«Haced lo correcto y feliz año nuevo»
Entré en esa cafetería librería situada en el centro de
la ciudad, ya sabéis, esa clásica edificación de nombre extraño e inventado, un
antiguo templo de la literatura reconvertido en un almacén del consumismo literario.
Había pedido un té verde y la camarera,
solícita, me lo había servido con puntualidad suiza en la mesa. Llevaba mucho lío
en mi cabeza, mi coche, un viejo Peugeot azul metalizado con más de dieciocho años
sobre su chasis reposaba en el garaje, siendo presa de una reparación de urgencia
por sobrecalentamiento; además, esperaba a mi biografiado, que por culpa de llevar
mi vehículo al taller, quizá no aparecería, pues le había escrito un mensaje comentándole
mi retraso debido a mi lamentable situación... Sí, llevaba mucho lío —insisto en
que hay personas que se ahogan en un vaso de agua y yo soy una de ellas— a pesar
de todas estas excusas, hay hitos que uno no debiera olvidar, a saber uno de ellos,
pagar la consabida consumición.
Llamada del biografiado confirmándome que no acudiría finalmente
a la cita. Mea culpa.
Colgué y al instante, y por culpa de esa sincronicidad
cósmica, recibía la llamada del garaje: que tenían el coche arreglado, que cerraban
en media hora, que si no me pasaba ya no podría recogerlo hasta pasado el fin de
semana. Era viernes. Las campanas de la celeridad replicaron con intensidad en mis
oídos, recogí bufanda, carpetas con anotaciones de la biografía, guarde móvil, bolígrafos
y hojas en blanco, también el sempiterno libro electrónico que siempre llevaba encima,
me puse la chaqueta y partí.
El coche bien arreglado, un peso menos y el desasosiego,
del no saber que tendrá, desapareció, y al desaparecer ese peso, la mente se vacío
y acudió a mí el desagradable recuerdo soterrado del té
verde no pagado en
la librería de la culturización. ¡Sacrebleu!
Me había ido sin pagar la consumición. Mierda. Debería volver al otro día y subsanar
mi cuenta. Sí, sé que muchos pensareis lo siguiente, pero si solo es una bebida
con agua, lo que te gastaras en tren o en gasolina, mas el aparcamiento o desplazamiento
en transporte público superará con creces su importe, y súmale la
despreocupación del antro de la cultura al cual no le importará un pimiento el exánime
dispendio de esa bebida no cobrada...
Pues no importa. Mis padres me criaron con esos valores
estúpidos que impiden, a una persona correcta, llevarse nada ajeno, menos aún hurtar
—no diré robar, pues no hubo mala intención—.
⁂
Al otro día agarré el tren, el metro y me personé en la
cafetería librería de nombre extraño e inventado, donde «la lie». La camarera no era la misma, así que puse en situación a la
nueva: ayer, un té verde, no lo pagué,
nervios, confusión, hágase cargo y ¿cuánto es?
La camarera me miró como al estúpido más grande que se
hubiera topado en la vida y me pidió el ticket de caja. Obviamente no lo tenía.
Me hizo esperar de pie e hizo una llamada, según ella a su compañera, esta debía
andar ocupada en su día libre y no cogía la llamada. La nueva camarera soltó un
bufido, después del cuál llamó a un encargado, me iba informando de todos sus movimientos,
imaginé para tranquilizarme o por pura cortesía profesional. El encargado tardó
unos minutos en agarrar también el teléfono, escuché un exabrupto malhumorado al
otro lado de la conversación, era fin de semana y el superior no debía entender
porque le llamaban por aquella nimiedad. La camarera -la nueva- le refirió el problema
con todo detalle. Al poco colgó e insistió: "sin ticket no podemos cobrarle".
En vista de que no me exoneraban la deuda y que tampoco
me aportaban solución alguna, solicité un nuevo té
verde. La camarera
asintió, me senté en una mesa y volví a beber, aunque sin ganas, aquella delicia
importada de vayan a saber que cultivos índicos. Me la bebí, sin darle tiempo a
enfriarse, me quemé la lengua, y me dispuse a pagar. Cuando la camarera -ya había
hablado más con esta que con la anterior, por lo que no usaré el adjetivo "nueva"
para referirme a ella-, se dispuso a extenderme el ticket y yo tenía pensado dejar
una propina que añadiera a la cuantía mi deuda del día anterior, la mujer, no sin
cierta desazón descorazonador en el rostro me dijo:"¡Oh, lo lamento! No le
puedo extender el ticket. La máquina no funciona".
Me encogí de hombros y, ella, adelantándose a mi pregunta
me dijo que volviera otro día.
Aquellos tés verdes iban a costarme una fortuna. Creí intuir,
por la sibilina sonrisa marcada en su rostro, que ella pensaba que ya no volvería
una tercera vez. Craso error.
