domingo, 21 de junio de 2020

«No me gustan las casas con duendes. Son cien veces peores que los difuntos»


Nils no escuchaba a Utla, narraba en voz alta una historia que hacía tiempo quería contar.
—Y el duende me quitó el hechizó, recuperé mi tamaño y volví a casa con mis padres. Durante mucho tiempo no volví a hablar con los animales. Entonces pasaron unos años y me hice mayor. Unos amigos del pueblo me hablaron de este sitio, Falkenberg, mucho trabajo, mucha pesca y bien pagado. Me vine con los amigos, pero al poco de llegar me sucedió de nuevo una cosa prodigiosa. Los peces me hablaban, ¿os lo podeís creer? En todo el año que sobrevolé Suecia, en todo ese año, os juro que ni una sola vez hablé con un pez. Os prometo que mantuve animadas conversaciones con vacas, lechuzas, nutrias, águilas, patos, gansos, vacas, caballos, osos, incluso con aquella pobre zorra que murió, pero jamás, jamás, jamás, hablé con pez alguno. ¿Por qué durante todo ese año que fui convertido en un pulgarcito no hablé ni una sola vez con los peces y ahora sí? Ni en una ocasión me dieron los animales acuáticos signo alguno de hablar como los animales terrestres. ¿Acaso las truchas que atrapaba y devoraba la nutria pedían socorro? No. Ni tampoco los salmones, si incluso comí pescado crudo en varias ocasiones. Claro que no hablaban.
»¿Por qué os cuento todo esto? Al llegar aquí aprendí rápidamente el oficio de pescador. Un oficio honrado, sano, bien pagado. ¿Qué de malo hay en ello? Hay muchos salmones en el Ätran. Un río próspero y que da de comer a las gentes de Falkenberg y de tierras adentro. Estaba bien visto por patronos, pescadores y comerciantes, y entonces, pluf, de nuevo, en una noche, se me apareció otro duende… ¡hics! —El rubor se intensificó en las mejillas de Nils y un bufido airoso le deformó los labios al pronunciar la palabra duende, su pupila dilatada se fijó en la cara de ella. ¡Cómo Utla no tiene ojos le debe ser más sencillo mirarme a mí!—. ¡Otro duende! ¿Os lo podéis creer? ¿Dos malditos duendes en una vida? ¿Se puede saber que tienen contra mí esos seres del averno? ¿No pagué ya con creces mis malas acciones? ¿Por qué me tenía que hechizar de nuevo?
Nils bajó la cabeza, apoyó la frente contra el borde de la jarra y quedó inmóvil. El tiempo pasaba y ella le dirigió una mirada preocupada a Utla.
—¿Lo has vuelto a ver?
—No —balbució el muchacho sin levantar el rostro.
—¿Y por qué te molesta hablar con los peces? En esta ocasión careces de sufrimiento, ¿acaso estás encogido en un pulgarcito cualquiera? o ¿eres esclavo a viajar en contra tu voluntad? 
Sacudido como un resorte automático levantó el rostro de la jarra, la marca del reborde se le había marcado en la piel y un semicírculo rojizo le hendía en la frente.
—¿Que por qué me molesta, enanito? ¿Serías capaz de matar a un ser que te implora vivir? Y sobre ello el nuevo duende me sermoneó, acerca de lo malo que era matando a los seres del río. ¿Malvado por pescar? Y me dijo: «te concederé un don». Ja. ¿Os lo creéis? ¡Lo llamó don! Antes de concederme su don de hablar con los peces, me narró una extensa historia que se me repetiría noche tras noche, una leyenda que mora en mis pesadillas y que no me deja dormir. No aguanto más. Me duele tanto escucharla. Que se vayan al infierno todos los duendes y el demonio que los engendró. Solo quiero vivir tranquilo.
Su exaltación aumentaba a medida que el alcohol se le disipaba.
—¿Qué historia te contó? —preguntó Utla.
Nils miró a la faz grisácea que le interpelaba:
—¿Para que queréis saberla?
—Te queremos ayudar, pero necesitamos saber más, quizá la historia sea una pista…
Nils mumuró tres veces una frase, el trío de murmullos no los repitió igual, sino que cada repetición suponía una variación de la anterior, ella escuchó: la leyenda de la dama garante, la leyenda de la doncella del río Ätran, la leyenda de la dama del castillo…¡Qué chico tan extraño! El balbuceo del muchacho la ponía nerviosa y desvió su mirada para no encontrarse con la de él; en ese deambular centró su atención en el resto de personas del lugar, algunos pescadores miraban a su mesa y reían disimuladamente entre ellos, la pareja de la mesa de al lado hacía rato se había marchado y apenas quedaban tertulianos en el local. ¿Qué hacía ella allí? Todo por seguir su propia voz, internarse en un oscuro sótano y tocar un libro. ¡No debo seguir más mi voz! La voz de Nils, más serena, la sacó de sus cavilaciones. El rubor había disminuido en el rostro del muchacho y el balbuceo había desaparecido. Quién ahora hablaba no era el achispado borrachín de hacía un momento, incluso el timbre de su voz había variado. Ella miró a Utla, pero este o no estaba inquieto o le importaba bien poco el cambio en el muchacho. Siguió sentada, atenta al monólogo que tendría que soportar.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 14 de junio de 2020

«Cuando te duela mirar atrás y tengas miedo de mirar adelante, mira a tu lado y allí estará tu mejor amigo».

Capítulo VI. Sine die: leyenda de Falkenberg

—Por el amor de… —El muchacho zarandeó la jarra y parte de la cerveza se derramó en la mesa, adentrándose por sus surcos y creando minúsculos ríos espumosos. De seguido tartamudeó—. ¿Quiénes… qué sois?
La mirada de Nils se clavó en los recién llegados, primero elevó el mentón reparando en la altura de ella, después, forzosamente recompuso su cuello y, cambiando el ángulo, bajó la cabeza e hipnotizado por lo extraño del rostro vacío se quedó mirando con fijeza a Utla como si hubiera visto al lobo Fenrir, al gigante Ymir o a la diosa de los muertos Hel.
—¡nos reconoce! —aludió ella contenta de que alguien viera su auténtica forma.
Utla se sentó delante del muchacho.
—Nils, venimos a ayudarte. Somos amigos de Okka y Martín.
Al escuchar los nombres de sus antiguos amigos, los patos silvestres, el temor en sus ojos se desvaneció y paseó una mirada calma en las figuras de sus interlocutores, ella tan alta, y en él tan pequeño, balanceó la jarra en la mano e hizo un gesto brusco señalándoles las sillas que quedaban libres. 
Ella gruñó, ¡qué falta de caballerosidad!, pero antes de sentarse se percató en que la chica del sombrero de paja blanco, sentada en la mesa de las mujeres, los miraba de soslayo. ¿Qué miraba esa con tanto detenimiento? ¿Acaso también los reconocía? No daba muestras de sorpresa. Utla la apremió a que tomara asiento estirando de su pantalón.
Al sentarse miró al muchacho. Nils no estaba igual que en sus visiones, el pelo dorado no brillaba tanto y la mirada vacía, triste y soñolienta los miraba sin afecto, era una mirada desenfocada que les traspasaba más allá de sus formas corpóreas, una mirada que se clavaba en algún lugar perdido más arriba de sus cabezas.
—¿Quieres contarnos lo que te aflige? —preguntó Utla.
En la expresión del muchacho había una mezcla de gozo y sorpresa. El rubor etílico se le marcaba en las mejillas y, aunque no balbuceaba, el timbre de voz sonó dubitativo. Mientras, ella espiaba a la chica del sombrero blanco. ¿Por qué nos sigue mirando?
—¿Cómo está Okka? —preguntó Nils.
—Falleció.
¿Por qué le respondía de forma tan brusca? En ocasiones la franqueza de Utla le molestaba, ¿por qué tenía que ser tan cortante en sus respuestas? ¿Tan molestamente escueto?
Nils agachó la cabeza y Utla añadió:
—Martín está bien. Ahora es el líder de la bandada.
—Martín… —balbució Nils con un nudo en la garganta.
—¡Nils, cuéntanos tu problema! —insistió Utla.
—Sí, claro… —A duras penas contuvo un eructo—. Maldita sea, aquí todos se ríen de mí. ¿Sabéis por qué? Porque hablo con los animales. Y no es la primera vez, no. Hace años, cuando vívia en la granja de mis padres, trataba mal a los animales, les tiraba bolas de barro, los zarandeaba, los azuzaba con varas de madera. Un día no quise ir a la iglesia con mis padres y apareció un duende en casa. ¿Sabéis que hizo? Me embrujó y me volví pequeño, un pulgarcito por arte de birlibirloque y, después de eso, me pasé un año entero con una bandada de patos silvestres volando por toooda Suecia. ¡Hics! —En esta ocasión la mano llegó tarde a los labios y el estallido gorgojeante escapó de su boca—. ¡Perdón! Claro que me merecía un castigo, pero ¿un año? Da igual, el caso es que pasó el tiempo y el duende que me hechizó no quería quitarme el hechizo, aunque yo me portara bien y la buena de Okka le solicitara muchas veces que me perdonara. ¡Pobre Okka! La llegué a querer tanto…
—Nils… —Lo detuvo Utla—. ¿Por qué vuelves a hablar con los animales?
Las prisas de Utla la incomodaban, ¿no se daba cuenta de que el muchacho quería hablar? Que manía con interrumpir a la gente; por otro lado, no le quitaba los ojos a la muchacha del sombrerito, quien tampoco apartaba los suyos de su mesa.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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