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Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Nada más iniciar la reseña de este libro debo parafrasear a la célebre escritora Patricia Highsmith: «Creo que la pasión por la justicia pública es bastante aburrida y artificial». Esta sentencia desvela parte de la crítica implícita en la obra de Rosa Reis hacia la policía, el sistema judicial y el mundo editorial.
Qué hacemos es una novela detectivesca ubicada en los barrios altos de la cosmopolita, gótica y literaria ciudad de Barcelona. El escenario no podría ser mejor y tampoco casual, pues la tríada social, urbanística y cultural, permite a la novela adentrarse en los barrios de gente adinerada y descubrir sus oscuras intrigas.
Es en ese entorno donde los personajes, la sargento Roa y el caporal Chouzas, investigan un asesinato. La mujer y el hombre aunan la trama detectivesca con sus desvaríos personales y literarios. Y quizá sea esta última palabra la que, a priori, chirría en este entorno noir: ¿Literatura en una novela policíaca? Así es, pues con gran acierto Rosa Reis introduce ese atípico tropo en un género que no suele tratar el tema, pues no solo de crímenes vive Qué hacemos y entre sus páginas encontramos grandes referencias a Sylvia Plath, Alejandra Pizarnick y Tove Ditlevsen, sin olvidar a sus homónimos masculinos como Thomas Mann, Fiódor Dostoyevski o Gabriel García Márquez.
Lejos de resaltar lo literario, es en esa enumeración de autores reconocidos donde se vislumbran los múltiples juegos de espejos de la novela, que confronta el machismo de nuestra sociedad y lo desgaja en sus variados aspectos: el literario, ¿por qué hay más autores que autoras?; el criminal ¿los hombres cometen más crímenes que las mujeres?; el sexual, ¿hay equiparación salarial entre hombres y mujeres?; el económico, ¿se persiguen menos los crímenes de ricos y poderosos que los de los pobres?
Planteadas las cuestiones, en este páramo cruel
y oscuro que supone la novela negra, Qué hacemos con el tiempo que nos queda
se adentra en los machismos y sus múltiples caras, se abre paso incidiendo con
un estilo cuidado en su ejecución, una trama elaborada, un gran bagaje
literario y un final que no dejará indiferente.
Cuentos reducidos a la mínima expresión. Un abecedario de
experiencias vitales abreviado en la quintaesencia de lo que debe ser una ristra
de narraciones cortas. No en vano Juan Pablo Fuentes, excelente orador, cuentista,
dramaturgo y lector empedernido, nos muestra en esta amalgama de invenciones,
autoficciones y clásicos un bien ejecutado refrán: «lo bueno, si breve, dos
veces bueno», aforismo puesto de moda por un escritor amante de la concisión, Baltasar
Gracián, que en tono socarrón también aseveraría en contra de sus críticos: «Y
aun lo malo, si poco, no tan malo».
En el debut de Abecedé, la presentadora de la obra, Neus
Arqués, comprendió y citó el leitmotiv implícito en el libro: la lucha de los
diferentes personajes contra sus heridas. Una trayectoria literaria que los
afortunados también pudimos leer en su primer libro, un libro-casa, Palomitas,
donde la pequeñez del formato y los escritos no resultaba casual.
En otros aspectos, Abecedé muestra el gran contraste entre la brevedad de sus textos versus la amplitud de sus temas: sexualidad desbordante e hiriente no apta para lectores mojigatos, ¡bebe, bebé!; incestos clásicos de corte griego; maridajes frustrados entre mindfulness y psicopatías de un demente, ¡oohhmm!; el imperio de los sentidos, entre óperas, bibliotecas y demás lugares de depravación cultural; dicotomías extrañas entre, ¿ciencia o ciencia ficción?…
Y ¿por qué extenderse más allá en esta lista
cuando lo mejor es leerlos? No se quede nadie con las ganas y degústenlos. Y si
quieren saber más acerca de Juan Pablo Fuentes y poseen gustos literarios, tienen
suerte, pueden encontrarlo en su inmensa faceta bloguera, en www.liblit.com, su blog, donde Juan Pablo, en
esta ocasión, nada breve, nos regala más de 2000 reseñas.
Mi mujer y yo nos dirigimos en avión a un lugar lejano e
incierto. Ni yo ni mi alter ego onírico conocemos la ubicación del lugar de
destino, pero nos da igual, pues marchamos con esa alegre inconsciencia de
quien viaja a un lugar deseado.
Bajamos del avión y lo primero que vemos es una exposición
de artistas plásticos. Paredes de granito rectangulares, más altas que anchas, y
sujetas al suelo con tiras metálicas están expuestas en fila. En una de las caras
se estampan obras de distintos artistas, la mayoría grafiteros, aunque hay
algunas pinturas. Entonces me fijo en un cómic, sí, es una tira con personajes
y bocadillos, me sorprende un monigote vestido con gabardina blanca y sombrero
de idéntico color que asoma entre sus viñetas y me es familar. Al aproximarme
descubro a UTLA entre las imágenes, en la primera viste de griego clásico en
alguna clase de anfiteatro con rollos de pergamino en las manos, mi vista salta
a la siguiente viñeta, en otra llora la pérdida de la biblioteca de Alejandría
desde un barco que zarpa de un puerto en llamas, en otra se lamenta de las
muertes en la Bastilla, salva un libro de la quema nazi guardándolo en el
interior de su chaqueta y en la última de todas un hongo atómico cubre los
límites del rectángulo.
Un guardia de seguridad nos indica que no nos paremos en
medio, que nos encontramos en un pasillo de tránsito.
—Pero es mi personaje —le digo señalando a la piedra con el
cómic.
—¡Ah! ¿Es usted el autor del dibujo?
—No, no. El personaje, el de blanco, es mío, pero no lo he
pintado yo. ¿Sabe de quién es la pintura?
Pero el de seguridad se encoge de hombros y yo me giro para
ver a mi mujer.
—¡Quizá podamos preguntarlo a alguien! —dice ella con una
sonrisa pacífica y amable.
Pero nada más acabar la frase, intuyo que me quedaré con la duda de saber quién es el autor de la tira, y en ese momento la vorágine sucede de improviso, primero un vaivén lateral muy propio de los sueños, después pierdo el aeropuerto de vista, al guardia de seguridad, las paredes de granito y por último a mi mujer. Me encuentro arropado en el camastro superior de la litera del cuarto de mi infancia, un lugar que compartía con mi hermano. Estoy acostado de lado y miro hacia la puerta, esta se empieza a abrir lentamente. Imagino que en un segundo veré a UTLA entrar a tamaño real en la habitación y ese pensamiento me causa miedo. ¿Por qué debería darme miedo ver a UTLA? Cierro los ojos con fuerza mientras me repito, UTLA es solo amor, UTLA es solo amor, y a pesar de tener los ojos cerrados, en mi mente recreo la escena, que él entra con su piel grisácea y su chaqueta blanca y me abraza por la espalda, y mi yo del mundo real, acostado en mi cama, nota el tacto del abrazo en la espalda y me relajo, al fin me relajo. En esta otra cama, en este otro mundo, me despierto entre una mezcla de inquietud y amor y sintiendo el peso de la realidad en mi estómago y todavía con la sensación de ese abrazo de amor que se diluye poco a poco.
(c) El texto de este artículo se puede encontrar en la fuente original:
Revista Letraheridas y Letraheridos agosto 2022.
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Fue mejor
La idea básica que cualquier neófito recrea
en su mente al acercarse a un libro clásico se puede resumir en una única palabra:
aburrido.
En parte, esta idea nace por forzar lecturas
a edades tempranas que, lejos de acercar a la literatura, alejan de ella. El
estudio, en cualquier disciplina, debe ser escalonado y suave, no se puede
sumar y restar para acto seguido estudiar derivadas e integrales, por ello,
después de leer Los Cinco de Enid Blyton o Harry Potter de J. K. Rowling, no se
puede saltar al Lazarillo de Tormes del famoso Anónimo o a la Ilíada de Homero,
pues el salto ni es natural ni es gradual y provocará rechazo.
