«La encrucijada en la que el camino elegido fue el erróneo».
Capítulo I. Segundo.
Despertó estirada en medio de un cruce de caminos y con la vista desenfocada, apenas sí veía su propio cuerpo. Se llevó los dedos, finos como espigas, y trazó un círculo en la sien para rebajar el dolor, una molestia que, en conjunción con el mareo, le impedía fijar la mirada en dirección al indicador, una señal de madera con siete flechas que señalaba distintas direcciones. Parpadeó un par de veces sin dejar de masajearse y quizá fuera la acción de pestañear o el simple transcurrir del tiempo, o un efecto conjunto de ambas acciones lo que surgió el efecto sanador. La vista se le enfocó y la sensación de vorágine mental remitió, se fijó en la señal que tenía delante, un poste espigado, largo tal como ella, donde tallado en la punta de cada flecha un dialecto anunciaba la información que cabría esperar en una señal informativa plantada en medio de una encrucijada; sin embargo, no sabía leer las grafías, pero por otro lado y de algún extraño modo que desconocía, si las sabía interpretar. Ajena a su propio analfabetismo, pero hipnotizada en el inexplicable entendimiento, su enfrascamiento lector en conjunción con la creciente curiosidad la condujo a susurrar:
—Norte, Sur, Este, Oeste...
Y ahí se acabó la retahíla, no sabía descifrar el resto de glifos
que contenían las otras puntas de flecha: la que señalaba hacia el cielo;
tampoco la que, en sentido contrario, señalaba hacia el suelo; ni la misteriosa
séptima flecha. Aunque las contaba una y otra vez, y estaba convencida de su
buena suma, la número siete permanecía etérea, escurridiza a la mirada, no podría
definirla como invisible, pues sabía estaba ahí, más bien era como esas
imágenes espectrales que se aprecian al mirar de soslayo pero que, al mirarlas
directamente, desaparecen por completo.
Al levantarse observó en rededor los cuatro caminos que partían
desde el mismo punto en direcciones yuxtapuestas: norte, sur, este, oeste y quién
sabía a que otros lugares si se atañía a la falta de información de las flechas
restantes.
Alguna nube debió reubicarse en la bóveda celeste del
invisible cielo nocturno pues un rayo de luna restañó su pelo blanco e iluminó
una figura finamente labrada en el suelo. Una forma no presente en la
naturaleza que descansaba al pie de la señal, un dodecaedro en cuyas caras
flotaba una palabra, repetida doce veces, una por cara, y de igual índole que
las grafías talladas en la señal; glifos imposibles de leer pero de cognoscible
lectura: Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat,
Ragahat, Ragahat, Ragahat, Ragahat y Ragahat.
También podía leer la cara apoyada en el suelo pues el
material traslúcido del dodecaedro le permitía leer, desde cualquier ángulo,
las otras muchas caras. A pesar del entendimiento de la palabra, esta, no le
decía nada. Se encogió de hombros, alzó la vista al cielo, oscuro, tenebroso, y
en él, un inmenso círculo perfecto, como el ojo de una titánica cerradura
circular, daba paso a una miríada de estrellas lejanas. Escrutó la lejanía
distante en cada uno de los caminos y soltó un bufido desesperado, como la persona que,
ante una difícil elección, no quiere escoger. Una risita se le escapó al posar
la vista en el suelo y descubrir, con la recién adquirida luminosidad lunar, unas
pisadas en la tierra dirección Norte. Pisadas que siguió sin más demora.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
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