⁂
Esperé al lunes, agarré de nuevo el tren, agarré el metro
y acudí, por tercera vez, a ese antro de pseudocultura. La primera camarera -la
primigenia- volvía a encontrarse detrás de la barra y al lado de ella un hombre,
quien deduje sería el encargado. De nuevo me presenté, les expliqué la situación;
el hombre levantó una ceja y reconoció en mí al tipejo que le había molestado en
el fin de semana de su descanso, la camarera intentó hacer un esfuerzo de memoria,
pero por su cara yo debía ser un completo desconocido, su memoria debía ser peor
que la mía -algo realmente excepcional-, entre ambos se encogieron de hombros y
me explicaron una nueva situación.
La cafetería quedaba temporalmente fuera de servicio, no
podían cobrar, ya que la máquina expendedora se encontraba estropeada y el técnico,
supuestamente de camino, desconocían cuando llegaría. Tres días perdidos, imploré
alguna solución, después de todo no iba a desfallecer en mi esfuerzo de hacer lo
correcto, es lo que me habían enseñados mis padres, e insistí en encontrar algún
método compensatorio con el que pudiera subsanar los dos tés verdes que ya debía. El encargado bufaba,
todo se hubiera solucionado si el hombre me hubiera perdonado la cuenta, pero supuse
que alguna ley, de orden interno en aquella esnob cafetería, debía impedirle ofrecerme
aquella sencilla salida a aquel callejón de exageradas buenas formas y estúpidos
tecnicismos, pero no, en ningún momento vi atisbo alguno de aquella solución honrosa.
Me volví a encoger de hombros y me parapeté detrás de la barra, mostrándome firme
en mi propósito de no marcharme en aquella ocasión sin pagar. El encargado, intuyendo
la cabezonería de aquel tipejo -yo-, me ofreció la posibilidad de comprar un libro
en el establecimiento de más abajo que también pertenecía a la cafetería librería
donde, y para que todo fuera más oficioso, la camarera me acompañaría, le explicaría
la situación al dependiente de abajo y me cobrarían un importe adicional en forma
de bolsas de plástico que compensaran la cuantía de los dos tés verdes.
¿Y qué libro escogía yo? El más barato era de un tal Armando
Torres Revueltas, 35 euracos, con razón nadie iba a comprar libros
a aquel templo del consumismo literario. A pesar de encontrarme satisfecho por hacer
lo correcto, me encontraba apesadumbrado por la rascazón impuesta en mi exánime
billetera; me adicionaron a la cuenta tantas bolsas de plástico por importe de los dos tés verdes en deuda,
y cuál fue mi sorpresa cuando me dieron veintiocho bolsas de plástico. "Oigan,
que no es necesario. No hace falta". Insistí. De nuevo, alguna ley de orden
interno actuó en contra de mis ecológicos y pragmáticos intereses. Era obligación
por parte del dependiente hacer entrega de las bolsas de plástico al cliente. Así
que marché del establecimiento con veintiocho bolsas de plástico debajo de las axilas,
parecía el hombre de las nieves yendo de compras navideñas. Aproveché el viaje y
llamé a mi madre, para saber si les iba bien que me pasara a comer con ellos. "¿Qué
cosas de preguntar? Pásate cuando quieras", era la respuesta de siempre. Llegué
al hogar materno, mi madre cocinaba un excelente guiso, y cuando me vio aparecer
cargado con veintiocho bolsas de plástico se hecho a reír, aunque al momento acogió
con agrado aquellos portentos de valijas a las que les daría tantos usos. Mi padre,
observante de toda la escena, me esperaba serio sentado en el sofá. Me preguntó
acerca de mis últimos días, le di la retahíla de largas y oportunas explicaciones
de aquellos tres días, mientras él asentía sin interrumpirme, cuando acabé mi relato
me preguntó acerca del coste de las bebidas y del coste final de transportes y libros;
yo le respondí: 2 euros y 50 céntimos los dos tés verdes, el libro de Revueltas más los gastos de desplazamiento
41 euros con 77 céntimos.
"Pero hice lo correcto", puntualicé con énfasis
orgulloso aquella proeza mía, promovida, sin lugar a duda, por las enseñanzas paternas.
Mi padre se encorvó un poco y acercándose a mi oído, quizá para que mi madre no
le escuchase, me soltó: «Hijo, tú lo que eres es un tontaina».
¡FELIZ ENTRADA DE AÑO 2019!
¡Y RECORDAD... NO SER UNOS TONTAINAS!
¡Y RECORDAD... NO SER UNOS TONTAINAS!
¡ABRAZOS!
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Sempre avia pensat el mateix, que calia fer allò correcte, però desprès d'això és per rumiar-s'ho. Bon any 2019.
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