«El método científico no siempre brilla y, en ocasiones, brilla extraño».
Hace dos años publicamos el boletín letraheridos con recomendaciones lectoras, estadísticas del grupo de lectura y algunos relatos de nuestra autoría.
Este es una muestra de esos relatos.
S. Bonavida Ponce ;->
(o)
Hace quince años, cuando empezó toda esta mierda, nadie imaginó hasta dónde podríamos llegar. Recuerdo ese 2020 y a la mierda de Gripe China que todos llamaron estúpidamente con ese nombre tan científico, la covid-19, y que con tan barroco nombre mataba a nuestros mayores. En la familia falleció mi tía Josefa, allí en el pueblo, vivía sola hacía más de diez años y tenía más de noventa. No es que no la lloráramos en casa, pero la lejanía y un cierto desapego de las tierras familiares apaciguan cualquier disgusto. ¿Y por qué me he puesto a recordar a tía Josefa justamente ahora?
(o)
Un pitido con tres notas en orden creciente elonga mi molestia.
Dang. Dong. Ding.
«Siguiente ciudadano, por favor».
El policía sanitario viste el reglamentario traje blanco con una franja roja en diagonal. En su cara destaca la mascarilla con enormes doseles redondeados repletos de minúsculos poros, el artilugio facial se le acopla herméticamente en ojos nariz, boca y orejas; con un brusco movimiento de su porra eléctrica me extrae de mis ensoñaciones, zarandea el arma apuntando con su punta hacia la cabina de medición térmica con el número ocho estampado encima de la puerta de entrada. ¡Encima con prisas, hijos de puta!
(o)
La denominación, la covid-19, era una tremenda estupidez. La Gripe China. Que poco duraron los remilgos en la nomenclatura un año después cuando las cosas se pusieron peor. Gripe China. Qué coño, con todas las letras e implicaciones que ello conllevaba. Desde luego al gobierno chino no le sentó muy bien, pero es que el resto de países del mundo estaban hartos de tanta falsedad y desinformación, y no es que ellos fueran mucho más veraces y transparentes, pero algo más de confianza sí transmitían. O al menos, eso hemos creído siempre.
(o)
Traspaso el arco del nebulizador, los chorros de minúsculas partículas de vete-a-saber-qué-mierda se impregnan en mi ropa y en las partes de mi piel descubiertas, es decir: cejas, cabello y poco más. Cada año el producto del nebulizador cambia por alguno más nuevo, ya no muere tanta gente, eso es verdad, pero es que cada vez queda menos gente por morir. ¡Qué sé yo! La puerta de la habitación de medición térmica se abre automáticamente al detectar mi móvil. Es lo que hay. Debes instalarte una jodida aplicación. Es obligatoria instalársela si quieres salir a la calle y si no dispones de dinero para comprar un móvil el estado te proporciona un dispositivo similar a tal efecto.
El pitidito de tres notas en orden creciente se repite.
Dang. Dong. Ding.
«Desnúdese completamente de cintura para abajo. Deposite las prendas en el hueco a su derecha».
La maldita voz sigue con la narración pregrabada. Me desquicia esa voz. Si encontrara a la locutora… ¿o quizá sea locutor? Con esas andróginas voces quién sabe, pero me da igual, si encontrara a ese mal nacido lo estrangularía. Sueño con su voz cada noche. Me quito el pantalón con el cinturón incluido. Me bajo los calzoncillos y deposito ambas prendas en el hueco de mi derecha. Escucho cómo una versión más pequeña del nebulizador de la entrada empieza a lanzar las finísimas gotas de producto sobre mi ropa. ¡Chorradas!
[...]
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Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
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