Los clásicos necesitan tiempo de
asimilación, permitir que la obligatoriedad dé paso al gusto lector debería ser
el objetivo de la formación. Entonces, solo entonces, cuando la persona con
curiosidad decide dar un paso más allá de libros juveniles, de bestsellers y de
modas actuales, y se adentra en ese inmenso mar de los Sargazos que es el mundo
clásico, tal vez, y si su gusto y su tiempo se lo permiten, descubrirá que lo
narrado por Tolkien en el «Silmarillion» nace en gran parte gracias a los mitos
griegos, que ese libro tan complicado de leer y que dejó a medias ese autor
griego, la Ilíada, se redescubre con gusto en la película homónima, «Troya», de
Brad Pit.
Entonces, si tan aburridos y cacofónicos
resultan ¿por qué persisten los clásicos? Existen pensamientos, los iniciales y
obvios, que critican la superficialidad de dichas obras por su contexto
histórico. En primaria se estudia que los griegos eran esclavistas (los
esclavos eran subhumanos sin ningún derecho), clasistas (solo los ciudadanos con
poder votaban) y machistas (los ciudadanos no podían ser, en la mayor parte de
las «polis», mujeres).
Pero aquí no se trata de sacar a la
palestra costumbres arcaicas de pueblos del siglo VIII a.C., datos que por otro
lado están muy bien rescatar y conocer para recabar mayor información de lo que
se lee, pero lo que se aborda, al acercarnos a textos que han sobrevivido más
de 2500 años es lo siguiente: ¿qué temas tratáis para que tanto tiempo después
todavía nos acerquemos a vosotros?
Un gran escritor y pensador, Italo
Calvino, escribió un libro sobre la importancia de los clásicos, «¿Por qué leer
los clásicos?»; al inicio de dicha obra lista una serie de definiciones, trece
en total, donde explica su enfoque sobre el asunto de los clásicos. En dicho
libro se alumbra uno de los mejores aforismos y más citado —en Letraheridos no
seremos excepción— sobre qué es un clásico, en concreto en la definición número
6, y que cito a continuación: «Un clásico es un libro que nunca termina
de decir lo que tiene que decir».
¡Qué extraña frase y cuánta verdad esconde! ¿Por qué un
clásico nunca acaba de decir lo que tiene que decir? Porque el verdadero libro
clásico es aquel que sobrevive a los ataques de la crítica actual, del
revisionismo inútil, el clásico es inmune a todo ello, pues la historia que
narra pervive en el tiempo de tal manera que se adapta y se transforma, se
reinventa, se redescubren nuevas interpretaciones, incluso el lector, ante segundas,
terceras y posteriores relecturas, redescubre nuevos significados en su
interior y redescubre con gusto nuevos saberes adaptados a su propia
temporalidad mortal.
Pongamos de ejemplo la Ilíada y tomemos como referencia base
a un lector imaginario con dieciséis años que se acerca a sus palabras y que,
por un azar, soporta su lectura. En sus primeras interpretaciones el
temperamental chaval puede descubrir en Aquiles a un guerrero gallardo al que
admira; el mismo lector, ya crecido, y a la contestaria edad de veinticinco, imaginará
tal vez a Aquiles como un chulo de patio de colegio al que no soporta; a los
treinta años quizá desvíe su mirada hacia la valentía del amigo Patroclo; a los
cincuenta, ese mismo lector, ya casado y con hijos, admirará el esfuerzo del
antagonista Héctor por sacrificarse y, de ese modo, intentar salvar a su familia
y a su pueblo; a los sesenta quizá no perdone a Paris sus impulsos juveniles que
acarrean una estúpida Guerra; mientras que a los setenta llorará, casi seguro,
junto al rey Príamo la pérdida de un hijo…