domingo, 4 de octubre de 2020


«El futuro del mundo pende del aliento de los niños que van a la escuela»


Atravesaron el pequeño descansillo, un doble portalón dio paso a una nueva estancia rectangular repleta de mesas pequeñitas, taburetes y una pizarra al fondo. Media docena de amplias ventanas, cerradas con destartalados postigones, auguraban una buena claridad exterior. En las mesas reposaban lápices, libros forrados por cartón y columnas de folios dispuestas en una apilación milimétrica, el orden de la improvisada columna contrastaba con una esquina alejada en el suelo, en ella se desparramaban hojas blancas con dibujos infantiles, de trazos irregulares y colores saturados; cubos rojos, verdes y azules con grafías estampadas en cada lado, símbolos imposibles de discernir para ella formaban un caótico vocabulario. Dos osos de peluche finiquitaban la docente estampa.

—Es la escuela para familias pobres —anunció Linn—. La mayoría son hijos de marineros. No es tan bonita como la otra, pero nos apañamos.

—a mí me parece preciosa.

Linn sonrió. Antes de llegar a la cocina, pasaron por una estancia que contenía una cama y un jergón. A pesar de la escasez de lujos, la ornamentación de la habitación vestía en las paredes unos coloridos cuadros de plantas y, en una esquina, un alargado reloj de cuco emulaba un talle pajaril: un nido, dos pájaros y tres huevos. Una estantería alargada contenía más libros de los que era capaz de soportar. Unos visillos blancos bordados a mano reposaban sobre una mesita y en una cómoda descansaba un espejo circular que le devolvía su imagen falsa: la de una mujer de altura más bien bajita con un gracioso estampado floral y una falda plisada. ¡Así me ve ella! ¡Así me ven todos!
En el minúsculo espacio de la cocina, Linn le ofreció un taburete con dos travesaños como respaldo y se sentó, la anfitriona también tomó asiento y reposó los codos sobre la misma pica de la cocina, una tabla alargada de madera apoyada sobre maderos en la que reposaban utensilios de cocina. Un alargado anaquel recorría la anchura de la cocina de punta a punta, encima de él algunos potes y bastante libros, en su lomo había grafías que, sin saber leer, le evocaban gustosos platos, suculentas delicias marinadas y otras degustaciones que la obligaron a salivar con discreción. Linn acercó hacia ambas una campana cubre alimentos, el material traslúcido dejaba ver en el interior una masa esponjosa y cubierta por tiras rosadas, acercó un cuchillo y al levantar la campana de cristal un fuerte olor a salmón acudió hasta su nariz. ¡Por favor, no rujáis ahora, no rujáis! La imagen mental del ruido de tripas exorcizó cualquier aquelarre estomacal. La mano de Linn, agarrando el alargado cuchillo, se acercó certera al pastel, subdividiéndolo en un trozo generoso que depositó en un plato pequeño. Se lo acercó a su invitada y le añadió al lado del plato una servilletita de tela, un tenedor y un vaso con agua.

—Si quiere vino también tengo.

—no, gracias, así está muy bien. que manjar, ji, ji.

Aunque tenía muchísima hambre, se forzó a comer con lentitud, un controlado pinchazo con el tenedor sobre la superficie esponjosa separó de manera abrupta parte de la masa principal. El salmón y el contenido se desparramaron sobre el plato de manera torpe. No tenía conocimiento sobre cómo servirse aquella comida, sumada a su inexperiencia, el hecho de vigilar a su anfitriona de soslayo no la ayudaba en la concentración de la tarea. Linn, sin levantarse de su silla, pues tan pequeña era la cocina que sentada desde su taburete podía llegar a los rincones situados a media altura, calentaba agua en una tetera enorme. Como no quería escrutar con tanto detenimiento a su anfitriona, continuó comiendo con deleite, a pesar del brusco desarme del sabrosísimo manjar.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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