambas manos agarró su cayado y huyó como alma que no lleva el diablo a un lugar donde pudiera ejercer mejor sus dotes oscuras. La incontinencia verbal de aquel ser le había salvado de irse al infierno, pero a cambio debería continuar su charla en solitario por toda la eternidad en aquella cueva. No es de extrañar que el sobrenombre de monologuista adquiriera con el tiempo el de soliloquista, pues allí quedó solo hablando. Y a pesar de que, con los años, algún incauto se acercó por aquellos cerros, el continuaba imparable su soliloquio sin prestar atención a nadie.
Ahora bien, si me permiten, recuerdo otra historia igual de aterradora, que sin el permiso de sus aquiescencias contaré, pues estoy seguro que de buen grado querrán escucharla. Pero discúlpenme, tomen asiento antes en esta humilde cueva, por favor. Y acompáñenme por toda la eternidad si así lo desean, y como les iba diciendo... bla, bla bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla...
Del lat. soliloquium.
1. m. Reflexión interior o en voz alta y a solas.
2. m. En una obra dramática u otra semejante, parlamento que hace un personaje aislado de los demás fingiendo que habla para sí mismo.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia