«No me gustan las casas con duendes. Son cien veces peores que los difuntos»
Nils no escuchaba a Utla, narraba en voz alta una historia que hacía tiempo quería contar.
—Y el duende me quitó el hechizó, recuperé mi tamaño y volví a casa con mis padres. Durante mucho tiempo no volví a hablar con los animales. Entonces pasaron unos años y me hice mayor. Unos amigos del pueblo me hablaron de este sitio, Falkenberg, mucho trabajo, mucha pesca y bien pagado. Me vine con los amigos, pero al poco de llegar me sucedió de nuevo una cosa prodigiosa. Los peces me hablaban, ¿os lo podeís creer? En todo el año que sobrevolé Suecia, en todo ese año, os juro que ni una sola vez hablé con un pez. Os prometo que mantuve animadas conversaciones con vacas, lechuzas, nutrias, águilas, patos, gansos, vacas, caballos, osos, incluso con aquella pobre zorra que murió, pero jamás, jamás, jamás, hablé con pez alguno. ¿Por qué durante todo ese año que fui convertido en un pulgarcito no hablé ni una sola vez con los peces y ahora sí? Ni en una ocasión me dieron los animales acuáticos signo alguno de hablar como los animales terrestres. ¿Acaso las truchas que atrapaba y devoraba la nutria pedían socorro? No. Ni tampoco los salmones, si incluso comí pescado crudo en varias ocasiones. Claro que no hablaban.
»¿Por qué os cuento todo esto? Al llegar aquí aprendí rápidamente el oficio de pescador. Un oficio honrado, sano, bien pagado. ¿Qué de malo hay en ello? Hay muchos salmones en el Ätran. Un río próspero y que da de comer a las gentes de Falkenberg y de tierras adentro. Estaba bien visto por patronos, pescadores y comerciantes, y entonces, pluf, de nuevo, en una noche, se me apareció otro duende… ¡hics! —El rubor se intensificó en las mejillas de Nils y un bufido airoso le deformó los labios al pronunciar la palabra duende, su pupila dilatada se fijó en la cara de ella. ¡Cómo Utla no tiene ojos le debe ser más sencillo mirarme a mí!—. ¡Otro duende! ¿Os lo podéis creer? ¿Dos malditos duendes en una vida? ¿Se puede saber que tienen contra mí esos seres del averno? ¿No pagué ya con creces mis malas acciones? ¿Por qué me tenía que hechizar de nuevo?
Nils bajó la cabeza, apoyó la frente contra el borde de la jarra y quedó inmóvil. El tiempo pasaba y ella le dirigió una mirada preocupada a Utla.
—¿Lo has vuelto a ver?
—No —balbució el muchacho sin levantar el rostro.
—¿Y por qué te molesta hablar con los peces? En esta ocasión careces de sufrimiento, ¿acaso estás encogido en un pulgarcito cualquiera? o ¿eres esclavo a viajar en contra tu voluntad?
Sacudido como un resorte automático levantó el rostro de la jarra, la marca del reborde se le había marcado en la piel y un semicírculo rojizo le hendía en la frente.
—¿Que por qué me molesta, enanito? ¿Serías capaz de matar a un ser que te implora vivir? Y sobre ello el nuevo duende me sermoneó, acerca de lo malo que era matando a los seres del río. ¿Malvado por pescar? Y me dijo: «te concederé un don». Ja. ¿Os lo creéis? ¡Lo llamó don! Antes de concederme su don de hablar con los peces, me narró una extensa historia que se me repetiría noche tras noche, una leyenda que mora en mis pesadillas y que no me deja dormir. No aguanto más. Me duele tanto escucharla. Que se vayan al infierno todos los duendes y el demonio que los engendró. Solo quiero vivir tranquilo.
Su exaltación aumentaba a medida que el alcohol se le disipaba.
—¿Qué historia te contó? —preguntó Utla.
Nils miró a la faz grisácea que le interpelaba:
—¿Para que queréis saberla?
—Te queremos ayudar, pero necesitamos saber más, quizá la historia sea una pista…
Nils mumuró tres veces una frase, el trío de murmullos no los repitió igual, sino que cada repetición suponía una variación de la anterior, ella escuchó: la leyenda de la dama garante, la leyenda de la doncella del río Ätran, la leyenda de la dama del castillo…¡Qué chico tan extraño! El balbuceo del muchacho la ponía nerviosa y desvió su mirada para no encontrarse con la de él; en ese deambular centró su atención en el resto de personas del lugar, algunos pescadores miraban a su mesa y reían disimuladamente entre ellos, la pareja de la mesa de al lado hacía rato se había marchado y apenas quedaban tertulianos en el local. ¿Qué hacía ella allí? Todo por seguir su propia voz, internarse en un oscuro sótano y tocar un libro. ¡No debo seguir más mi voz! La voz de Nils, más serena, la sacó de sus cavilaciones. El rubor había disminuido en el rostro del muchacho y el balbuceo había desaparecido. Quién ahora hablaba no era el achispado borrachín de hacía un momento, incluso el timbre de su voz había variado. Ella miró a Utla, pero este o no estaba inquieto o le importaba bien poco el cambio en el muchacho. Siguió sentada, atenta al monólogo que tendría que soportar.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia