domingo, 17 de marzo de 2019

«El arte parece ser el empeño por descifrar o perseguir la huella dejada por una forma perdida de existencia»

La conocí por vez primera a la edad de ocho años. Teníamos un gato en casa, lo llamábamos Calcetines, y, aunque no era mayor, una afección cardiaca le envejeció la vida. Calcetines deambulaba cansado por el hogar, con la lengua fuera, agotado. Daba pena verlo. Un día mis padres marcharon a comprar, Calcetines se arrinconó en el comedor, empezó a toser a intervalos regulares, como hacía de vez en cuando, aunque en aquel ataque emitía tosidos más graves, más estertóreos. Entonces, sin previo aviso, cayó fulminado al suelo, me levanté asustado del sofá, pero me paré en seco cuando la vi; una señora, vestida con un entallado traje marengo me daba la espalda. No había parpadeado desde que me había puesto en pie, pero ella, por alguna clase de prodigio, había aparecido de la nada sin  que yo me diera cuenta. Su elegante perfil se contoneó al dar un par de pasos hacia Calcetines y, por un instante, se quedó quieta, intuí que ignoraba mi presencia aunque conocía de ella y, así, los tres seres quietos que conformábamos aquel atípico lienzo hogareño, nos encontrábamos en el salón de casa; La señora de Marengo, Calcetines tumbado en el suelo y yo. La señora se agachó y desde el suelo giró la cabeza, se llevó el dedo índice a la boca, tenía las uñas pintadas de negro y sonrió. No dije nada. Cuando la señora volvió a posar su mirada sobre Calcetines, la acompañó con una caricia, para mi sorpresa Calcetines se levantó de un brinco, la saludó con un maullido histriónico, como los que emitía en los buenos tiempos, lanzó el cuerpo contra el de la señora, con cabeza y hocico como ariete, y pude escuchar un fuerte ronroneo proveniente de nuestro gato. Ella le seguía rascando detrás de la cabeza, sin que Calcetines ofreciera resistencia, lo agarró con las manos, lo alzó y lo acunó. Él seguía ronroneando en las manos de la extraña mientras sus ojos me dirigieron una mirada felina repleta de cariño y, de igual manera que apareció, ambos, desaparecieron de súbito. Al llegar mis padres, mi madre miró a la esquina, lloró mucho, mi padre llamo al veterinario, este llego media hora más tarde, puso a Calcetines en una bolsa y se lo llevó....


Años más tarde la reencontré. Pedaleábamos el grupo de amigos del pueblo, íbamos por el camino alto de Vall de Polsa, una senda estrecha que serpenteaba la montaña cercana a la población de mis abuelos. Gerardito, un amigo del grupo, un tanto intrépido, derrapaba con temeridad suicida en las curvas, pavoneándose ante las chicas de su destreza, ellas reían, y otros lo mirábamos entre envidiosos y preocupados. No es que fuera un camino peligroso, de haberlo sido los padres nunca nos hubieran dejado practicarlo, pero Gerardito conseguía que las acciones más inocuas se convirtieran en ritos plagados de peligrosidad. En una curva no calculó bien la distancia de frenada, y, él y su bicicleta, salieron despedidos de la senda, para precipitarse por aquel giro del camino. No había mucha altura hasta abajo, por suerte el camino se enroscaba a la montaña proporcionando poca altura entre niveles, con la caída le esperaba, a lo mucho, un dedo, una nariz o, quizá, una pierna o mano rota. Al acercarnos al borde vimos su cabeza empotrada contra una piedra y un hilillo de sangre se le escapaba de la sien. Desde nuestra altura, al principio incrédulos, observamos como el pequeño reguero rojo se escapaba de la cabeza de nuestro amigo, manchando la roca sin detenerse; entonces Sara comenzó a chillar. Yo iba a bajar, a auxiliar a mi amigo, pero entonces vi como Gerardo se reincorporaba de un salto desde la piedra, a su lado, una mujer elegante le preguntaba algo, él la saludó, reconocí en la silueta que contenía el ajustado traje a La señora de Marengo, mi vieja conocida. Gerardito y ella hablaban animadamente, mi amigo levantaba enérgico las manos, con sus aspavientos parecía explicarle, orgulloso, su salto en bicicleta y la posterior caída. Ella asentía, y, en uno de esos gestos aquiescentes, la señora giró la cabeza hacia mí y, mirando directamente a mis ojos, me sonrió. Sara, una de nuestras amigas, comenzó a chillar el nombre de Gerardo, Inma también lloraba y se sorbía los mocos, Pedro apenas inició un tortuoso descenso, el que yo mismo debería haber iniciado por el terraplén para ir a ver a nuestro tendido amigo. La señora de Marengo inclinó levemente la cabeza, apretó la comisura de los labios, como forzando un silencio que me invitaba a callar, de nuevo, no dije nada. Ante mi mutismo y total inexpresividad, se giró hacia Gerardito y le sonrió, él cogió la mano, quien continuaba realizando gestos alegres con la cabeza, movía la boca y, en un suspiro, ambos desaparecieron. Una hora después la ambulancia llegaba, los camilleros taparon el cuerpo de Gerardito con una sábana y, con la silenciosa procesión de padres, cargaron el cuerpo en el vehículo.


Tenía treinta y dos años. Me encontraba sentado en una silla de la cafetería AIER, un local frecuentado del centro donde solía pararme a tomar un café, degustaba así el día, leyendo un periódico dominical. Era un día nublado y las oscuras nubes amenazaban lluvia, alcé la taza y sorbí el brebaje parduzco, al bajar la mano, La señora de Marengo se encontraba delante de mí, vestida con su característico vestido grisáceo, que en aquella ocasión lucía un tono más azulado, y la sempiterna sonrisa en el rostro. No dije nada. Giró la cabeza y miró en derredor, a todas las personas del local, se llevó coqueta un dedo a la boca y, en un gesto impetuoso de cabeza, me animó a salir del local. Por un instante la miré, los pelos de la nuca se me erizaron, como había pagado la cuenta me puse rápido la chaqueta y, sin más dilación, sin apenas mirar a aquella mujer, ni aunque fuera de soslayo, salí apresurado a la calle. Apenas di siete pasos cuando, a punto de voltearme, un tremendo estruendo me sacudió, sentí una inmensa opresión en la espalda y, ¿el aire?, me empujó tan fuerte que di con mi cuerpo en el suelo, rasqué con la barbilla el asfalto, sentí el sabor de la sangre en mis encías y un pitido muy agudo penetraba el interior de los oídos. Únicamente veía piernas a mi alrededor, guijarros y cristales en el suelo, el pitido remitía, escuchaba voces, muchas personas a mi alrededor, un hombre y una mujer me agarraron de los brazos y me sentaron en un banco. Una multitud se aglomeraba a la entrada de la cafetería, «...rrorismo», llegué a escuchar. Una inmensa nube de humo surgía de AIER, la puerta de entrada reventada y las cristaleras destrozadas, ahora escuchaba sirenas de ambulancias y coches policiales a lo lejos que se acercaban cada vez más rápidos. Enfoqué la vista y me percaté, en medio del humo, de los cristales rotos, de las mesas y las sillas calcinadas, de las miles de astillas repartidas por el suelo, hecho añicos todo el mobiliario, mientras La señora de Marengo abrazaba a los contertulios, que reían animados entre ellos y con ella, alegres se sentaban en imaginarias sillas que no existían, se apoyaban en mesas inexistentes y tomaban refrescos en tazas que tampoco estaban allí, la señora les daba palmadas en los hombros y les acompañaba en sus risas. «¡Mire aquí! ¿Cuántos dedos ve?», me dijo la voz de una mujer vestida de blanco, mientras levantaba tres falanges de la mano y me dirigía un molesto haz de luz directo a mi pupila; parpadeé, levanté también tres dedos de mi mano y no dije nada. Cuando volteé la cabeza hacía la cafetería, en su interior, ya no había nadie.


Podría enumerar al menos una decena más de veces que tuve encuentros con La señora de Marengo, pero el relato de esta extraña amistad se podría resumir con la única vez que me habló...


Los créditos finales de una película ascendían en el televisor de mi solitario hogar. La vida no me había proporcionado pareja, ni hijos, aunque era un cincuentón feliz y, estirado en el sofá de mi casa, disfrutaba el visionado de una antigua película de los años noventa. «¡Interesante el giro final, ¿verdad?», me sobresalté, La señora de Marengo, sentada a mi lado en el sofá, sonreía mientras me miraba fijamente a los ojos. No dije nada. Señaló con su índice a las letras de final de créditos, y añadió, «La chica fue violada y asesinada por el padre». ¿Violada? ¿Por el padre? ¿Por qué decía aquello? Le repliqué que no tenía sentido, que el padre de la chica, había sido un buen padre, que se preocupaba por ella, que seguramente la muchacha había desaparecido fruto de aquella mala amistad que era William o su amigo el cerrajero, pero La señora de Marengo cruzó las piernas con lentitud, soltó una diatriba de porque ciertos acontecimientos, debidamente ocultos por la hábil directora, podían dar a entender que el cadáver de la muchacha se encontraba enterrado debajo de la casa paterna, que el personaje del padre había manipulado a todos, engañando hasta tal punto al espectador, por obra de la sibilina trama, que la audiencia en general pasaba por alto importantes pistas. La señora de Marengo, a modo de Sherlockhoniano epílogo, levantó el dedo y espetó, de manera arrolladora, que los múltiples detalles conducían inevitablemente a aquella conclusión. Pensé detenidamente lo que argumentaba, el sótano, el peluche que los policías nunca encontraron, el desaparecido amigo sospechoso, el cerrajero sobre quien recaían todas las sospechas y, que, sin embargo, no cuadraba con el resto de las pistas, el ineludible cabo suelto del final, ambiguo, descorazonador, con la policía bajando la cabeza y alejándose de la casa paterna sin encontrar a la desaparecida hija, y con la certeza en el aire que cualquiera en el pueblo podría haberla hecho desaparecer, pero no, no era cualquiera, el cúmulo de pistas que, de manera muy ambigua, apuntaban al padre, se encontraban flotando por doquier, a la vista de un espectador sagaz y, entonces, repasando las palabras de La señora de Marengo, me di cuenta que tenía la razón, la pista que pasó por alto la policía, el rastro de huellas que no coincidían, el pelo del peluche en la chaqueta... Me reí muy alto, resultaba cristalino ver como el director había jugado con los espectadores, una trampa dentro de otra trampa, un ardid de muñecas rusas muy astuto para desviar la atención, reí de nuevo, agradecí a la mujer la atenta visión, el descubrirme, con todo su esplendor, el gran final de esa película. Ella me sonrió sosegada, apoyó la palma en mi hombro... y volvió a sonreír.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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