domingo, 14 de junio de 2020

«Cuando te duela mirar atrás y tengas miedo de mirar adelante, mira a tu lado y allí estará tu mejor amigo».

Capítulo VI. Sine die: leyenda de Falkenberg

—Por el amor de… —El muchacho zarandeó la jarra y parte de la cerveza se derramó en la mesa, adentrándose por sus surcos y creando minúsculos ríos espumosos. De seguido tartamudeó—. ¿Quiénes… qué sois?
La mirada de Nils se clavó en los recién llegados, primero elevó el mentón reparando en la altura de ella, después, forzosamente recompuso su cuello y, cambiando el ángulo, bajó la cabeza e hipnotizado por lo extraño del rostro vacío se quedó mirando con fijeza a Utla como si hubiera visto al lobo Fenrir, al gigante Ymir o a la diosa de los muertos Hel.
—¡nos reconoce! —aludió ella contenta de que alguien viera su auténtica forma.
Utla se sentó delante del muchacho.
—Nils, venimos a ayudarte. Somos amigos de Okka y Martín.
Al escuchar los nombres de sus antiguos amigos, los patos silvestres, el temor en sus ojos se desvaneció y paseó una mirada calma en las figuras de sus interlocutores, ella tan alta, y en él tan pequeño, balanceó la jarra en la mano e hizo un gesto brusco señalándoles las sillas que quedaban libres. 
Ella gruñó, ¡qué falta de caballerosidad!, pero antes de sentarse se percató en que la chica del sombrero de paja blanco, sentada en la mesa de las mujeres, los miraba de soslayo. ¿Qué miraba esa con tanto detenimiento? ¿Acaso también los reconocía? No daba muestras de sorpresa. Utla la apremió a que tomara asiento estirando de su pantalón.
Al sentarse miró al muchacho. Nils no estaba igual que en sus visiones, el pelo dorado no brillaba tanto y la mirada vacía, triste y soñolienta los miraba sin afecto, era una mirada desenfocada que les traspasaba más allá de sus formas corpóreas, una mirada que se clavaba en algún lugar perdido más arriba de sus cabezas.
—¿Quieres contarnos lo que te aflige? —preguntó Utla.
En la expresión del muchacho había una mezcla de gozo y sorpresa. El rubor etílico se le marcaba en las mejillas y, aunque no balbuceaba, el timbre de voz sonó dubitativo. Mientras, ella espiaba a la chica del sombrero blanco. ¿Por qué nos sigue mirando?
—¿Cómo está Okka? —preguntó Nils.
—Falleció.
¿Por qué le respondía de forma tan brusca? En ocasiones la franqueza de Utla le molestaba, ¿por qué tenía que ser tan cortante en sus respuestas? ¿Tan molestamente escueto?
Nils agachó la cabeza y Utla añadió:
—Martín está bien. Ahora es el líder de la bandada.
—Martín… —balbució Nils con un nudo en la garganta.
—¡Nils, cuéntanos tu problema! —insistió Utla.
—Sí, claro… —A duras penas contuvo un eructo—. Maldita sea, aquí todos se ríen de mí. ¿Sabéis por qué? Porque hablo con los animales. Y no es la primera vez, no. Hace años, cuando vívia en la granja de mis padres, trataba mal a los animales, les tiraba bolas de barro, los zarandeaba, los azuzaba con varas de madera. Un día no quise ir a la iglesia con mis padres y apareció un duende en casa. ¿Sabéis que hizo? Me embrujó y me volví pequeño, un pulgarcito por arte de birlibirloque y, después de eso, me pasé un año entero con una bandada de patos silvestres volando por toooda Suecia. ¡Hics! —En esta ocasión la mano llegó tarde a los labios y el estallido gorgojeante escapó de su boca—. ¡Perdón! Claro que me merecía un castigo, pero ¿un año? Da igual, el caso es que pasó el tiempo y el duende que me hechizó no quería quitarme el hechizo, aunque yo me portara bien y la buena de Okka le solicitara muchas veces que me perdonara. ¡Pobre Okka! La llegué a querer tanto…
—Nils… —Lo detuvo Utla—. ¿Por qué vuelves a hablar con los animales?
Las prisas de Utla la incomodaban, ¿no se daba cuenta de que el muchacho quería hablar? Que manía con interrumpir a la gente; por otro lado, no le quitaba los ojos a la muchacha del sombrerito, quien tampoco apartaba los suyos de su mesa.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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